Como un animal al borde de la deshidratación que se sumerge en el río, Juan Aiub llega a la poesía por su padre. Primero a leerla, después escribirla. Su padre se llamaba Carlos Aiub: era, además de geólogo, poeta. La dictadura militar lo secuestró el 10 junio de 1977 y nunca más se supo nada de él. A su madre, Beatriz Ronco, licenciada en Ciencias de la Educación, la secuestraron un día antes, el 9 de junio de 1977. No sabe dónde estuvieron detenidos ni qué pasó con ellos. Nada. En la literatura encontró algo nuevo, una especie de piedra extraña, un talismán insólito: la posibilidad de “narrar aquello que todavía genera preguntas”.
La editorial platense EME acaba de publicar su primera novela, Los mundos que perdimos, la historia de Manuel y Victoria. “La narrativa es la continuidad de nuestras obsesiones por otros medios“, cuenta del otro lado del teléfono. “Pasar de la poesía a la novela fue algo natural. Muchas cosas que terminan dándole forma a la novela fueron antes poemas. No fue un salto, sino una metamorfosis”. Manuel sabe que es adoptado, pero no hijo de desaparecidos; revistando la figura de su padre adoptivo tras su repentina muerte aparece el dilema de la identidad. A Victoria le pasa algo similar pero su relación con el tema es mucho más intensa, más desaforada.
Emiliano Guido es periodista de política internacional pero en algún momento decidió naufragar en la literatura, ya no como lector, sino como escritor. Estaba en el taller literario de Hernán Vanoli cuando empezó a hacer algunos bosquejos autobiográficos del pasaje de la infancia a la adultez, su crianza en Bahía Blanca, una ciudad hostil de silencios y complicidades. Tenía diez años cuando sus abuelos le dijeron que era hijo de desaparecidos. Lidió con eso y, ya en La Plata, cuando se mudó luego de terminar el secundario, comenzó a militar en la agrupación HIJOS.
“Sentía que tenía momentos muy ricos, muy llamativos, muy interesantes para narrar, sobre todo de la militancia en HIJOS. En el taller entregué una saga de capítulos en torno a eso y no me quedó otro camino que seguir para adelante. Me entusiasmé y me dejé llevar. Hernán me supo guiar en la jungla de recuerdos y terminó saliendo esta novela”. Hace apenas unos días, finalmente, editada por Azul Francia, se publicó su primera novela: Treinta mil veces te quiero. “Las caras de los desaparecidos bajaban como cascadas desde los pisos superiores de la facultad, Me quedaba atónito mirando esas fotos”, se lee.
“A mitad de camino me di cuenta que era una novela sobre la militancia en los noventa y la discusión política en torno a los setenta. También hubo un esfuerzo para darle un corpus literario a la historia, moldear a los personajes. Empezó todo más como un impulso pero después tuve la paciencia de contar una historia”, cuenta arriba de un colectivo, en diálogo con Indobae Cultura. Otro fragmento: “Muchos de nosotros militábamos en la organización Quebracho, otros en el Partido de los Trabajadores por el Socialismo (...) Otros, los troskos de HIJOS, batían el parche con la huelga general (...) Más en llamas no podíamos estar. Queríamos romper todo”.
En materia de literatura de Derechos Humanos —dicho así, como una etiqueta, como una especie de subgénero de literatura política argentina, como una carpeta llena de archivos, como una biblioteca específica—, el nombre de Félix Bruzzone es clave. El libro de cuentos 76, que acaba de volverse a editar por Penguin Random House, fue publicado en 2007 por el sello hoy extinto Tamarisco. Y al año siguiente, una novela, Los topos. Ambos libros abordan el universo de la dictadura, de sus secuelas, los ecos de la muerte, el dolor y la confusión de los hijos de desaparecidos, desde una perspectiva hasta ese momento poco explorada.
Hoy relee 76 y se vuelve a encontrar “con un montón de cosas que tenía olvidadas. Me costó mucho trabajo escribirlo. Me sirvió también para entender qué cosas había abandonado en esa escritura. Lo leí con cierta nostalgia porque no creo que ahora pueda volver a escribir así, de esa forma, y es lindo saber que en ese momento pude”. “Son cuentos que venían de una especie de duelo”, dice. Antes había escrito una novela que nunca llegó a publicar, que no lo logró y que finalmente decidió no hacerlo. Entonces volvió a la escritura con otra postura: hacer “textos más cortitos, más en forma de piezas, y hacerlos muy de a poco”.
Más allá del testimonio
“Empecé editando poetas silenciados por la dictadura. Ahí publiqué un libro de poesía” cuenta Aiub que, además, es Ingeniero químico. “Desde hace diez años que daba vueltas alrededor de un montón de textos que eran fundamentalmente autobiográficos y que nunca terminaban de cerrar. Y en esa búsqueda entendí que me tenía que correr de lo autobiográfico e indagar en la ficción, correrme del testimonio y laburar fuera de sus límites. El testimonio, esa forma de expresión política, de denuncia, es algo que tuvieron al frente a las Madres y las Abuelas, y que después nos tocará a nosotros, a los Hijos, aunque ya nos viene tocando desde hace rato”.
“El testimonio es un lugar casi irrenunciable, pero en algún punto se agota como forma literaria. Ahí es donde hay que buscar nuevas formas para narrar aquello que todavía genera preguntas. Ante ese testimonio explícito, lleno de pruebas y evidencia, contarlo con nuevas formas de literatura”, agrega. En Los mundos que perdimos se lee: “Los hijos siempre vuelven a pagar o cobrar deudas de sangre, aunque aguarden en silencio que partan sus mayores proveedores de daño, sosteniendo la esperanza de que al menos dejen algo valioso de herencia”.
De 76 y Los topos se hicieron muchas lecturas. Beatriz Sarlo escribió que por primera vez eran textos que no estaban “obstaculizados por la lengua codificada por la ideología”, que uno puede ingresar ahí con cierta liviandad, sin el peso de la solemnidad, del respeto excesivo por un tema tan delicado. Bruzzone ve en esa lectura una disputa contra “cierta literatura militante que subraya la injusticia que significó el terrorismo de Estado o la dictadura en general, esa voluntad de separar las aguas entre los buenos y los malos, etcétera”, pero para él, “en la literatura en general, lo menos sorprendente sería que se alejara de los obstáculos ideológicos”.
“Es sorprendente que eso se detecte como característica central porque eso es lo que debería tener siempre un texto literario. Yo ni me lo planteé, estaba escribiendo literatura. Vengo de Letras, entendí de alguna manera qué es la literatura, entonces difícilmente hubiera podido hacer un texto literario militante. Lo que sí entiendo es que mi forma de escribir es un poco más abierta de lo esperable, con diferentes niveles de interpretación. ¿Fue algo que busqué? Sí, pero en la medida que lo busco en cualquier texto literario. No pensaba en el tema, sino en la historia. Los temas estaban por debajo y fluían. Nunca pienso en qué tema estoy tratando en un relato”.
Emiliano Guido recuerda algunas escenas puntuales: “Cuando empecé a militar escuchaba a Hebe [de Bonafini] y sentía que brillaba. Ahí me quedó un estímulo literario porque las Madres eran muy potentes a la hora de hablar. Pero también me parecía, por momentos, que la literatura de Derechos Humanos era solmene; justificadamente, porque hay mucho dolor. Entonces yo quería sentirme más cómo y hacer algo que no sea ni solemne ni irónico. Esos fueron dos comodines que no quería: ni la solemnidad del discurso político ni revisitar mis épocas de juventud de la ironía. Hacerlo con cariño: pensar cómo éramos en esos años”.
La discusión política por otros medios
Literatura y política son dos cosa distintas pero siempre hay una ligazón rara. “La literatura puede esconder siempre una tesis política”, dice Emiliano Guido. “En el subsuelo de la trama siempre hay una mirada del mundo. Pero si me metí en la literatura es porque me gusta el lenguaje y quería explorar nuevas maneras de contar lo mismo. ¿Viste que en Twitter se usa mucho el chiste de las banderas rojas, ‘esto es red flag’ y esas cosas? Bueno, muchas veces en el discurso político hay mucha red flag: no te escucha nadie. Y la literatura va por otro lado. Eso me parece piola, quería indagar ahí”.
“La historia y el periodismo —sostiene Félix Bruzzone—, que tienen que trabajar más sobre hechos, están obligados a referirse al tema, y muchas veces a juzgar, pero en el caso de la literatura no: los hechos son un material más, como puede ser una metáfora, un personaje ficcional, una palabra que a uno le gustó. Materiales que están ahí para ser deformados. No hay ninguna obligación de serle fiel a los hechos. En ese sentido pueden ofrecer a la sensibilidad para quienes luego van a construir una memoria o para quienes van a militar, pueden mover la sensibilidad de esos sujetos, yo también soy uno de esos sujetos, y al mismo tiempo soy escritor”.
La literatura, sostiene, “no hace un aporte directo, sino tangencial, poco tangible. Por eso no creo que la literatura puede hacer algún aporte a la memoria. La literatura siempre es más bien un testimonio y como tal es algo que sucede en este momento. Puede incorporar recuerdos o cosas del pasado pero nunca va a ser algo que aporte a una memoria en términos de algo completo, estructurante. Al menos en esos términos: no va a dar sentido de nada. da, más bien, un punto de vista”. ¿Y ahora? ¿Puede contrarrestar el embate, muchas veces en medios de primera línea, de primera plana, de discursos reaccionarios? Bruzzone dice que no.
“Todo discurso reaccionario, la política reaccionaria —continúa—, va a tener su contrapeso con un discurso progresista y una política progresista, no con la literatura. La literatura en todo caso puede tocar cierta sensibilidad, producirla, sensibilizar de cierta manera, y eso, leído por quien sea, puede llegar a modificar alguna conducta, pero es siempre una intervención muy tangencial y desde lo minoritario. La literatura es un arte minoritario. En ese sentido no compite, no entra en esa discusión, salvo que el escritor se ponga a hacer política, pero me parece que ahí deja de ser escritor, pasa a ser otra cosa, un político, un militante”.
Hay algo extraliterario que marca Guido: “Los escritores tienen que jugar en la suya, pero también intervenir. En ese sentido, me gustan mucho Camila Sosa Villada, Martín Kohan, en su momento Carlos Busqued, el propio Hernán Vanoli. A veces los escritores tienen que ser un poco hoscos, hostiles, rudimentarios. No me considero un escritor, pero me gusta cuando los escritores entran a lo David Viñas a barrer un poco. Pero en general no abundan estas posturas. A los referentes de la literatura los encuentro con muchas ganas de ser simpáticos, amables. No querrán perder lectores, no sé por dónde viene la mano”.
Cuando Jaun Aiub tenía veinte años, cuando empezó a militar, a reconstruir la historia de sus padres, la obsesión era leer todo el material político que se pudiera. “Si no leímos todo pensábamos que estábamos perdiendo información valiosa”, recuerda. “Eso llegó a un punto de saturación. Ahí se vuelve a la literatura universal, a los clásicos, a Borges, a Cortázar. Hoy, a los 45, te diría que estoy mucho más alimentado de esa biblioteca que de la biblioteca política. Y mis búsquedas en la escritura son mucho más literarias que políticas, si es que existe la posibilidad de escindirlas, lo cual llevaría una discusión interesante”.
“Pero la literatura, aunque difícilmente llegue a tener la potencia de algunas formas hegemónicas, es una herramienta más de la cultura”, dice Aiub. “Y más los que nos movemos en los márgenes, en las editoriales independientes, que inclusive contrarrestan al gran mercado editorial que de alguna forma hizo que esa concentración de ciertos discursos de odio hayan llegado ahí. Pero es importante no descartar la literatura como una forma de incidencia en la cultura. No tengo expectativas de que sea el arma más potente, ahí hay escepticismo, pero creo que no debe haber un renunciamiento a eso jamás”.
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