Las fiestas del Día de Muertos se han ido transformando con el paso del tiempo, el origen de las mismas se remonta al Día de Todos Santos en España y otros sitios de Europa, pero en general, se trata de venerar a los difuntos el 1 y 2 de noviembre.
Fue después de la Revolución Mexicana —particularmente durante el gobierno del expresidente Lázaro Cárdenas— cuando esta celebración comenzó a tener los aspectos con los que hoy se conoce. Algunos representantes artísticos que dieron lugar a la mayoría de imágenes de catrinas y calaveras fueron Frida Kahlo, Diego Rivera, José Clemente Orozco y los grabados de José Guadalupe Posada.
Con su arte, dichos artistas visuales contribuyeron a la desacralización —quitarle a algo el carácter que antes tenía— de Día de Muertos, pues antes se trataba de algo no festivo. Esta modificación también se dio como parte de un proyecto nacionalista, por lo que se le desprendió el dignificado religioso y se convirtió en algo laico.
De acuerdo con los estudios de Elsa Malvido, investigadora del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), la celebraciIones relacionadas al Día de Muertos estaban en “franca decadencia” después de la Revolución Mexicana, hacia 1910.
Fue entonces también cuando hubo mayor presencia de las ofrendas, que si bien ya se colocaban desde mucho antes de 1656, cuando Jacinto de la Serna mencionó que los indígenas solían encender candelas en sus casas al caer la noche, así como ofrecer comida y bebida a los difundos.
Los mexicanos del siglo XIX acudían el Día de Todos los Santos a las iglesias para visitar los fragmentos de huesos o huesos completos de algunos santos. Antonio García Cubas los describió como “reliquias de los bienaventurados que en ellos se veneran” en El libro de mis recuerdos, publicado en 1904. El objetivo era conocerlas y también hacerles peticiones, pues la población tenía la creencia de que eran milagrosas.
Por ejemplo, en la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México se exhibían las reliquias de San Primitivo, San Teófilo y Santa María, mientras que en la Enseñanza se podía ver un hueso del dedo pulgar de San Juan Nepomuceno.
Otros templos en los que se mostraban estas reliquias eran Santa Teresa la Antigua, Santa Teresa la Nueva, Balvanera, la Concepción, la Encarnación, la iglesia grande de San Francisco y en el Tercer Orden, todas ellas habían llegado por el puerto de Veracruz, en su momento fueron recibidas con arcos de flores y música.
En semejanza con los panes que imitaban los huesos de los muertos en los reinos católicos de León, Aragón y Castilla, en México las monjas de Santa Clara y San Lorenzo creaban alfeñiques, pero sólo podían adquirirlos las personas de alto nivel económico, el resto de la población consumía otro tipo de dulces, de acuerdo con Antonio García Cubas.
En el mismo libro, se relató que las personas solían darse cita en los sepulcros de sus seres queridos para limpiarlos y arreglarlos, se colocaban “cirios, jarrones, coronas de chaquira azabache o de flores artificiales y cuantos adornos le sugería el acendrado cariño hacia sus deudos difuntos”.
Otra importante transformación que hubo en la historia de Día de Muertos fue durante el gobierno del expresidente Benito Juárez. En Europa, tras algunas pandemias provocadas por los cuerpos enterrados detrás de las iglesias, esta práctica tuvo que suspenderse.
Esta modificación alcanzó México hacia 1836, cuando se habilitó el panteón de Santa Paula en la CDMX, la disposición obedeció a las reformas liberales, las cuales se consumaron con la desamortización de los bienes eclesiásticos. Como consecuencia, la visita a los panteones se convirtió en un evento similar a una verbena, pues la gente se dirigía hacia ellos a pie.