La historia argentina es inseparable de los olores y sabores de sus comidas típicas. En el Día de la Patria, no hay acto escolar en el que falten los vendedores ambulantes de empanadas ni restaurante en el que no se sirva locro y pastelitos. Pero, ¿de dónde surgieron los platos tradicionales? Y, más importante, ¿cómo se hacen?
En La comida en la historia argentina, el periodista Daniel Balmaceda reúne las historias más insólitas y desconocidas de la gastronomía tradicional local y cuenta todos sus secretos, como que no es cierto que el edecán de Julio Roca haya creado el famoso revuelto Gramajo, que la cuna del dulce de leche pudo haber sido Asia en vez de la Argentina, que el postre preferido de Borges era el queso y dulce o que cuando Sarmiento intentó incorporar verduras a la dieta diaria, se burlaron de él y lo llamaron “come pasto”.
La comida en la historia argentina, editado por Penguin Random House, revisa mitos y leyendas en torno al origen de todo tipo de alimentos tradicionales, desde las empanadas y las hamburguesas hasta el chivito y el locro, pasando por una variedad de postres, tortas y otros manjares dulces. Rescata también las historias de algunos restaurantes emblemáticos como Noel, Magnasco, Saint o Fort, con jugosas anécdotas que vinculan a personalidades de nuestra historia con la comida. Y, además, propone recetas “históricas” en casi todos los capítulos para que este 25 de mayo nadie se quede con las ganas.
El locro, paso a paso
Los campanarios de las iglesias eran el reloj de cada ciudad y pueblo. En el 1800 uno estaba habituado a escuchar la hora más que a verla. Pero había otros indicios, como, por ejemplo, los serenos que recorrían las calles y de vez en cuando lanzaban el grito: “Las ocho han dado y sereno”, “las nueve han dado y lluvioso”, etc. De día, los gritos de los vendedores ambulantes también eran señales horarias. Porque el vendedor de pescado pasaba siempre a la misma hora, el lechero, el escobero, el aguatero, el vendedor de velas… Cada uno tenía su horario, y con sus pausados gritos le marcaban el ritmo a la monotonía cotidiana de Buenos Aires.
Había otra clase de vendedores que no eran ambulantes y pasaban varias horas en la calle. Nos referimos a los que se instalaban en la Recova, un imponente edificio que recorría desde la calle Defensa hasta Reconquista y partía en dos la actual Plaza de Mayo. En la Recova se ubicaban con sus ollas los vendedores de locro. Llegaban temprano, preparaban un fuego y le daban calor y vueltas al suculento plato que fue comida originaria del pueblo quechua y siempre ha tenido al maíz como elemento principal, aunque también solía prepararse con trigo.
En las ciudades del norte del país, el locro era más habitual que el puchero. Hasta el rancho más humilde tenía una olla con maíz al fuego. Podía faltar el pan, pero el locro siempre estaba a mano. Y, como ocurría con las empanadas, cada cual tenía su receta. La versión del recopilador de tradiciones Jesús María Carrizo es la siguiente:
1) Para preparar un locro para cinco personas, por ejemplo, se toman unos 400 gramos de maíz blanco pelado. En los Sauces, a esta porción se la llama una yanuna de maíz (del quichua yanuni: guisar).
2) Se lava ligeramente esta yanuna en agua fría para quitarle los restos de afrecho y se echa a la olla, en compañía de doscientos gramos de porotos y buen hueso gordo, para substancia, o en su defecto una buena cucharada de grasa de vaca o de cerdo, tres litros de agua y una cucharada de sal gruesa.
3) Todo esto en frío, se pone a hervir a fuego lento.
4) Cuando la olla del locro ha empezado a hervir se la desespuma.
5) A la hora de hervir continuado, se le agrega una cebolla entera y carne picada a cuchillo (no a máquina, porque esta muele y es carne picada en trocitos la necesaria). Algunos le echan un trozo grande de carne de unos doscientos gramos, más o menos, para desmenuzarla después de cocida y volverla a la olla, pero el primer modo es el ordinario.
6) Como la olla está hirviendo desde las ocho de la mañana, a eso de las once se está espesando el locro; con un palo de tala hay que removerlo un poco, y si le falta agua, se le añade la necesaria, cuidando de que sea agua caliente: se le prueba la sal, y si todo va bien, se sigue cocinando.
7) Un poco antes de mediodía se prepara la grasa freída, esto es “grasa frita”.
Esta grasa freída es una salsa hecha así:
a) Se pone a derretir en la ollita de la grasa freída que está destinada para eso, o en su defecto en una sartén, dos cucharadas de grasa de vaca (la de cerdo es de usanza nueva).
b) Cuando está bien caliente, se fríe en ella un buen puñado de cebolla picada, de hoja o de cabeza, juntamente con una buena porción de ají picante.
c) Cuando está frita la cebolla, está lista la salsa, que resulta de un lindo color y de un sabor estimulante.
8) A mediodía, el locro está listo para ser comido: se sirve y cada comensal toma la porción que le viene bien de la grasa freída.
Además de la receta, el genio de Carrizo nos legó siete consejos:
1) La grasa freída que no se usa, se endurece poco a poco en la ollita donde se la guarda para el día siguiente.
2) El maíz que se ha usado siempre para hacer el locro fue el blanco, y sólo a falta de éste se ha usado el amarillo.
3) También ha sido de usanza pelar el maíz en las casas, en los morteros de piedra, llamados tacanas por los naturales o en los morteros de madera, que los había horizontales y verticales, esto es, para moler de sentado o parado, respectivamente.
4) La persona que sabe de locro distingue, al comerlo, si el maíz ha sido pelado en morteros caseros o en molinos, porque pelado en la primera forma, el maíz conserva su aceite natural en tanto que el calor del molino parece que le quitara este aceite.
5) Suelen echarle al locro, a poco de empezar a hervir, un pedazo de zapallo, o de anco que, con el poroto, hace más blando y más sabroso el maíz.
6) Cuando se quiere, se le agrega cuero de cerdo y chorizos al locro, pero esto no es lo habitual.
7) Las personas que no comen picante echan pimentón a la fritura de la salsa en lugar del ají picante, o los dos ingredientes, para dar mejor sabor y color.
Como vemos, la preparación demandaba tiempo y trabajo. Por lo tanto, contar con la alternativa de conseguir locro listo para consumir en la Recova de la Plaza Mayor de Buenos Aires era una magnífica oportunidad. Por lo general se compraba para comer en las casas. Sobre todo lo aprovechaban los comerciantes que alquilaban ambientes con ventana a la calle a los propietarios de las casonas. Para ejemplo, podemos mencionar que tanto la casa de Mariquita Sánchez de Thompson, en el centro de Buenos Aires, como la Casa Histórica de San Miguel de Tucumán tenían sus frentes alquilados a negocios de venta por menor.
Cuando fueron modificándose los hábitos alimentarios en el país, el locro resistió más en el norte que en el centro. En Buenos Aires, la inmediatez de las pastas (principalmente los fideos con salsas) hicieron que fuera desplazado de su lugar de privilegio en la mesa familiar. En 1883, cuando se tiró abajo la Recova para concretar un espacio único (la Plaza de Mayo), ya no había más negros o mulatos vendedores de comida en el histórico lugar.
En el recetario de fines del siglo XIX, la exquisita viuda del doctor Mariano Castex, Susana Torres, ofreció una versión del locro; algo perezosa, por cierto. Lo decimos porque la preparación que anotó era bastante simple, si se tienen en cuenta la propuesta de Carrizo. Lo interesante es la oración que colocó al final de la receta. Allí dice: “Este plato es especialmente para hacer en el campo”. Según parece, hacia 1890, la ciudad y el locro se habían divorciado.
La mejor mazamorra
En 1810, tres años antes de que se decretara la libertad de vientres, primer paso hacia la abolición de la esclavitud, nació en Entre Ríos el negro Juan José, perteneciente a una familia que servía a los Urquiza. Juan José era nueve años mayor que Justo José, el futuro presidente de la Nación. El negro trabajó en el campo y más adelante se sumó al ejército del entrerriano. Participó en numerosas contiendas.
En 1847, casi nos quedamos sin negro Juan José. Durante la batalla de Vences, donde se enfrentaron los unitarios correntinos contra los federales entrerrianos, el criado de los Urquiza fue acorralado por integrantes de la caballería correntina. Él no tenía caballo porque pertenecía al cuerpo de infantería. Pasó un rato agitando su poncho para esquivar las lanzas, pero cuando ya no quedaba más remedio, se tiró debajo de los caballos. Por entre sus patas logró huir. Esta curiosa escapatoria, que no se les ocurrió ni a los guionistas de James Bond, le permitió a Juan José Urquiza salvar la vida. Era costumbre que los criados usaran el apellido de la familia a la que pertenecían, como fue el caso de Segismundo Alvear, Ramoncito Saavedra y tantos otros.
Cuando llegó el tiempo de su retiro militar se encontraba afincado en Buenos Aires. Pero todavía tenía cuerda para rato. El veterano se dedicó a vender el postre más popular de aquellos tiempos: la mazamorra. Generaciones de argentinos probaron su producto. Cientos de chicos, antes de ser reconocidos médicos, políticos, sacerdotes, militares o empresarios, se deleitaron con el plato que el negro Urquiza vendió durante cuarenta años, hasta 1898, cuando las piernas le dijeron basta. Pero antes de proseguir con Urquiza y los mazamorreros debemos preguntarnos: ¿de qué hablamos cuando hablamos de mazamorra? O api, como la llaman en Santiago del Estero.
Se trata de un plato que, con ligeras diferencias, podría prepararse aún hoy de la siguiente manera:
1) Se lava en varias aguas y se pone en remojo maíz blanco pisado durante doce horas.
2) Se vierte mucha agua en una cacerola, estando caliente se le echa el maíz y se deja hervir, revolviendo con palita de madera. Si se seca, se le va echando agua caliente.
3) Cuando el maíz está blando, se le echa una cucharada de bicarbonato disuelto en agua fría, se deja espesar y se saca del fuego.
4) La mazamorra se toma fría como postre, se sirve en platos soperos y se le pone azúcar molida y leche cruda.
Esta receta, tomada del libro Cocina criolla, de 1914, merece un par de comentarios. El negro Urquiza y los de su tiempo obtenían el bicarbonato (también presente en la confección de dulce de leche) de la lejía o ceniza de jumi (planta del norte que contiene abundante bicarbonato de sodio). Se lograba quemando un gajo de jumi y disolviendo la ceniza en agua. Por otra parte, el punto 2 menciona que se revuelve con una palita de madera. Por lo general se usaba palo fresco de higuera porque, como nos reveló la historiadora Olga Fernández Latour de Botas, le da un sabor especial.
Hasta mediados del siglo XIX el mazamorrero recorría las casas a caballo, cargando dos, tres tarros a los costados del animal. Para la segunda mitad del siglo se suprimió el animal y se hacía el circuito caminando con una olla en la cabeza. Siempre con el palo de higuera a mano para ir revolviendo.
En ambos casos el horario de acción era desde poco antes del mediodía (cuando finalizaba el recorrido el panadero) hasta las dos de la tarde. Se lo reconocía por su grito: “¡Mazamorra espesa para la mesa y mazamorra cocida para la mesa servida!”.
Era interceptado por las criadas o las dueñas de casa que salían con ollas para proveerse. Le indicaban al vendedor cuántas medidas querían y el hombre hundía una jarra de lata —es decir, la medida— en la olla para trasvasar el postre a la compradora.
El arroz con leche está muy emparentado con la mazamorra por el uso de leche y porque ambos platos pueden comerse fríos o tibios; durante el desayuno, el almuerzo e incluso por la noche. Pero la mazamorra del mediodía era la mejor. ¿Por qué? En las casas de la ciudad no se lograba la calidad del producto que ofrecía el mazamorrero. Porque al estar las ollas en movimiento, la preparación se batía más y mejor. Pero, sobre todo, por la leche.
El vendedor de mazamorra vivía en las afueras de la ciudad y ordeñaba su vaca para obtener la leche. En cambio, los vecinos del centro tenían que comprarle al lechero. Todos sabían que la leche que vendía había sido adulterada, ya que la rebajaba con agua para multiplicarla. Con esa mala leche, la mazamorra perdía algo de su delicioso sabor.
Quién es Daniel Balmaceda
♦ Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1962.
♦ Es escritor y periodista.
♦ Trabajó como editor de las revistas Noticias, El Gráfico y Newsweek, entre otras.
♦ Escribió libros como Historias de la Belle Époque argentina, Espadas y corazones, Qué tenían puesto y El apasionante origen de las palabras.
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