“Recordar el principio. Ese es mi problema. Mil veces me he preguntado si la dificultad para recordar mi origen debía calificar como enfermedad. Una enfermedad tan infrecuente que, al no figurar en los libros de medicina, me llevaba a dudar de si puede existir algo que no tenga nombre”.
Así comienza Angelito, el nuevo libro del presidente de la Corte Suprema de Justicia de la Nación y del Consejo de la Magistratura, el argentino Horacio Rosatti. Editado por Sudamericana, el doctor en Historia y Ciencias Jurídicas y Sociales que fue, entre otras cosas, presidente de la Asociación Argentina de Derecho Constitucional y ministro de Justicia y Derechos Humanos, escribe una “novela abismal sobre la memoria” marcada por la importancia de los aviones.
De los bombardeos a Plaza de Mayo a las misiones en Malvinas y los vuelos de la muerte sobre el Río de la Plata, los “aviones surcando el cielo argentino” son el esquivo primer recuerdo del narrador, Angelito, un chico que vive de la caridad ajena y que, en un viaje retrospectivo llevado por el absurdo y la pregunta radical por su origen, se fuga del orfanato, cambia de nombre, es encarcelado, desaparecido y vuela en una misión sin el suficiente combustible.
“Tal vez, en mi caso, era mejor no saber nada sobre mi origen”, escribe Angelito en el primer capítulo de la novela, cuyo comienzo puede leerse al final de esta nota. Pero, aunque por momentos parezca retroceder, la memoria -como la marea- siempre termina por resurgir e imponerse.
Así empieza “Angelito”
Recordar el principio. Ese es mi problema.
Mil veces me he preguntado si la dificultad para recordar mi origen debía calificar como enfermedad. Una enfermedad tan infrecuente que, al no figurar en los libros de medicina, me llevaba a dudar de si puede existir algo que no tenga nombre; y además tan paradójica que al ser reversible —pues debo decir que a partir de mi demorado primer recuerdo mi memoria nunca dejó de funcionar— no tenía un remedio específico para curarla.
Cuando era chico pensaba que la memoria de las personas era limitada y que la mía debía haberse saturado tempranamente. Probablemente en el tiempo que discurre desde mi nacimiento hasta la edad de mi primer recuerdo habría memorizado demasiadas fechas, lugares, números, nombres, formas, colores… y en consecuencia —de tanto utilizar ese departamento de mi cerebro— el depósito se habría colmado antes de tiempo. Entonces me ponía en una especie de trance, la mente en blanco, y me daba a la tarea de intentar vaciar parcialmente mi caja de recuerdos —como quien borra un pizarrón escrito— para poder reocuparla con aquellas vivencias que, expulsadas por las que se habían acumulado luego, esperaban en una especie de nebulosa para ser reconvocadas.
Pero tratar de olvidar para poder recordar no sólo no me daba el resultado esperado, sino que mezclaba mis recuerdos (y mis olvidos), alterando su secuencia cronológica, de modo que en ocasiones lo que había ocurrido antes me aparecía después y viceversa. Perdido en el tiempo, como un caballero medioeval en la Edad de Piedra, retrocedía —o avanzaba, no sé bien— hasta toparme siempre con el mismo primer recuerdo.
A veces, imaginaba que en realidad no era una cuestión de cantidad sino de ordenamiento; pensaba que, si pudiera acomodar mis recuerdos, como las latas en una alacena, podría obtener más lugar. En ese tiempo no existían las computadoras, pero tengo entendido que con ellas pasa lo mismo; cada tanto, cuando el exceso de recuerdos las hace funcionar más lento, hay que reorganizar la información para que puedan recuperar su ritmo.
Entonces, no pudiendo abrir mi cerebro como se abre una alacena, intentaba hacer el trabajo “desde afuera”: agitaba fuertemente la cabeza, de un lado a otro y de abajo arriba, una y otra vez, tratando de provocar un desorden con la esperanza de que luego de unos minutos —al quedarme quieto— precipitara la carga y surgiera un nuevo orden más liviano. Pero la experiencia no hacía sino provocarme una fuerte jaqueca que me acompañó —y tal vez condicionó— toda mi infancia. En cualquier caso, nunca podía perforar el tiempo más allá de mi primer recuerdo.
Muchas veces me he preguntado si este freno de mi memoria es casual o no lo es; si hay alguien o algo que me impide retroceder. Si es alguien el que lo impide, es porque tal vez quiera evitarme un dolor, el dolor de saber; si es algo, ese algo debería ser la enfermedad sin nombre. Cierta vez leí que en una tragedia griega el oráculo de Delfos le anticipa al protagonista que mataría a su padre y se casaría con su madre. Edipo, tal el nombre del desdichado, trató de evitar la profecía de los dioses y huyó de la ciudad en la que creía haber nacido alejándose de quienes creía eran sus padres, que en realidad lo habían recogido y adoptado a pocos días de nacido al encontrarlo abandonado. Poco tiempo después de huir, Edipo mató en una disputa a un anciano que desconocía y que en realidad era el rey de esa ciudad, y se casó con la viuda.
Hubiera muerto de viejo… pero quiso saber. Quiso saber por qué la ciudad en la que ahora reinaba estaba azotada por la peste y el oráculo le dijo que era por la muerte del anterior rey; quiso saber qué debía hacer para liberar a la ciudad de su desgracia y el oráculo le dijo que debía vengar al rey asesinado; quiso saber quién era el asesino del rey y descubrió que el rey era aquel anciano que él había matado y que era su padre, y que había desposado a su viuda, que en realidad era su madre.
Cuando recordaba la tragedia del rey Edipo pensaba que, tal vez en mi caso, era mejor no saber nada sobre mi origen, pero esta idea me duraba poco y volvía a querer saber recurriendo a los métodos “del pizarrón” y “de la alacena”. Era inútil. Siempre estaba ahí el freno de mi primer recuerdo.
¡Mi primer recuerdo! Evocarlo me genera a la vez una sensación de tranquilidad y de inquietud, pues siendo una referencia fija en el caleidoscopio es también un obstáculo que me impide llegar al principio. Entonces vacilo. Y cuando intento explicarme el motivo de la nitidez y contundencia de mi primer recuerdo, una nitidez y contundencia que se expresa temporalmente “hacia atrás” aniquilando toda vivencia anterior, y “hacia adelante” permitiendo que lo reviva hoy como si estuviera sucediendo ahora, encuentro una palabra y varias imágenes que aparecen asociadas a ella a lo largo de mi vida. La palabra es “avión” (y su plural “aviones”) y la imagen va cambiando conforme a la tecnología y —tal vez— a mi imaginación.
Aviones. Aviones surcando el cielo argentino.
Quién es Horacio Rosatti
♦ Nació en Santa Fe, Argentina, en 1956.
♦ Es doctor en Ciencias Jurídicas y Sociales (UNL), doctor en Historia (UCA), posdoctor honorario en Derecho (Universidad de Bolonia, Italia) y máster en Evaluación de Impacto y Gestión Ambiental (UCSF).
♦ Actualmente es presidente de la Corte Suprema de Justicia de la Nación y del Consejo de la Magistratura de la Nación.
♦ Fue presidente de la Asociación Argentina de Derecho Constitucional y ministro de Justicia y Derechos Humanos, entre otros cargos.
♦ Escribió más de treinta libros, entre los que se encuentran Ensayo sobre el prejuicio, Ensayo sobre la justicia y Ensayo sobre la muerte.