La vida nocturna ha sido elemento clave en la historia mundial de la comunidad LGBT+, como prueba los disturbios de Stonewall, ocurridos tras el ataque de la policía a un pub en Nueva York. En México esto no fue diferente, la escena de la discoteca y la fiesta es un capítulo más en la formación de la diversidad sexual nacional como un movimiento sólido. Desde los bares y los antros se han tejido anécdotas de lucha y resistencia.
Zona Rosa es quizás el punto clave para la comunidad LGBT+ en la Ciudad de México. Hoy, gays, lesbianas y personas trans se apropiaron de diversos espacios y los han convertido en sus fortalezas, en sus lugares seguros desde donde se expresar en libertad, sin miedo al rechazo o la discriminación.
Desde Rico a Blow Bar, las discotecas de Zona Rosa no escasean para la comunidad. Pero antes de que existieran opciones para divertirse en casi cada esquina de este multicolor rincón de la Ciudad de México, existió un bar considerado como el primero en su tipo, que acogió a la diversidad sexual cuando era impensable pensar en liberación, tolerancia y visibilidad.
El Bar Safari abrió sus puertas en la década de los 60 y no las cerró hasta varios años después, suerte que no corrieron otros centros nocturnos, donde incluso había redadas y detenciones ilegales de personas. Esto, según se cuenta, fue gracias a que el dueño del lugar era Fernando Romero, quien fue jefe de la Policía Judicial del entonces Distrito Federal. Se dice que Romero era homosexual, pero estaba en el clóset para guardar las apariencias, en parte por la época, y en parte por el ambiente político en el que se movía.
El Safari: una joya multicolor entre el gris de la moralidad conservadora de los años 60
El centro nocturno, que estaba en la esquina de Havre y Hamburgo, se ganó el nombre de “Safari” pues su decoración iba a tono africano, con pieles de animales, lanzas y máscaras aborígenes colgadas de las paredes. Por aquel entonces se necesitaba un permiso de la ciudad para que los bares dieran chance a sus clientes de bailar, el Bar Safari no lo tenía. El baile era una cosa casi prohibida, permitida sólo a quien podía costearlo, y cuando algún danzarín envalentonado por las copas decidía levantarse de su mesa, los meseros lo hacían volver a sentarse.
A pesar de todo eso, el Safari se alzó con éxito en una época donde la diversión entre gays y lesbianas se limitaba a la cómoda clandestinidad de sus casas, escondidos del mundo. En sus mesas se escribieron historias de amor, se inspiraron juventudes nacidas en la época incorrecta y se sembró una semilla que germinó algunos años después, cuando la comunidad se organizó para hacerse ver en las calles durante la primera marcha LGBT+ en la historia del país
Pero la fiesta no duró para siempre, pues ni siquiera el nombre del dueño del bar logró evitar una definitiva clausura en 1966. El único lugar para la comunidad homosexual caía por la moral conservadora y persecutoria del entonces regente del Distrito Federal, quien destinó su vida política a imponer en la ciudad fobias a la sexualidad y la libertad: Ernesto Uruchurtu.
Hoy el mundo y el país han cambiado. Tras el cierre del Safari llegaron otros establecimientos que también lucharon para resguardar a las realidades sexodiversas, a pesar de la persecución, las razzias y la homofobia, como fue el caso del bar 9, que igual de emblemático, tuvo una importante presencia que lo ha convertido en ícono de la historia de la comunidad LGBT+ en México.