Las moscas también envejecen. Aunque para mí no tiene caso, viven tan poco que se podrían saltar esa etapa sin sentido y morir terminando la juventud, pero no, los últimos 4 o 5 días de su vida las moscas sufren este proceso en el que el cuerpo se va separando de la existencia como si fuera una costra. En esa circunstancia las moscas ya olvidan, por ejemplo, dónde estaban los granos de azúcar que hacía apenas un momento degustaban.
Además, es común a esa edad el sobrepeso, pues las piernas les duelen y casi no mueven las alas, ni siquiera para ir a molestar a los animales más grandes, como las vacas, los humanos o las gallinas.
A diferencia de la piel de las personas, las alas de las moscas tienen arrugas en la juventud y van quedando lisas a medida que pasan las horas, hasta que pierden esos bordes que les permitían agarrarse mejor al aire para volar y hacer acrobacias. Si fueran humanos, quizá utilizarían cremas pro-arrugas y aparecerían las imágenes de antes y después al revés de como estamos acostumbrados a verlas. Con las alas lisas, las moscas ancianas más que volar, dan saltos con dificultad de un lado a otro, mientras que las jóvenes se ríen de ellas.
Todo lo anterior viene a cuento porque hoy por la mañana vine nuevamente a la biblioteca pública. Perdí mi trabajo en la escuela y no me he animado a contarle a mi esposa lo que sucedió, así que llego aquí a diario y me siento a esperar el paso del tiempo.
Julieta es anciana como yo y ya no puede caminar, ni trabajar, pero aún así se levanta y, como puede, me prepara el almuerzo, dice que para cooperar en algo en lo que llega mi jubilación. Me apena que crea que estamos seguros financieramente, pues ya casi se acaba el dinero de la supuesta liquidación —está durando lo mismo que la vida promedio de las moscas—.
Nadie me va a dar trabajo. Antes los viejitos podían ser veladores en las construcciones, pero ahora todo el negocio lo han acaparado las empresas de seguridad y contratan sólo a menores de 55 años, al menos así decían los anuncios que encontré en mi búsqueda de empleo. Aquí en la biblioteca el periódico se puede leer gratuitamente, pero a los pocos días me di cuenta de que no servía de nada, pues siempre eran las mismas ofertas laborales en las que yo no cabía por mi edad. Algunas ofrecían salarios altos a personas de la 3ra edad, pero eran a todas luces estafas piramidales.
Así que los últimos días he estado sin hacer nada, sin leer nada, solo sentado aquí, examinando a veces a alguna mosca que me viene a hacer compañía. La verdad es que ya no podía ser maestro, nadie me hacía caso, sólo revoloteaban alrededor de mí como moscas jóvenes, mientras yo intentaba explicarles biología. No habría aguantado de ninguna manera los años que me faltaban para la jubilación. No me corrieron, el director no se hubiera animado a quitarle el trabajo a un anciano, fui yo quien le rogó que me despidiera.
Aunque ya muchas cosas se me olvidan, las burlas no, esas se me siguen quedando pegadas como sanguijuelas. Como estos animalitos, las burlas tienen en la boca esa sustancia que impide que la sangre coagule, que la herida cierre, con sus dientes como garfios muerden, no para cortar la piel, sino para permanecer adheridos a ella. Yo ya no podía caminar del desánimo, sentía el cuerpo repleto de burlas-sanguijuelas e imaginaba que me veía como una mosca muy, muy vieja, llena de gruesos pelos negros que le dificultaban aún más sus intentos de vuelo.
Aunque fue una renuncia, el director hizo que pareciera una forma de despido para ayudarme con algo de indemnización. Yo no debo platicarle a nadie lo que pasó, pero ¿a quién le diría? ni el mismo director me quiso escuchar mucho rato porque tenía que hacer una llamada urgente, pero me deseó lo mejor para mí, cuidando no mencionar mi futuro, quizá porque sonaría a broma. Reiteró que la escuela era mi casa y yo pensé que más bien era un estanque de sanguijuelas, pero en lugar de decir eso le agradecí su apoyo y le comenté que con gusto volvería.
Pensé que las burlas se caerían ya sin el estrés de tener que ir diario a dar clases, pero sigo sintiéndolas y a ello se añadieron la falta de dinero y el dolor de no poderle decir la verdad a Julieta, que apenas ayer me dijo que si ahorrábamos quizá podríamos ir una última vez de vacaciones, aunque esta vez fuera sólo para mirar la playa. Yo no le contesté.
Consideré que no era del todo negativo tener una vida tan corta como en el caso de las moscas. Sí, sería bueno ser una mosca en sus últimos días, una que contempla el horizonte por la ventana sin darse cuenta, porque ya no oye bien, que un ser humano se acerca por su espalda para aplastarla con el periódico. Envidié la dicha de un adiós instantáneo, sin despedidas. Vivir poco como ellas y quizá también, al menos un día antes de envejecer, haber sentido alas rugosas en la espalda y haber disfrutado desde las alturas una última y larga ocasión mientras el cielo se oscurecía.