
Los parques en México tienen una historia que se entrelaza con el desarrollo urbano, social y cultural del país. Desde la época prehispánica, los espacios abiertos han jugado un papel fundamental en la vida de las comunidades, sirviendo no solo como áreas de esparcimiento sino también como centros ceremoniales.
Con la llegada de los españoles, el concepto de parque tomó nuevas dimensiones, introduciendo el modelo europeo de plazas mayores que funcionaban como puntos de encuentro, mercados y espacios para eventos sociales.
A lo largo de la época colonial y el periodo posterior a la independencia, la creación de parques y jardines públicos en México fue influenciada por diferentes estilos y tendencias europeas, adaptándose a las necesidades y gustos de cada época.

Durante el Porfiriato, a finales del siglo XIX y principios del XX, se dio un gran impulso a la modernización y embellecimiento de las ciudades, construyéndose numerosos parques que buscaban emular a los grandes parques urbanos de Europa y Estados Unidos, como el Bosque de Chapultepec en la Ciudad de México, que se consolidó como uno de los más grandes y antiguos de América Latina.
En el siglo XX, especialmente después de la Revolución Mexicana, los parques empezaron a verse como parte esencial del urbanismo y la planificación de las ciudades, incorporando criterios de funcionalidad, accesibilidad y diseño paisajístico. Este periodo también vio el nacimiento de parques nacionales, destinados a la conservación del patrimonio natural del país.
Hoy día, los parques en México son espacios multifuncionales que cumplen diversas funciones, desde ser pulmones verdes en medio de las urbes, hasta ofrecer lugares de recreación, cultura y deporte para la población. Siguen evolucionando, adaptándose a las nuevas necesidades de sustentabilidad, inclusión y convivencia social.

Un perdido legado de piedra
En la década de 1970, el Instituto Nacional de Protección a la Infancia y el Departamento del Distrito Federal encomendaron al escultor Alberto Pérez Soria la creación de una serie de esculturas de animales para adornar los parques públicos de la ciudad, iniciativa que buscaba ofrecer a los niños espacios de juego y fantasía.
Estas figuras, que abarcaban desde monos hasta tortugas, permitieron a las generaciones de los setenta y ochenta disfrutar de inolvidables tardes de recreo, convirtiendo simples estructuras de concreto en grandiosos cuentos vivientes.
Sin embargo, detrás de estas enérgicas obras se esconde una narrativa menos conocida, marcada por la falta de reconocimiento y prácticas injustas hacia su creador. Según detalla El Heraldo de México, Pérez Soria enfrentó situaciones adversas al negarse a involucrarse en prácticas corruptas que aumentarían artificialmente el coste de sus obras.
A pesar de su entrega y dedicación, acabó marginado del proyecto, observando cómo sus diseños originales eran modificados y replicados sin su consentimiento ni reconocimiento adecuado, recibiendo a cambio apenas una fracción de lo prometido en cuanto a la paga.

Pérez Soria diseñó una amplia gama de figuras, incluyendo un hipopótamo, jirafa, oso, y muchos más, infundiendo en cada una un espíritu de fantasía y alegría. A pesar de los obstáculos, decidió no tomar represalias, optando por una postura indulgente frente a la situación y encontrando consuelo en el disfrute que sus obras aportaron a las vidas de muchos niños.

Esta decisión refleja no solo su carácter generoso sino también un profundo entendimiento de que el valor de su trabajo trascendía las complicaciones y disputas de índole profesional y financiera.
La historia de Alberto Pérez Soria y sus animales de concreto, aunque teñida de adversidad, sigue siendo un testimonio valioso de creatividad y resistencia en el ámbito del arte público. Revela las complejidades detrás de la creación de espacios urbanos pensados para el disfrute comunitario y pone de manifiesto la importancia de reconocer y valorar el trabajo de los artistas que, con su visión y talento, enriquecen el paisaje de nuestras ciudades.
Plastificados, y remplazados, en los 90
En la Ciudad de México, específicamente en localidades como Tlalpan, Gustavo A. Madero, Cuauhtémoc, y Magdalena Contreras, persisten espacios lúdicos que conservan el encanto y nostalgia de las épocas pasadas, a pesar de la creciente homogeneización de áreas de juegos con estructuras de plástico similares a las encontradas en cadenas de comida rápida como McDonald’s.
Estas áreas, conocidas por retener las características de antiguos patios de recreo, ofrecen a las nuevas generaciones la oportunidad de disfrutar de las mismas experiencias que en décadas anteriores deleitaron a muchos adultos de hoy.

Desde la década de 1990, hubo una notable transformación en los patios de recreo, enfocados en incrementar la seguridad infantil, lo que condujo a la sustitución de los juegos de metal por aquellos hechos de plástico. Sin embargo, los emblemáticos juegos con figuras de animales, aún se pueden encontrar en diversos puntos de la metrópoli, proporcionando un refugio nostálgico tanto para los más pequeños como para los adultos que buscan revivir las alegrías de su niñez.
Lugares como el Jardín Toriello, el Bosque de Aragón, el parque María del Carmen, el Jardín Alexander Pushkin, y la Unidad Independencia, son testigos vivientes de esta era dorada de juegos y recreación al aire libre.
Estos sitios no solo funcionan como un espacio de juego para los niños sino también se erigen como monumentos de la memoria colectiva de la ciudad, donde las generaciones pasadas y presentes se encuentran.

La preservación de estos parques infantiles proporciona un contrapunto cultural significativo frente a la uniformidad globalizada, demostrando el valor de mantener vivas las tradiciones y la estética local. Con el paso del tiempo, han adquirido un valor adicional: el de ser cápsulas del tiempo que hablan sobre cómo eran concebidos el juego y la diversión infantil en décadas pasadas.
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