Dijo Edmundo Burke que “las malas leyes son la peor especie de tiranía” y afirmó también que “bien es sabido que la ambición tanto puede volar como arrastrarse”. Si bien ambas frases fueron dichas en la Inglaterra del Siglo XVIII, éstas, como tantas, bien podrían haber sido manifestadas en estos días en cualquier lugar.
El ex Presidente Enrique Peña, famoso por sus ocurrencias, llegó a preguntar a la población si pensábamos que el Presidente se levantaba con ganas de fastidiar a México y es que aunque a veces parezca lo contrario, y puede llegar a pensarse con seriedad que así es, no creo que éste sea el caso no sólo del presidente sino de legisladores, Jueces, servidores públicos y una infinidad lamentable de personas que, si comprendieran a cabalidad la enorme responsabilidad que entraña lo público, la dirección, gestión, solución de los problemas comunes desde lo estatal, quizás, de haber actuado bajo principios meramente éticos, nunca hubieran aceptado, pero a quienes el sistema perverso de incentivos mantiene en una obsesiva carrera por no descobijarse del erario público y sus beneficios.
El compromiso moral con la comunidad, el país y la ciudadanía, la protesta de cumplir y hacer cumplir las leyes quedan en un simple formalismo carente de sentido y contenido. La maquinaria de premios y castigos opera en vez de ese sentido de verdadero patriotismo, de sano nacionalismo y sobre todo de sentido cívico y ética personal. El incentivo es desde una dádiva, dinero, un regalo, un favor personal, hasta una codiciada candidatura o el palomeo para ser reelecto. Nunca lo será el bien común, el cumplimiento del deber ni mucho menos la empatía con el ciudadano, el de a pie al que hay que convencer y reconvencer con cierta regularidad de la pureza de intenciones.
Es el Fiscal que entorpece la investigación de un delito que para él no es más que un asunto más, una manera de complementar su salario, mientras con su desinterés, su inacción, una tragedia humana se acentúa, el familiar desaparecido, el patrimonio vulnerado, la tranquilidad perdida quedan impunes como tantas cosas; es el policía que no acude a un llamado ciudadano sino únicamente a aquél en donde pueda obtener una recompensa o extorsionar al desprotegido; es el Juez, el Magistrado o el Ministro que venden la justicia al mejor postor, que tuerce e interpreta leyes y Constitución a modo del cliente en turno, sea cual sea su jerarquía o posición.
Pero también y sobre todo, es el Estado que niega atención médica; es el funcionario que contrata a modo, al amigo y no al mejor, al barato y no al honesto; el que pone una y mil trabas; es el burócrata que maltrata, que obstaculiza y condiciona hacer su trabajo al mezquino premio como si de croquetas se tratara y que utiliza las arcas y los recursos públicos como si su peculio personal fuera; pero también el superior y el compañero que toleran y justifican al corrupto y el gobierno en su conjunto, que se vende y que renuncia a cumplir con el mandato ciudadano y el interés superior.
¿Es acaso un problema privativo de un partido, una ideología o un pueblo en particular? No, no lo es. Es un problema de sociedades que han abandonado sus principios y valores dejándose llevar cada vez más a la espiral sin fin del dinero fácil, del privilegio sin esfuerzo, de lo inmediato a cualquier costo y que ha generado Estados que no son sino reflejos obscuros de ellas mismas.
Y sin embargo la raíz , como la solución se encuentran en lo estatal, en lo público; la corrupción, lo mismo al dejar libre a un delincuente como el desviar recursos destinados a resolver problemas públicos tan sensibles como medicamentos o seguridad para nosotros y nuestra familias; la impunidad, al no castigar al permitir que en la escala costo beneficio, el delincuente, el corrupto, encuentren que resulta de mayor provecho faltar a las normas que respetarlas, al festejar la riqueza malhabida.
Resulta fácil responsabilizar a la sociedad, que ciertamente no dejamos de serlo en gran medida, pero no habrá discurso moralizador que funcione, mientras no se comience por aplicar la ley, simple como tal, en casa. El Estado de Derecho se entiende muy fácilmente como aquél en el cual el Estado en todos sus niveles y expresiones, es el primero en honrar y respetar las leyes que él mismo elabora. Cuánto mejor si además estas son leyes justas y se aplican con imparcialidad.
La corrupción y la impunidad matan. Lo confirman las familias de las víctimas del Colegio Rebsamen, del Terremoto en Turquía, de las y los desaparecidos, de los familiares de víctimas de delitos, de quien carece de servicios, las del trabajador sin derechos, una lista interminable de actos y omisiones de quienes teniendo a su cargo la altísima responsabilidad del bien de otros, reciben las treinta monedas y lento o rápido, quitan vidas, extinguen existencias.
Sin embargo nuestra memoria es corta, desde aquella “campaña de López Portillo “la solución somos todos” que la realidad convirtió, para el caso de su gobierno en un “la corrupción somos todos”, la pretendida, y nada más, “renovación moral” de Miguel de la Madrid, que más que verdaderos intentos de atacar frontalmente y desarraigar éste mal, fueron como siempre, meros recursos retóricos que muy pronto la incongruencia de sus actos se encargó de revelar, como lo hace la historia, lo mezquino, lo desleal de sus intenciones.
“Para que triunfe el mal, solamente es necesario que los buenos no hagan nada”, puntualizó Burke, y lo que fue en su tiempo una descripción que intentaba ser advertencia, se convirtió en certera profecía. Somos los eternos ilusos, no seamos los eternos desilusionados.
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