Hoy en día hay una dieta para todo. Están las que adelgazan, las que depuran, las que rejuvenecen y las que desintoxican; las que resetean tus intestinos, las que limpian tu hígado, las que fortalecen tus músculos y las que ayudan a la memoria. En un mundo saturado de alimentos ultraprocesados en el que gran parte de la población no puede darse el lujo de elegir qué comer, un sector minoritario ha enarbolado la bandera de “lo natural” y lo saludable como estilo de vida y, por qué no, como religión.
En Sobre lo natural, editado por Vinilo, la médica y escritora argentina Mónica Müller cuestiona las tendencias actuales (que, según aclara, no son tan modernas) relacionadas a la nutrición y el cuidado del cuerpo, y arremete contra las obsesiones de moda: las dietas sustractivas e imposibles, lo light, lo orgánico y todas esas imposiciones cuya raíz, más que en la salud, está en la publicidad y las redes sociales.
“En la huella de una tradición capciosa, la de los médicos-escritores (Chejov, Schnitzler, William Carlos-Williams), Mónica Müller combina un sentido común de homeópata y una lengua sin filtros para disparar contra Lo Natural, cuco vago, ubicuo y persecutorio que cobija muchas de las prohibiciones irracionales que pesan sobre la salud y el cuerpo, convirtiendo a la primera en una nube de paranoias y al segundo en una obsesión agotadora. El tono es de panfleto y las armas son las de la sátira. El enemigo -el verdadero- es la enfermedad top del presente: la ansiedad, que florece tanto a la sombra de los psicofármacos como entre brotes de soja y limpiezas de colon”, escribe en el prólogo Alan Pauls.
Con humor e ironía, entre el tratado médico y el compendio de obsesiones, Müller se atreve a lo que hoy en día pocos (casi nadie) se atreven: hablar mal Sobre lo natural y afirmar, sin pelos en la lengua, que un buen plato de papas fritas es una de las cosas más sanas que podemos comer.
Así empieza “Lo natural”, de Mónica Müller
Lo natural como trauma infantil
Soy la hija de una señora que a mediados del siglo pasado, sin salir de su barrio, sin Google, redes sociales ni talleres de cocina natural, investigó sobre nutrición saludable para alimentar mejor a su familia. De la misma forma sorprendente, sin Mercado Libre ni Amazon, consiguió la edición española de El régimen lo hace todo, el entonces famoso libro del médico norteamericano Gayelord Hauser. Desde ese día, nos arengó comida tras comida con ideas extravagantes que hoy creemos una novedad en materia de alimentación, como el crudivorismo, el vegetarianismo, las semillas activadas, los alimentos integrales y los jugos de vegetales.
Cumplida esa primera etapa teórica, una tarde llegó a casa con el segundo armamento pesado de la artillería del doctor Hauser: El libro de cocina, con el lomo roto y la tapa apolillada, que todavía está en mi biblioteca.
Si alguien me preguntara cuándo fue que nuestra vida familiar empezó a enrarecerse, fijaría la fecha en el invierno de 1955, cuando los flanes con dulce de leche empezaron a transformarse en bolas lívidas de tapioca flotando en un agua ambarina, y el pan en bloques grisáceos de una consistencia ideal como arma arrojadiza. De repente, las galletitas que llevaba al colegio mutaron a un licuado de lentejas condimentado con especias raras que comía con cucharita, escondida de la mirada de mis compañeras.
No recuerdo haberme rebelado contra esas metamorfosis, tal vez porque me provocaban una difusa sensación de culpabilidad. Con su idea precaria de justicia, los chicos creen que merecen todo lo bueno y lo malo que reciben y seguramente algo había hecho yo para ser objeto de esa dieta estrafalaria.
Lo que recuerdo con intensidad es la reacción de mi padre, un alemán amante de los asados, las salsas, el cerdo, los fiambres, las sopas espesas con spaetzle y crema, delicias que eran un atentado para sus arterias y que para su historia significaban abundancia y buen pasar. El viraje que el doctor Hauser había impreso a nuestra cultura familiar con la complicidad de mi mamá fue para él una traición imperdonable. La hora de comer se transformó en un momento de tensión silenciosa, solo puntuada por el sonido de los cubiertos y quebrada por esporádicas explosiones de cólera, como la inolvidable que tuvo una noche al volver de su trabajo y encontrar como toda comida un plato de radicheta cruda aderezada con jugo de limón. Aquella vez se levantó de la mesa y, dando un portazo, se fue a comer un guiso grasiento a la cantina que funcionaba en la esquina de casa, un lugar mítico del que los vecinos decían que salían ejércitos de ratas a la noche como encolumnadas tras el flautista de Hamelín.
De ese día todavía escucho las palabras sedantes que mamá vierte en mis orejas cuando nos quedamos solas, explicándome que los vegetales amargos desintoxican el hígado, mientras mastico diez veces cada hoja astringente y fibrosa.
Como un claro operativo de revancha, papá me llevaba a veces al Palacio de la Papa Frita, pedía para mí una parva de papas soufflée con dos huevos fritos y me instigaba a rebañar el aceite y la yema con trozos de pan francés hasta dejar el plato limpio.
Me conmueve recordar con cuánto entusiasmo mamá nos ilusionaba con manjares, en realidad sucedáneos que solo lograban alimentar nuestra nostalgia por las cosas verdaderas.
“Mañana les voy a hacer unos tomates rellenos con mayonesa”, aseguraba, y yo pasaba el día imaginándolos cargados de atún y coronados con la contundente mayonesa casera que desde el desembarco del doctor Hauser estaba prohibida en casa. Cuando llegaban a la mesa, rellenos con arroz integral y un copete de crema de zanahorias, mi sentimiento de haber sido timada era tan grande como mi tristeza por ella, por su entusiasmo incansable y fallido una y otra vez.
La mayonesa ficticia de zanahorias licuadas no fue la única estafa moral que sufrimos: también creímos en la promesa de los marrons glacés, que eran trocitos de batatas en almíbar; en la quimérica torta de chocolate, que era un pan de algarroba, y en la crème brûlée, que resultó ser una papilla de fécula de maíz adornada con mermelada de berenjenas.
La idea general era que todo fuera un ersatz, no la cosa verdadera, porque la cosa verdadera no era suficientemente saludable.
Hojeo el libro de recetas del doctor Hauser y me sorprende encontrar alimentos que hasta hace pocos años no eran de uso habitual en la Argentina, como los porotos de soja, el trigo sarraceno, la harina de almendras, los arándanos o la raíz de jengibre. Quizás entonces eran ingredientes comunes que durante el medio siglo posterior fueron empujados al olvido por los alimentos industrializados y resurgen ahora por iniciativa de las nuevas generaciones de nutricionistas y cocineros. Claramente, Hauser era un precursor, y mi madre también lo fue en el campo de experimentación de nuestra casa cuando nos puso bajo un régimen naturista con las mejores intenciones y resultados menos que mediocres.
Recetas recalentadas
Mucho tiempo antes de que mi madre naciera, hubo otras personas interesadas en la alimentación saludable y en la idea de desintoxicación por medio de la comida. Uno de mis ídolos, el médico Elie Metchnikoff, sostenía que la senilidad es producto de una intoxicación crónica. Dedicó años a investigar a grupos humanos longevos de las estepas de Astrakán que tomaban kéfir y comían alimentos fermentados, y aseguró que las dietas ácidas retrasaban el proceso de envejecimiento. En 1908 ganó el Premio Nobel de Medicina por sus estudios sobre la inmunidad y su relación con la flora intestinal, ideas que coinciden punto por punto con lo que las nuevas camadas de inmunólogos están descubriendo y difundiendo más de un siglo más tarde.
El tema no es menor. La omnipresencia de los organismos genéticamente modificados y de los agroquímicos y la probable catástrofe ambiental global en marcha acelerada hacen más urgente que nunca estar alerta a qué nos llevamos a la boca. Los libros, los medios y las redes sociales alimentan de datos a quienes desean saber y opinar con fundamento, pero una enorme mayoría perezosa no se toma el trabajo de leer y repite consignas vacías por el mero entusiasmo de subirse a lo trendy, por no quedar afuera de lo que se les presenta como nuevo.
Para confirmar mi teoría, cuando en un restaurante o en una carnicería ofrecen con gran alharaca pollo orgánico, pregunto: “¿Pollo inorgánico no tienen?”. La respuesta automática es una explicación totalmente irracional, como “Teníamos, pero se nos terminó” o “Mire que el orgánico es mejor, ¿eh?”.
La obsesión por procurarse los llamados “alimentos orgánicos”, sea lo que sea que eso signifique para ellas, lleva a muchas personas a complicaciones absurdas y a pagar precios disparatados para conseguirlos, sin tener la menor prueba de que no han sido tratados con agroquímicos.
Es esperable que donde haya un mercado importante que pague por productos sofisticados, orgánico quiera decir indudablemente orgánico, pero en nuestro país la realidad es otra: mientras la mayor parte de la población apenas alcanza a pagar los alimentos básicos que la industria le ofrece, un pequeñísimo sector dispone de recursos para conseguir alimentos que paga como libres de agrotóxicos, muchas veces sin la menor garantía de que lo sean. Aunque desde hace unos años el certificado de orgánico está protocolizado con rigurosidad en la Argentina y hoy existen muchos pequeños productores trabajando seriamente en producción orgánica y agroecológica en todo el país, los sistemas de control del Estado no son todo lo estrictos que deberían, lo que permite la actividad de inescrupulosos que se filtran ilegítimamente en la categoría sin merecerla en absoluto.
La laxitud de los controles estatales sobre la producción de alimentos, sumada a la simpatía nacional por los límites difusos, quedó expuesta en diciembre de 2019, cuando Rusia detectó en envíos de carne vacuna provenientes de cinco frigoríficos argentinos la presencia de una sustancia promotora del crecimiento que no se autoriza en ningún país de la Unión Europea porque se desconocen sus efectos sobre la salud humana. Se trataba de la discutidísima ractopamina, que el Ministerio de Agricultura argentino había aprobado ocho años antes mediante la resolución 1458/2011 para su uso en cerdos en respuesta a un amable pedido de la Asociación Argentina de Productores de Porcinos. Cuando los periodistas preguntaron escandalizados cómo había llegado a las vacas una droga que solo estaba aprobada para los cerdos, un técnico del INTA AMBA explicó que probablemente “por una cuestión de logística y falta de control” la sustancia había ido a parar a los bovinos y que ese error podía poner en peligro todo el mercado nacional futuro de exportación de carne vacuna.
Quién es Mónica Müller
♦ Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1947.
♦ Trabajó durante tres décadas como directora creativa en agencias de publicidad y se graduó luego en Medicina en la Universidad de Buenos Aires. Desde entonces atiende su consultorio privado pero nunca abandonó la escritura, que junto con el dibujo fue su primera vocación.
♦ Es autora de libros como Nada es para siempre, Pandemia: virus y miedo y Sana sana: la industria de la enfermedad.
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