María Dolores Estévez Zulueta, conocida como Lola “La Chata”, fue una de las primeras mujeres en desafiar el dominio masculino en el mundo del crimen organizado en México. Su vida, marcada por la pobreza, el ingenio y una voluntad inquebrantable, la llevó a convertirse en una de las narcotraficantes más influyentes del país durante la primera mitad del siglo XX.
Desde su infancia en el barrio de La Merced, en la Ciudad de México, hasta su encarcelamiento final en las Islas Marías, Lola pavimentó el camino para muchas mujeres en un negocio dominado por hombres, desafiando los estereotipos de género de su época.
María Dolores Estévez Zulueta nació en 1906 en uno de los barrios más antiguos y pobres de la Ciudad de México. Su infancia estuvo marcada por la precariedad: su padre era un comerciante que lidiaba con el alcoholismo, y su madre alternaba entre el sexoservicio y la venta de chicharrones en un pequeño puesto callejero.
Era una época convulsa en la historia de México, con la Revolución Mexicana transformando la vida social y económica del país. La capital se convirtió en refugio para soldados, campesinos y migrantes que buscaban oportunidades y escapaban del conflicto.
Ante la afluencia de combatientes y migrantes, la demanda de sustancias como alcohol y marihuana se disparó. La madre de Lola, siempre en busca de formas de mejorar los ingresos de la familia, decidió diversificar su negocio y vender cigarros de marihuana.
Para evitar los riesgos legales, utilizó a su hija de tan solo 13 años como mula, ya que las autoridades no sospechaban de una niña pequeña. Lola recorría las calles del centro histórico con una canasta de mimbre, ofreciendo cigarrillos que solo los compradores previamente avisados sabían que contenían marihuana. Este esquema fue rentable y permitió a la familia Estévez Zulueta obtener ingresos sustanciales.
La venta de Lola
En 1921, con apenas 15 años, la vida de Lola dio un giro drástico cuando un hombre llamado Castro Ruiz Urquizo la compró para convertirla en su esposa y trasladarla a Ciudad Juárez, Chihuahua. La transacción no solo tenía fines personales, sino también criminales, ya que Castro vio en Lola una oportunidad para aprovechar sus conocimientos en el tráfico de drogas.
En la frontera con Estados Unidos, Lola se sumergió en el tráfico transnacional de marihuana, morfina y opio. Gracias a la proximidad con Texas, un estado con poca vigilancia fronteriza en esa época, Lola aprendió las claves del comercio ilícito a gran escala. Fue aquí donde comenzó a acumular experiencia y contactos que más tarde le permitirían independizarse.
Mientras trabajaba como mula, estudió cómo operaban las redes criminales y entendió la importancia de crear una estructura jerárquica que incluyera a personas de confianza, incluso dentro de su propia familia. Así, tuvo dos hijas, María Luisa y Dolores, a quienes preparó para seguir sus pasos.
El ascenso de “La Chata”
Años después, tras ahorrar lo suficiente y adquirir el conocimiento necesario para operar su propio negocio, Lola regresó a la capital con sus hijas. Allí, retomó el modelo que había aprendido de su madre: estableció un puesto de comida en la calle de San Simón, en el barrio de La Merced, como fachada para sus actividades criminales. Ya conocida como “La Chata” debido a su nariz pequeña y aplastada, Lola comenzó a construir un imperio criminal basado en el narcomenudeo.
A diferencia de muchos de sus contemporáneos, Lola evitó la violencia como medio para expandir su negocio. En su lugar, utilizó el soborno como su principal herramienta. Policías, jueces y funcionarios públicos eran regularmente sobornados para garantizar la protección de su organización. Según cronistas de la época, sobornó a elementos de la policía judicial federal, del servicio secreto y de la oficina de narcóticos, creando una red de protección que le permitió operar con impunidad durante años.
Además de la venta de marihuana, morfina y heroína, Lola incursionó en otros negocios ilícitos, como el alcohol adulterado, la prostitución y la reventa de animales robados. Su esposo, Enrique Jaramillo, un expolicía corrupto, se convirtió en su socio y ayudó a expandir sus operaciones hacia los estados de Hidalgo y Estado de México.
El poder y la caída: enemiga pública número uno
El éxito de “La Chata” no pasó desapercibido para las autoridades. En 1945, el entonces presidente Manuel Ávila Camacho emitió un decreto declarándola enemiga pública número uno, una medida inédita en la historia del país.
Se le acusó de ser una “envenenadora de la nación” y de corromper a la juventud mexicana a través de las drogas. El decreto también fue respaldado por la Oficina Federal de Narcóticos de Estados Unidos, precursora de la DEA, y por autoridades canadienses, quienes señalaron que Lola ya operaba envíos de drogas hacia ambos países.
Pese a las acusaciones, Lola continuó operando. Fue arrestada en al menos siete ocasiones, comenzando en 1934 en la penitenciaría de Lecumberri y posteriormente en prisiones de Pachuca y otras ciudades. Sin embargo, gracias a sobornos y lagunas legales, siempre lograba recuperar su libertad rápidamente. Este patrón de detenciones y liberaciones consolidó su fama, convirtiéndola en una figura casi omnipresente en el imaginario criminal de la época.
En 1957, su suerte finalmente cambió. Traicionada por uno de sus contactos, fue arrestada por última vez y trasladada a la cárcel de las Islas Marías, un penal reservado para los criminales más peligrosos de México. A pesar de estar en prisión, su influencia no desapareció. Según testimonios, remodeló su celda para convertirla en un espacio lujoso, organizaba banquetes y mantenía contacto con el exterior gracias a sobornos.
El final de una era
Lola “La Chata” murió en prisión en 1959, a los 53 años, por un infarto agudo al miocardio. Sin embargo, rumores persistieron sobre una posible sobredosis de heroína o incluso un asesinato relacionado con el dinero que supuestamente había escondido. A pesar de su muerte, su legado criminal continuó. Se le atribuye haber sentado las bases de prácticas como la corrupción institucionalizada y la infiltración de cuerpos de seguridad, técnicas que serían replicadas por generaciones de narcotraficantes.
Aunque su dominio se limitó principalmente al narcomenudeo en la Ciudad de México y sus alrededores, “La Chata” dejó una huella imborrable en la historia del narcotráfico mexicano.
Su capacidad para operar en un entorno dominado por hombres, su habilidad para corromper autoridades y su enfoque en la construcción de una red criminal familiar sentaron un precedente para las organizaciones que surgirían en las décadas posteriores.
Hoy, su historia es recordada como una advertencia sobre los efectos corrosivos de la corrupción y el poder criminal, así como un ejemplo temprano de cómo las mujeres pueden desafiar y redefinir los límites de un mundo tradicionalmente reservado para hombres.