Dicen que la tierra en la que uno crece (tal cual planta) influye en tu desarrollo; definitivamente estoy de acuerdo.
Crecer en medio de una familia tradicionalmente católica y otra que está en el momento de transición al cristianismo bautista (muy conservador, por cierto) lo que significó un choque y una separación familiar; definitivamente influye. Además, retomando lo de la tierra en el sentido del espacio geográfico, la cultura y el estilo de vida, en una localidad donde gran parte de la población obtiene recursos económicos a través de la trata, la prostitución de mujeres; mujeres que pude haber sido y, gracias a los consejos de mis padres, la educación recibida, los consejos de mis verdaderos amigos, las convicciones inculcadas por mi abuelo y las ganas de cumplir los sueños que mis padres y abuelos no consiguieron cumplir; no fui ninguna de esas mujeres que son convencidas a través del enamoramiento, “terapiadas” como dicen en el pueblo, donde además es normal ver al ejército en la calle y de vez en cuando a la Interpol, y esperar a un niño que te dará estatus, ya sea porque será “padrote” o profesionista, da igual lo que será, lo importante es el valor de ser hombre; ser la primera nieta de mis abuelos paternos con una cultura totalmente patriarcal, con un abuelo paterno que sin duda deseaba y esperaba un nieto y no yo.
Definitivamente mi tierra influyó, en lo que el día de hoy soy.
Como decía; mi abuelo esperaba que su primer nieto fuera un niño y no yo, también buscaba ser mentor y así́ trascender a través de alguien más, recién jubilado y con muchas ganas de trasmitir sus ideas y experiencias. Y yo, con unos padres de 20 y 21 que apenas habían dejado de ser adolescentes, él dedicándose a trabajar toda la semana y descansar los domingos para jugar futbol toda la mañana y toda la tarde verlo por televisión; ella, una mujer con ganas de ser independiente pero limitada por ser madre y la ideología inculcada por sus padres sobre lo que implicaba ser madre y esposa, en resumen, obediente y dedicada por completo a su nueva familia (con suegros y cuñados incluidos) sacrificando sus objetivos y renunciando a su familia para pertenecer a otra. Sí, como si fuera una propiedad que cambia de dueño y se debe a éste. Ahora lo sé, mi madre tuvo un choque entre cómo quería vivir su vida y cómo le enseñaron que debería ser, y bueno, la entereza y obediencia que esmeradamente le inculcaron ganaron sobre su poca rebeldía y ganas de hacer las cosas diferentes; ella, estaba convencida de que, si hacia las cosas como le enseñaron, sería feliz y todo estaría bien. Mi padre, yo creo que no tenía una postura tan distinta, también estaba convencido de que hacer lo que le enseñaron funcionaría, así́ que obedecería a sus padre con los que en esa época vivíamos. Todo esto era una oportunidad que mi abuelo tenía que aprovechar, y aprovechó para influir lo más que pudiera en mi educación.
Las condiciones y circunstancias en las que nací y crecí fueron diferentes a las de mis padres. Por supuesto, mi madre me enseñó lo que creyó correcto enseñarme, pero yo era una nueva generación y mi carácter totalmente distinto al de ella, quien no dejaba de repetirme que debía saber barrer, trapear, lavar y hacer todos “los deberes propios de la mujer” para que cuando me casara lo sepa hacer bien, y así́ agradar a mi nueva familia. Ante eso (y en mi lógica de niña) decidí́ que la solución era no casarme. Mi padre me consentía a ratos, cuando no se dedicaba a trabajar con su hermano mayor en alguna fábrica textil como su padre les ensenó́.
Fue mi abuelo quien me ayudó a trazar el camino (como conjunto de decisiones) que decidí. Y es que su lógica me convencía más, ahora que lo puedo entender, sé que mi abuelo fue quien me empezó́ a empoderar, plantando las primeras semillas del feminismo en mí (sin conciencia de hacerlo, claro), ensenándome que no sólo podía, sino que debía hacer algo más por mí, por mi gente y que si algo no me gustaba tenía que hacer algo para cambiarlo.
Desde muy niña (ya ni siquiera recuerdo cuando empezó, supongo que a los dos años) me empecé a involucrar en temas políticos, claro que solo iba a jugar y no tenía conciencia de lo que implicaba, pero sí me familiaricé con algunos personajes públicos; crecí admirando a Margaret Thatcher, Beatriz Paredes y cualquier mujer que hubiera logrado trascender en el ámbito político. Aunado a esto, también aprendí́ a amar el conocimiento y me apasioné por la historia. Un ejemplo lo encontré en los relatos de mi abuelo, quien platicaba que cuando era niño robaba centavos a los borrachos para comprarse un cuaderno y un lápiz, porque amaba aprender.
Aunque en su época no era ni importante ni necesario (era considerado más bien una superficialidad); supongo que así valoré la oportunidad que tenía de acceder a la educación. Algunas intelectuales que me marcaron fueron Sor Juana Inés de la Cruz, nunca se dejó limitar, lo mismo las hermanas Brontë, tan apasionadas por la literatura, y a Jane Austen que decidió seguir su propia ideología, o la Malintzin que decidió vengar a su pueblo por las humillaciones, lo mismo por haber aprendido distintas lenguas influyendo en el proceso histórico de la conquista. No sé que sería de mí, si mi abuelo no hubiera tomado, hasta cierto punto, las riendas de mi formación. Es increíble que muchas veces quienes practican e inculcan el feminismo son hombres, como mi abuelo, que, sin saberlo, incluso en contra de las opiniones de mi abuela y mi madre, me formó en contra de la violencia de género para ser independiente y resistente a los discursos de proxenetas que abundaron en mi contexto de desarrollo como niña y adolescente.
Lo que no podemos omitir, es lo circunstancial de todo esto, porque no nací varón, no fuí el nieto esperado por mi abuelo, nací́ mujer, y él se tuvo que ajustar a lo que la vida le dio. Por eso me enseñó que no debía permitirle a ninguna persona, a ningún hombre abusara de mí, nunca, como él lo hizo con mi abuela y con otras mujeres. El aleccionamiento fue gradual, en la medida que fui creciendo, me fue confesando todos esos abusos de los que fue autor, para así́ evitarme la pena de ser la víctima, que pude haber sido, pero que, gracias a las pláticas con él, a sus experiencias, a su cinismo como decía mi abuelita, no fui.
Las mujeres de mi familia, por un lado, exigiéndome que me comportara como una niña sin treparme por donde sea como lo hacía, a no jugar maquinitas con niños, instigando a jugar con muñecas, a platicar como una señorita con otras jóvenes de mi edad, a comportarme como una mujer buscando novio y casarme en cuanto pudiera, a tener hijos, porque la edad se va, lo mismo, me increpaban a dejar las “superficialidades” de buscar un espacio laboral y mejor “realizarme como mujer”.
Pero decidí que tener o no hijos, así como casarme, sería una opción que se daría con el tiempo; determiné que eso no me definiría como mujer. Hasta hoy puedo entender en la resistencia a usar vestidos rosas, jugar con y como las otras niñas con muñecas, como una táctica para escapar a esa “naturaleza” femenina ofertada (bien intencionada) por las mujeres de la familia. Mandato cuyo anuncio, debía confirmar, cumpliendo con los estereotipos y actitudes esperadas de una niña. De no resistirlo, lo sentía como una traición a todo lo que me había costado construir, y a afirmar, justo en contra de la violencia a la que mi madre, abuelas y tías se habían resignado como buenas mujercitas. En cambio, los hombres de la familia me incluían en sus juegos, mi abuelo me mostraba y demostraba como yo también podría ser como su padre diputado, mis tíos me hacían jugar canicas con ellos, veían películas de narcos conmigo, o volábamos papalotes cuando olvidaban que era niña y no niño.
Cabe señalar que mi madre, cuando se fue a vivir con mi padre decepcionó a mis abuelos que esperaban una boda ceremoniosa, con vestido blanco para que “la gente” no hablara mal e hicieran las cosas según lo dictan las buenas costumbres; pero como mi madre no “obedeció́” mis abuelos se alejaron por completo. Y cuando al paso del tiempo empecé́ a convivir con mis abuelos, me señalaron que yo sí debía hacer las cosas correctas. A lo que respondí́: que haría lo que se me diera la gana. En ese momento no me di cuenta de que estaba rompiendo con una carga moral que implicó por años un peso de culpa para mi mamá, y vaya que es difícil romper con esos patrones, supongo que mi poca cercanía con ellos y mi espíritu rebelde ayudaron.
Sí, tuve que romper con las expectativas de mucha gente, tuve que renunciar a ciertas cosas que podrían haberme gustado como la simplicidad de vestir de rosa, o ver películas de princesas, pero decidí́ masculinizarme y adoptar comportamientos nada apropiados para una niña, decidí́ compartir mi infancia con niños de mi edad, pero no con niñas. Y es que nadie me dijo que lo hiciera, pero yo lo decidí́, al escuchar los comentarios de mi abuelo, de mi padre y de mis tíos, incluso de mis tías, como: “si fuera niño ya estaría volando un papalote” (como si ser niña te lo impidiera); “si fuera niño andaría en la calle” (porque ser niña implicaba permanecer en casa); “si fuera niño sería cabrón”; “si fuera niño sería padrote”; “si fuera niño, iría al futbol”; “si fuera niño le compraríamos su balón”; por lo que supuse que ser niño era mejor, y si fuera así́, tendría más libertad, creo que por eso decidí́ renunciar a todo lo que pudiera evidenciar mi “desafortunada naturaleza de ser mujer”. Así́, me masculinicé.
Y es que la cosa no paró ahí porque después de mí, nacieron tres primas y mi hermana (más mujeres para desgracia de la familia) y a pesar de todas las diferencias entre nosotras, también influenciadas por los comentarios sobre lo mucho que sería mejor un hombre y no una mujer, a su manera se masculinizaron también. Debo aclarar que nadie en mi familia era proxeneta, pero el simple hecho de desear que fuéramos hombres para ser padrotes era suficiente para saber que por la razón que fuera, ser hombre era mejor por mucho. Ninguna de nosotras se ha descubierto lesbiana o trans pero definitivamente adoptamos comportamientos nada propios de niñas comunes; y con el tiempo noté que en el pueblo no era tan raro ver niñas así.
Como decía, aunque pude haber sido una de las mujeres explotadas en la ciudad de Puebla, en la Ciudad de México, en Tijuana, en Nueva York o cualquier otra ciudad de Estados Unidos, no lo fui. No fui como Gabriela, abandonada por su madre para prostituirse y educada por su padrastro, que, aunque cursaba el bachillerato, decidióó faltar a clases de vez en cuando para “trabajar” prostituyéndose en las calles de la ciudad de Puebla, porque quería tener “su propio dinero” y después ligarse a Juan, aunque tuviera esposa, porque se enamoróde él. Le empezó a dar dinero para convencerlo de que era mejor que se quedara con ella. No fui como “la tabasqueña” que creció en pobreza en una zona marginada de Tabasco, quien encontró en Raúl la salida a las carencias, y en Nueva York, la solución a sus necesidades: con lo ganado compró propiedades en su tierra y en su nuevo pueblo, al que había llegado con su novio, ahora su esposo, con quien montó un negocio. Tampoco fui como Mary que conoció a un joven bien parecido, quien le prometió mejores condiciones de vida, para ella y para su hijo, la convenció para viajar a Tijuana para trabajar, prostituyéndose. No obstante, no se olvidó de mandar dinero a su familia y a su hijo.
Definitivamente crecí en una posición privilegiada, en medio de mujeres que ya sea por ellas mismas, por hombres, por sus padres, por el medio; se vieron obligadas a prostituirse y dar el dinero que ganan a hombres que se lo gastan en alcohol, drogas, fiestas, el carnaval típico de la región, en autos de lujo, y en el mejor de los casos en propiedades.
Y a pesar de que me masculinicé, tampoco fui como Miguel que tuvo que renunciar a su sueño de ser chef porque su padre fue aprehendido por los judiciales acusado de trata e intentar trabajar para proveer a su abuela que fungió como madre para él, pero al no ser suficiente, se vio presionado para ser padrote, enganchando a “morras” a pesar de ser gay. Tampoco fui como Ángel, que, a pesar de tener siempre las mejores notas en la escuela, su padre decidió no dejarlo estudiar la prepa y dejarlo disfrutar de la libertad y comodidad, para después convencerlo que sería mejor “moverla” (ser proxeneta) como se dice en el pueblo y viajar a Nueva York, porque era la mejor opción si quería lograr la casa y el auto que siempre soñó. Tampoco fui como Roy, que a pesar de su esmerada educación, al terminar la prepa e intentar trabajar en un gran almacén apenas le alcanzaba para cooperar con los gastos de su casa, así que al ver que sus compañeros de primaria y secundaria tenían acceso a lujos y excesos, decidió enganchar a alguna mujer para alcanzar sus objetivos materiales, porque los personales no los ha logrado, y después decidió que otra mujer no estaría demás para mandarla a Nueva York, dejando a un lado su sueño de ser piloto de aviones.
Definitivamente tampoco fui como ellos, y de haber nacido hombre lo pude ser, pero no fui un proxeneta convencido de que la única manera de salir adelante es explotando sexualmente a mujeres, dejando a un lado mis propios objetivos personales para poner por encima mis deseos materiales porque incluso mi madre y abuelas dicen que por eso fui hombre, deshumanizándome para tener las “agallas” de exigir más dinero a cambio de que ellas se prostituyan y yo pueda tener excesos que no tendría si no estuviera en esto.
Conclusiones
Definitivamente el medio en el que me desarrollé, y aunque no nací, pero sí crecí, en el municipio más descalificado del estado, nombre que serviría de tema para más de un documental nacional o internacional sobre la trata de mujeres; influyó en la manera como decidí construirme alrededor de todos estos factores: machismo, violencia, religión, estereotipos; para definirme como lo hago hoy: como una mujer que se masculinizó (como Mulán cuando se cortó́ el cabello para fingir ser soldado y dignificar su postura como mujer en la sociedad) rechazando cualquier signo femenino (el simple hecho de tener amigas o usar color rosa) que me pudiera vulnerar y reducir o estorbar para que yo pudiera mis metas alcanzar.
Me masculinicé para darle gusto y tranquilidad a mi abuelo de que seguro trascendería cómo él no lo pudo hacer, me tuve que masculinizar y así inmunizarme a los discursos e incluso miradas de los hombres que pudieran verme como una mercancía más. No renuncié a lo que decidí ser, tuve que desaprender lo que mis abuelas y mi madre aprendieron para sobrevivir en sus medios dominados por sus padres, esposos e hijos. Porque no fui como mi abuela paterna que agradeció ser golpeada por mi abuelo porque según ella así aprendió a ser una “buena mujer”. Y agradezco las circunstancias de haber recibido la influencia de mi abuelo que no se cansó de repetirme que nunca permitiera que siquiera me vieran como él lo hizo con mi abuela, y así me deconstruí a medida que adquiría conciencia de lo que no quería ser y me reconstruí con lo que decidí ser: estudiar una o más licenciaturas, tener novio (o novios aunque no fuera bien visto), participar activamente en procesos políticos porque si quiero cambiar algo tengo que empezar por mí, usar de la misma manera ropa ajustada (que según mi abuela se vería como de puta) como ropa seria y formal (aunque parezca señora, según mi novio), o ropa cómoda (aunque me vea fodonga según mi compañera de trabajo). Decidí que no me importaría si mi prima menor tenía dos hijos, ni que la sobrina de mi mamá, que lleva mi edad se halla casado a los 25. Pues, yo me deconstruí, me tuve que masculinizar y reconstruir conforme yo decidí lo que quería ser, y amoldarme a las circunstancias que pudieran en el tránsito a lograrlo ocurrir, sin sentir culpa como todas ellas de lo que pude haber sido pero que no fui.
*Autora: A.K.M.R Este documento se elaboró en un salón de clases de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la BUAP, en el Otoño de 2022, como parte de un proyecto coordinado por el Mtro. Jorge Labarreda González, cuya finalidad consistió en desbordar las aulas al entorno de los concurrentes, como un espejo para observar la subjetividad subyacente en la vida cotidiana, con la finalidad de imaginar a través de las violencias lo que se encuentra ausente, previsto en las tácticas de sobrevivencia implementadas por aquellos que las viven en el día a día, cuyo afán se juega en el reconocimiento y en el conocimiento de sí mismos. En este caso, se trata de una auto etnografía sobre las implicaciones de haber nacido mujer en San Miguel Tenancingo Tlaxcala, cuna de la trata de personas en México.