Patricia Aguirre: “Así como aprendemos a leer y escribir, todos deberíamos aprender a cocinar, es de supervivencia”

Es antropóloga alimentaria y en su último libro, “Devorando el planeta”, dice que nuestra forma de comer está poniendo en riesgo al mundo. Asegura que el COVID es “la pandemia más anunciada de la historia. Y que dejamos de comer antes que dejar de producir.

La antropóloga Patricia Aguirre y su libro "Devorando el Planeta".

En la casa de los Aguirre, en Parque Chacabuco primero y en Caballito después, Pipa guardaba celosamente una olla de barro para las cazuelas, una olla de hierro (heredada de su mamá) para guisos y tucos, una olla panzona de aluminio para el puchero, una paila de cobre para las mermeladas y otra ollita enlozada de asa larga para la salsa blanca. Las sartenes estaban preparadas para distinto tipo de cocciones y si alguien osaba freír un huevo en la sartén equivocada podía ser expulsado de la familia. Cuando Pipa cocinaba no había ollas de teflón y los antiadherentes donde curar una olla de hierro eran considerados un arte. Todos los Aguirre sabían hacerlo.

Patricia “Tricia” Aguirre se crió en la cocina de Pipa, su mamá. La veía cocinar “porque en esa época no había televisión”, dice hoy la doctora en Antropología, especialista en alimentación. Yolanda “Pipa” trabajaba con números y estadísticas en el Policlínico de Lanús y su esposo Hugo -el papá de Tricia- era empleado en un frigorífico nacional. También amante de la cocina, aconsejaba “jamás comer fiambre de pasta -ni salchichón, ni mortadela, ni salchicha- sino elegir los de carne o pieza entera (pastrón, jamón, paleta).

De allí salió esta mujer que se especializó en Alimentación y ahora presenta su último libro, Devorando el planeta, donde plantea cambiar la alimentación para cambiar el mundo.

“Lo que llaman ‘cocina’ es una pared con un horno, una bacha y una heladera. O sea un espacio para calentar y no cocinar”.

Patricia cursó algunos años de Medicina. Y luego se decidió por Antropología. Se doctoró en la UBA y en los años setenta trabajó en el Hospital del Niño de San Justo, La Matanza, donde conformaba redes con familias de personas alcohólicas y buscaba chicos desnutridos en los hospitales del conurbano.

Un niño desnutrido es el emergente de una familia desnutrida. Armábamos redes. Era difícil detectarlos. Luego conectábamos recursos para que esa familia tuviera la cantidad de alimentos suficiente. Eso era trabajar el caso uno por uno, como toda la medicina. Pero si tenés alguna visión social, tenés que dar el salto a la epidemiología. Si seguimos juntando margaritas llenamos el florero pero no limpiamos de flores el campo. Tenemos que trabajar con el colectivo y con las causas que generan que el problema alimentario se presente de esta manera, en este lugar. La alimentación siempre se trata de un fenómeno situado. Entonces empecé a hacer epidemiología, a investigar las causas de la caída del ingreso, del deterioro del salario y de la transformación de los consumos adecuados a los de carestía. Entré al Departamento de Nutrición del Ministerio de Salud, pensando en la gestión de políticas públicas en alimentación. Estuve en el programa PAN y después en el programa materno infantil”.

-¿Cómo le fue en política?

-Tuve el derrotero de los técnicos no partidarios dentro de la administración pública. Las nuevas gestiones me amaban los primeros seis meses porque les demostraba todo lo mal que había hecho el otro. Y me odiaban a partir de ahí, cuando les demostraba que no estaban haciendo las cosas bien. Durante el menemismo, durante años no me pasaron un papel. Nos acosaban para que renunciáramos porque “eramos radicales”, y nada que ver: éramos especialistas.

-Suena frustrante…

-Cada administración te pone en el freezer porque trae a su propia gente. La salud y la educación no le importan a ningún gobierno. La desinversión es un proceso de larga data. En los años sesenta se llegó al top de inversión e interés en salud pública, que venía desde Ramón Carillo, médico sanitarista, primer ministro de salud de la Nación, en 1946, bajo la presidencia de Perón. Luego la desinversión en salud ha sido monstruosa. Compará el presupuesto de Salud con el del Senado…

“Elegís dejar de comer antes que dejar de producir. Esta vida hay que cambiarla”.

Un jardín generoso y brillante bajo el sol asoma por el ventanal que ocupa toda la pantalla del zoom, detrás del sillón. Patricia se acomoda en los almohadones y bebe una taza de té. La antropóloga alimentaria declara: “Comemos como vivimos y nos enfermamos como comemos”. La frase es uno de los disparadores de su libro, publicado por Capital Intelectual.

Enfatiza: “Tenemos que cambiar nuestra manera de vivir y nuestra manera de comer. Y seguramente nos vamos a enfermar de otras cosas y nos vamos a morir de otras cosas. En casa tengo huerta, como sano y cocino todos los días. ¿Eso quiere decir que no me voy a morir de cáncer? ¡No! Me voy a morir de cáncer igual porque vivo en esta sociedad. Porque viajo en el transporte público al Instituto de Salud Colectiva de la Universidad Nacional de Lanús donde doy clase y voy aspirando todo el tolueno de la Avenida Hipólito Yrigoyen. No puedo ponerme una burbuja con oxígeno propio”.

Aun así, y justamente durante la pandemia, Tricia se mudó de su departamento de Caballito a esta casa a ocho kilómetros de Zárate centro. La construyó con su esposo hace treinta y cinco años como lugar de fin de semana. Cuando se decretó la cuarentena decidieron aislarse en este lugar. “Estuve seis meses sin poder ver a mi nieto. En ese tiempo también comencé a armar mi huerta. Hoy tengo dos bancales que construí a treinta centímetros de altura para cuidar mis dolores de espalda y utilizar los venenos agroecológicos que fabrico: fermento de hiedra y alcohol ajo”, cuenta y pasa la receta casera.

Pipa, su mamá, falleció el año pasado, a los 93 años: “No murió por Covid, sino de Covid. A esa edad, todo se acelera. Y, a pesar de que la visitamos todo lo que pudimos, no fue suficiente”. Tricia bebe otro sorbo de té. “Esta es la pandemia más anunciada de la historia de la medicina”, se lee en su libro y enumera las razones: “Desde mitad del siglo XX fue precedida por nueve pandemias infecciosas: poliomielitis en 1953; gripe aviar en 1958; gripe de Hong Kong en 1986; VIH-sida en 1982; síndrome respiratorio agudo grave (SRAS, por sus siglas en inglés), también transmitido por murciélagos en 2002; la gripe aviaria en 2008; la gripe porcina en 2009, el síndrome respiratorio de Medio Oriente (MERS) también causado por un coronavirus) en 2012 y la fiebre hemorrágica del Ébola (FHE) en 2014″.

“La gripe es un regalito que nos dejaron los patos hace diez mil años, cuando en el sudeste asiático se domesticaron diferentes tipos de aves”.

-El panorama parece sombrío…

-La gente dice que soy pesimista. El problema es que soy una optimista con datos que marcan una urgencia por cambiar esta forma de vivir y por lo tanto esta forma de alimentarnos. Hay que cambiar pero hay que hacerlo ya. Debemos modificar la matriz energética mundial. Pero no lo puede encarar sólo la gente, es necesario un movimiento planetario donde las personas tienen que comprometerse pero también deben cambiar las estructuras. La población empieza a consumir de otra manera y ese cambio genera presión sobre las instituciones. El cambio es simultáneo.

-¿Qué parte es responsabilidad le cabe al Estado y cuál al ciudadano?

-El Estado es la única institución capaz de poner el cascabel al gato del mercado. Y de regular para que esa producción sea amigable con el planeta: no poner en peligro la vida de los comensales ni de las otras especies. Como ciudadanos tenemos que hacer el esfuerzo de vivir y de comer diferente. Es un movimiento contracultural. Si vivís corriendo, comés rápido y mal. La industria te sirve comida preparada, los snacks en bandeja y porciones individuales. Los arquitectos diseñan departamentos sin cocinas. Lo que llaman “cocina” es una pared con un horno, una bacha y una heladera. O sea un espacio para calentar y no cocinar. Nunca más un repollo, un brócoli ni olores en el living. Y, a la vez, los ingresos son tan bajos que la gente se sobreexplota para llegar a fin de mes. No lo hace ni el Estado ni el mercado, sino uno mismo. Elegís dejar de comer antes que dejar de producir. Esa vida no es humana y hay que cambiarla.

-En India, donde está tan arraigados la meditación, la comida vegetariana y el yoga, existe muchísima desigualdad y hambre también. ¿Ni Oriente ni Occidente, entonces?

-India está tan atravesada por los valores de mercado como nosotros. Ninguna sociedad es un ladrillo compacto. En todas hay dispararidades internas. Y dentro de esas diversidades hay algunas que son hegemónicas. En Argentina, con un 93 por ciento de población urbana, el modo predominante de vida es totalmente industrial: comida preparada de gente que trabaja fuera de su casa, que su fuente de ingreso es el salario y donde el Estado tiene programas compensatorios para los que no están plenamente en el mercado. La señora del barrio carenciado que cobra un plan invierte ese dinero en productos industrializados. Sus hijos comerán el postrecito dulce (“Danonino”), aunque no tanto como los hijos de una señora que vive en Caballito y que es enfermera en un hospital público, que también comprará el mismo postrecito dulce. Una llevará más unidades y la otra menos. Una comprará de las primeras marcas y la otra de las segundas. Pero ambas le darán el postrecito industrializado: una bomba de azúcar y grasa. “Tiene micronutrientes y es lo que su niño necesita”, reza la publicidad. La publicidad malsana de la industria no busca alimentar a los niños sino vender un producto inocuo y no necesariamente saludable.

-¿Qué recursos o medios podemos controlar y cuáles no?

-Dentro de ciertos límites, podemos dominar los bienes privados. Es decir, puedo comer agroecológico y tomar agua pura, según cada capacidad de compra. Pero no se puede dominar el aire. Es un bien público y no tiene precio. ¡Por eso tenemos que cuidarlo! Si no cambian las instituciones, la sociedad y la organización del Estado seguiremos en una ciudad hiper aborrotada y hacinada.

-¿La globalización es un avance que retrocede?

-La globalización empezó por la economía y hoy tiene que ver con la cultura y la cultura alimentaria que es parte de nuestra identidad. Desarrollamos una globalización alimentaria que arrasó con los patrones alimentarios locales. En Argentina hoy es imposible conseguir un arrope de tuna, el dulce tradicional de las zonas donde hay cactus. Esa globalización nos hace comer adaptados al tipo de vida que vivimos. Pero, ni las mamás son malas, ni la industria es mala. Las mamás salieron a trabajar, tienen menos tiempo y es lógico que compren en el supermercado. Y la industria encontró un nicho del mercado vacío y lo explotó. Es una dinámica en un sistema que produce este tipo de relaciones entre sus componentes. El problema es que si lo dejamos, se incrementará. Y lo más probable es que produzca el estallido del sistema. De hecho, lo estamos viendo: el cambio climático, desertificación, contaminación extraordinaria, deterioro de la capa de ozono. ¡No dejamos nada sin deteriorar!

-Los cambios culturales y de hábitos llevan mucho tiempo. ¿Hacia dónde tenemos que apuntar?

-Así como aprendemos a leer y escribir, todos deberíamos aprender a cocinar. Son tareas de supervivencia, igual que como nos lavamos los dientes. Yo aprendí a cocinar mirando a mi madre y a mi padre. Y mi hija aprendió mirándome a mí.

-¿Carne sí o no?

-¡Carne sí! No se deben suplantar las proteínas de la carne. Somos omnívoros. Tenemos que comer vegetales, minerales y carnes, pero diversas. Y también pensar en ciudades productivas. Así como París tiene los castaños en la calle y los holandeses están haciendo huertas verticales, se pueden hacer muchas cosas si queremos y si invertimos energía, saberes y dinero para la infraestructura.

-¿Cómo sería?

Una ciudad no tiene que ser sólo consumidora. Puede tener cierto grado de autoproducción que además es muy lindo. La huerta la uso como placer, me alimento y la complemento. No puedo autoabastecerme solo con ella. En las ciudades puede pasar lo mismo. Por ejemplo, plantar frutales en los próximos árboles que sembremos en la calle. Y armar algo de huerta en los jardines de los colegios, aunque se te abichen las berenjenas y los tomates, ¡que es re común!

-¿No es un cambio muy grande?

-Cuando una especie hace la tontería de emporcar (contaminar, destruir) su medio ambiente, se extingue. Y nosotros estamos indefectiblemente ligados al planeta Tierra. Aunque haya algunas personas que piensen que podemos colonizar Marte o instalar alguna colonia en la Luna -que seguramente podremos porque la tecnología lo permite- antes tenemos que solucionar los problemas de la Tierra, lo más rápidamente posible. Y para eso, sí o sí, tenemos que comer de otra manera. Transformar la producción en suficiente y sustentable podría permitirnos alimentar a todos lo que somos y dejarles un planeta razonable a los que vendrán. Estamos matando al planeta.

-¿Lo dice por la intervención en la forestación y los hábitats naturales?

-Parece que el único sistema posible fueran las llanuras aluviales. Talamos la selva y drenamos el humedal, lago o pantano. ¡No! Los paisajes son diversos y ahí hay diversidad de vida animal y vegetal. Debemos y podemos conservar esa diversidad. No podemos tallar las montañas, plantar cuatro granos que sólo homogeneizan nuestra alimentación. Por favor, déjenos un poco de selva. Queremos ver a las mariposas y a los monos. Déjenos los humedales. Queremos oír zumbar a las abejas. Necesitamos que canten los pájaros y necesitamos que los ríos estén llenos de peces y de sapos en las orillas. No por nada Naciones Unidas lanzó la iniciativa 30/30. Es decir, dejar para el año 2030, el treinta por ciento del planeta salvaje. Esto significa resilvestrizar. Hay métodos específicos para que no tarden cien años sino veinte. Este es un planeta maravilloso y lo estamos homogeneizando.

-Volviendo a la pandemia, ¿entonces no fue causada por un virus de laboratorio?

(Niega con la cabeza). -Las pandemias tienen “bases alimentarias”. Las pandemias infectocontagiosas que nos acosan desde hace milenios, son zoonosis, y ésta también. Un vibrión-un tipo de bacteria- pudo haberlo hecho. Y sí, lo hace porque las condiciones del huésped o del medio son nefastas para nosotros pero muy favorable para el bichito y porque el bichito estaba, vivía, evolucionaba y se adaptaba hasta que de repente el ecosistema le desapareció y lo pusieron en otros contextos. Y bueno, el bicho saltó a otra especie que le brindaba una posibilidad de seguir viviendo, adaptándose y evolucionando. Y lo que era un patógeno de un murciélago se transformó en un patógeno humano. Se transformó porque encontró condiciones adecuadas. Saltó la barrera de las especies porque la foresta donde vivía ese pobre murciélago ya no existe. Lo mismo pasó con otros tantos patógenos.

Sin dejar de producir. Formas de comer contemporáneas. (Getty Images)

-¿Por ejemplo?

-Cuando los europeos llegaron a América, África y al sudeste asiático y comenzó la gran expansión europea por el planeta, ellos vinieron con sus patógenos. Y se encontraron con los patógenos de las zonas a las que arribaban. Entonces, de ese contacto, surgió un intercambio de patógenos donde los que estuvieron en contacto con ese patógeno durante miles de años tuvieron defensas o resistencia, y sobrevivieron mejor. Pero los que nunca habían estado en contacto, fueron susceptibles y cayeron como moscas, sin defensas para ese patógeno. Los indios americanos no resistieron la gripe. ¿Cómo surgió la gripe?

-¿Cómo?

-Es un regalito que nos dejaron los patos hace diez mil años, cuando en el sudeste asiático se domesticaron diferentes tipos de aves. Ese patógeno, que estaba en las aves migratorias, saltó por el contacto estrecho de los humanos que los alimentaban y les retorcían el cogote para hacer pato a la naranja. Pues bien, saltó a los humanos y empezamos a toser y a estornudar. En diez mil años esa gente del corredor de la ruta de la seda que tenía esa relación cercana con ese patógono desarrolló cierto grado de resistencia. Asia y Eruopa conformaban un solo corredor. El problema fue en América o Africa, que son diferentes latitudes.

-¿Colón trajo la gripe a América?

-Exacto. Vino con sus patógenos en el agua, en la ropa y en los pulmones de la gente que lo acompañaba. Empezaron a toser y a contagiar sin querer. Se vieron, se respiraron sin barbijo y los aerosoles de unos pasaron a los otros.

Llevamos más de hora y media de charla. Tricia tiene que ir a preparar la clase. Antes de cortar, y elogiando las vistas de su jardín, cuenta que los zapallos ancos son su orgullo, que crecen vertical y cuelgan de cabitos muy fuertes. También que para el año que viene espera sembrar maíz que le den choclos. En ese refugio también armó --y mudó durante la pandemia-- su laboratorio de micropropagación de orquídeas in vitro. Tricia lo comenzó en los años 90 cuando hizo un posgrado de micropropagación in vitro de tejidos vegetales, y hoy declara feliz contar con 403 especies tanto en su orquideario como en su laboratorio. Algunos de sus afortunados compañeros en la Universidad de Lanús reciben como regalo esas bellas plantas que requieren toda la atención y cuidado y que crecen airosas bajo la mirada dedicada y atenta de Tricia en Zárate.

Quién es Patricia Aguirre

♦ Es Doctora en Antropología por la UBA.

♦ Después de 30 años en la gestión de Programas Alimentarios en el Ministerio de Salud de la Nación, ocho investigaciones y consultorías en FAO, OMS y UNICEF, hoy se desempeña exclusivamente como Investigadora y Docente del ISCO (Instituto de Salud Colectiva de la UNLA) donde coordina el PANES (Programa de Antropología Alimentación, Epidemiología y Sociedad) que analiza la sinergia entre sistemas alimentarios, sistemas económico-políticos y epidemiología.

♦ Es docente de posgrado en universidades argentinas y extranjeras.

♦ Es autora de los libros Ricos Flacos, Gordos Pobres: La Alimentación en Crisis (2004), Estrategias de Consumo. Qué Comen los argentinos que comen (2006), Una Historia Social de la Comida (2017) y Devorando el Planeta (2022) .

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