Era un deseo personal, había madurado con ella, el tiempo había hecho de todo menos disiparlo. No estaba atado a una situación económica particular, tampoco a un gobierno, y así se lo hizo saber Soledad Barraza a su novio en 2015, apenas se conocieron: “En algún momento de mi vida yo quiero vivir en otro país. Si vos querés venir, genial”.
De lo que Soledad había construido en su imaginación a lo que terminó pasando cuando emigró con él a España, sin embargo, hubo un abismo de diferencia. Tanto en los aspectos positivos, que atravesaron profundamente su “quién soy” y su “quiénes somos como pareja”, pero también en los lados grises.
Es que pasó lo que pasa en muchas historias pero Instagram no muestra: el estrés se disparó en la previa del viaje, bastante antes de dejar la Argentina. Y con la distancia, la soledad y muy especialmente con las circunstancias inesperadas, no hizo más que acumularse.
¿El resultado? Lo dice ella misma mientras conversa con Infobae: “Vivía a 3 minutos de la playa y me quería morir igual”.
Nos vamos
Soledad Barraza tiene 36 años, es kinesióloga y osteópata y vive en Rosario, Santa Fe. Llevaba cuatro años en pareja cuando entendió que aquel deseo personal de vivir en otro país había mutado en otra cosa que se veía más amable: emigrar en pareja.
Juntos encontraron una zanahoria perfecta: viajar a España para que ella terminara el posgrado de osteopatía. La escuela tenía sedes por todo el país europeo, los dos tenían papeles, encima se hablaba el mismo idioma. Él trabajaba como administrativo contable, estaba para renunciar a su trabajo en Rosario y en España podía ver qué conseguía con toda su experiencia.
Pensaron un lugar con clima cálido, playa. Eligieron Málaga, una delicia. ¿Después? El plan era ir a Nueva Zelanda, “a conocer, a trabajar de lo que sea”, cuenta ella, y hace una mueca: el plan, ese se suponía que era el plan.
“Pero cuatro meses antes de irnos a España mi novio se rompió los ligamentos cruzados de la rodilla y los meniscos jugando al fútbol. No tenía más opción que operarse y arrancar una larga rehabilitación”, recuerda.
“Había que vender cosas, hacer trámites, papeles, buscar trabajo afuera, hacer una mudanza a otro país, y él no podía ni pararse. Así que todo el estrés que fui cargando arrancó en ese momento, mucho antes de salir”.
Hubo algo más que empañó la previa, algo que todavía hoy la hace llorar cuando lo recuerda. Tenían dos gatas a las que amaban, para emigrar tenían que darlas en adopción, nadie en la familia podía quedárselas.
Soledad se embarcó también en eso “pero cuando apareció una persona que realmente estaba interesada en la adopción yo me puse a llorar mal por teléfono, no podía. La llamé a mi hermana y le dije ‘por favor, quédatelas vos, no las puedo dar’. Sentía una culpa horrible”.
La culpa estaba inflada por el ruido que venía de afuera: “Yo había posteado en mis redes que buscaba una familia para que las adoptara y los protectores de animales me empezaron a escribir ‘ojalá que se te caiga el avión’, ‘hija de puta’, ‘mala madre’, ‘¿cómo vas a hacer eso?’. Me decían ‘llévatelas’, y nosotros no sabíamos ni a dónde íbamos a vivir, no teníamos casa, me iba con mi novio medio maltrecho, no era una posibilidad”.
Durante esa previa caótica, Soledad postuló y consiguió trabajo como kinesióloga en una clínica de una ciudad pequeñita llamada Vélez-Málaga, en Andalucía. Fue en un pueblo con mar, como dice Sabina. Encima sobre el mar Mediterráneo.
No podía pedir más. Y allá se fueron, sin conocer a nadie.
“Lo bueno existió, no es que no. El clima era cálido, como queríamos, tuvimos los papeles de un día para el otro, y como era un pueblo todo era más flexible. De hecho, yo pude trabajar de osteópata aunque no tenía homologado el título todavía”.
Pero su novio consiguió trabajo como camarero los fines de semana y de noche, así que rara vez se veían.
“Cuando él buscaba laburo de administrativo contable, allá le decían ‘sí, vení’, pero iba y era para acomodar fruta en un galpón. Uno pensaba ‘¿pero me tomaste tres entrevistas en inglés para acomodar frutas?’”.
Tampoco ella se sentía del todo cómoda en su trabajo. “Al principio tuve un jefe que me maltrataba, me echaba la culpa de todo. Yo no sabía si era así en todos lados, si era así la idiosincrasia laboral, o si era que este hombre estaba re loco. Yo pensaba ‘soy kinesióloga hace tantos años, estoy por terminar un posgrado ¿tan mal puedo estar haciendo las cosas?’. Todo el tiempo me hacían sentir que me estaban haciendo un favor dándome trabajo”.
Después vino la pandemia y quedaron encerrados como todos, pero lejos. “La soledad, esa otra soledad sin poder volver, fue durísima”, sigue.
En diciembre de 2020 cuando viajar ya era un poco más seguro volvieron a Rosario de visita.
Volver
Fue en ese momento donde sucedió el otro punto de quiebre: a su pareja, que había dejado su trabajo de camarero en Málaga tratando de buscar otro mejor, le ofrecieron trabajo en Rosario durante la visita.
Estaba desempleado así que decidió quedarse.
Ella también sintió alivio durante la visita a la Argentina: “A pesar de la inseguridad de Rosario, los narcos y demás, sentí en el cuerpo que estaba segura. Una sensación…de estar en mi lugar. Es una sensación física difícil de explicar, como el cuerpo a salvo, relajada”.
¿Por qué, si había emigrado a un país de los “fáciles”? “En España me tenía que cuidar hasta de las palabras que usaba. Si le decía a un paciente ‘levanta la cola’, cola le dicen al pene, imaginate. Tenía que decirles ‘levanta el culo’ o ‘levanta el culete’. Todo el tiempo tenía que pensar todo lo que iba a decir y cómo, a pesar de que es el mismo idioma. Ese es otro desgaste”.
A pesar de esas sensaciones físicas, Soledad decidió volver a Málaga. Su pareja se quedó en Rosario.
“Yo no quería cerrar así, tan abruptamente. Nuestras cosas habían quedado allá, yo quería volver a Málaga, tenía los consultorios, la gente que me había dado trabajo, capaz que pasaba la pandemia y las cosas se acomodaban finalmente. Acordate que el plan era irnos a Nueva Zelanda”.
Fue otro estresazo que nadie terminó de dimensionar, porque siguieron siendo pareja pero se separaron.
“Fue una separación física y de repente yo me encontré completamente sola en un pueblo muy chico, con poca conexión de servicios públicos incluso para viajar al centro. Estaba rodeada de montañas, del Mediterráneo, pero muy sola. No tenía gente con la que pasar un rato, no me interesaba tampoco, a nivel cultural no había nada. Iba a trabajar, hacía ejercicio, iba a tomar sol, pero estaba en la playa y me quería morir igual”.
La salud
Soledad tuvo los primeros síntomas del impacto del estrés en su salud antes de emigrar, sólo que en aquel momento no ató los cabos.
“Cuando arranqué con la mudanza sola en Rosario, ahí empezó a acumularse. Se ve que aguanté y cuando llegamos a España, pasé la primera semana de trabajo y el fin de semana me quedé directamente sin voz”, recuerda.
Fueron dos años y medio fuera del país en los que los síntomas armaron una orquesta, la orquesta pedía a gritos que alguien los escuchara.
“Tuve infecciones urinarias, infecciones en la piel y edemas en las piernas: me tenía que meter en la ducha con agua fría para que se me fuera el dolor. Jamás me había pasado eso”, cuenta.
“Tenía mucha fatiga mental y física, en un momento no podía atender dos pacientes seguidos que me tenía que tirar a descansar. Me sentía destruida, si manejaba tenía que abrir la ventanilla del auto para que me diera un poco de aire en la cara porque me quedaba dormida manejando”.
Se sumaron el insomnio, el estreñimiento, los olvidos. “No podía recordar ni un número de teléfono”.
¿Se lo contaba a alguien? “No mucho, la verdad. Estaba lejos de mi familia, no los quería preocupar. Además sentía culpa: ‘Estoy en un lugar hermoso y no lo estoy disfrutando’, encima sentía la exigencia de rendir bien lo que había ido a estudiar, pensaba ‘todo el mundo está esperando que me reciba, para eso vine’. Pero estudiaba y no me acordaba ni un párrafo”.
Cuando Soledad ató los cabos y entendió que necesitaba ayuda profesional, la encontró enseguida. Fue un profesor de osteopatía quién detectó que tenía una disfunción del sistema nervioso autónomo producto del estrés acumulado.
Soledad empezó a trabajar con respiraciones, a hacer ejercicios específicos y a exponer el cuerpo al agua fría para desinflamar las piernas.
En octubre de 2021, decidió volver a Rosario: no porque se sentía mal, volvió cuando ya se sentía bien. Había terminado el posgrado, se había recibido.
La Soledad que volvió, sin embargo, no era la misma que había emigrado. “Fue duro pero aprendí un montón y me hice mucho más fuerte”, contrarresta ella.
Por un lado, en lo profesional, porque haber experimentado esa disfunción de su propio cuerpo producto del estrés hizo que Soledad cambiara el rumbo de su trabajo.
Hoy, de hecho, se dedica a trabajar con las alteraciones del cuerpo producto de las emociones. “¿Qué le pasa al sistema nervioso durante un duelo? ¿Qué emoción puede haber detrás de un dolor que se vuelve un dolor crónico?”, son las preguntas que ahora se hace.
Por otro, en su relación de pareja, porque la volvió mucho más saludable: “Me cambió bastante mi relación con mi novio. Esto de maternarlo, ¿viste esto que nos pasa a las mujeres que siempre estamos cuidando? Cuando él eligió quedarse y yo irme a España otra vez aprendí a no sentir culpa, ese ‘yo me voy y te dejo solo’, que muchas veces hace que las mujeres no hagamos lo que queremos. Emigrar me enseñó también eso: a tener independencia aún estando en pareja”.