“Nada, ni la guerra, ni una plaga, ni la viruela, ni ninguna otra enfermedad, nada es tan dañino ni tan desastroso para la humanidad como el pernicioso hábito de la masturbación” llegó a sostener el Doctor Kellogg. Estaba convencido de que la masturbación provocaba daño físico, psíquico y moral. Le atribuía (importante) incidencia en ¡TREINTA Y NUEVE! enfermedades y/o sintomas e inconvenientes para el cuerpo. Esa solitaria práctica sexual era causante de, entre otras muchas cosas de: enfermedades urinarias, cáncer de útero, cáncer de próstata, acné, impotencia, epilepsia, pérdida de visión, anemia, problemas cardíacos y varias complicaciones más. El Doctor, contrariamente al lugar común que se instaló a mediados del Siglo XX, al menos no llegó a incluir lo de la capilaridad de las manos.
Hace 170 años nacía John Harvey Kellogg, en el estado de Nueva York. Siendo muy chico su familia se mudó a Battle Creek, Michigan. Allí su padre se puso a fabricar escobas. Le fue bien y pudo enviar a sus hijos a estudiar a la universidad. Kellogg se recibió de médico a los 23 años. A partir de ese momento se dedicó a su profesión con perseverancia y casi manía: trabajaba 16 horas diarias. En un tiempo en el que los avances científicos eran lentos y en el que los tratamientos médicos se asemejaban a ritos de pseudo religiones o a la puesta en marcha de supersticiones, sus métodos eran poco convencionales aún en ese contexto.
A fines del siglo XIX, en Michigan, el doctor Kellogg fue puesto a cargo de una clínica que pertenecía a la Iglesia Adventista del Séptimo Día. Además de su enorme capacidad de trabajo, se destacaba por su inquietud intelectual y una descomunal rigidez dogmática. Achacaba gran parte de los problemas de salud de las personas a problemas sexuales. Se debe aclarar que la sola pulsión sexual para él ya era un problema. Y uno de los más grandes. Su vida fue un combate contra los deseos sexuales (ajenos). Y dentro de ese batalla, una de sus muchas armas, la más famosa y perdurable (tal vez la más inocua también) hayan sido los corn flakes.
El origen de los elementos que acompañan la vida cotidiana en ocasiones tiene un origen impensado. Los Corn Flakes, los copos de maíz, que desde Estados Unidos se esparcieron por el resto del mundo y se convirtieron en habitantes de los desayunos diarios, nacieron como parte de un plan médico y nutricional hace más de 120 años. El plan estaba destinado a gozar de una vida sana. Y uno de los principales preceptos que el Dr John Harvey Kellogg pregonaba era el de la abstinencia sexual. Pero dentro de las prácticas sexuales que condenaba (y aborrecía) la de peor rango para él era la masturbación. Consideraba que era, comparado a las relaciones con otra persona, doblemente aberrante. Así fue como Kellogg fue desarrollando varios sistemas y hasta dietas para erradicarla.
El descubrimiento del cereal, como paliativo de la masturbación o al menos como complemento para una vida sana, fue accidental. Una tarde los hermanos Kellogg cocinaban cereales para servir en las dietas balanceadas que le daban a sus pacientes pero alguien los llamó antes de que terminaran; una tarea urgente los requirió. Al volver a lo que habían cocinado lo encontraron seco y pasado del punto que deseaban. Se había convertido en una especie de larga y delgada placa que no estaban dispuestos a desperdiciar: al fin y al cabo impulsaban el ascetismo en todas sus formas. La cortaron en pequeños trozos y la sirvieron en el siguiente desayuno. Al principio lo llamaron granula. Tiempo después, tras un reclamo por los derechos del nombre lo modificaron a granola. A partir de ese momento intentaron repetir la fórmula accidental con todo tipo de cereales, arroces y combinaciones de ambos.
Había nacido una industria.
John Harvey Kellogg predicaba otras cosas que constituían una gran novedad en su tiempo (y varias décadas después) que aún mantienen vigencia. En su modelo de vida sólo había lugar para la alimentación moderada y sana. Era vegetariano. Repudiaba el consumo de carne. Creía que los rayos solares contaban con propiedades curativas y confiaba en la actividad física.
Su clínica de lujo tenía una práctica que era la central, la verdadera vedette del tratamiento. Los enemas. Los pacientes se sometían a exhaustivos y persistentes lavajes de sus sistemas digestivos. Decenas de litros de agua que eran introducidos para luego ser expulsados. Un método algo salvaje pero purificador. Kelloggs arrasaba con todo lo pasado. Luego, medio litro de yogur divido en mitades ingresaba al cuerpo. Por vía oral y por vía anal para recrear la flora intestinal.
La comida era una parte primordial de su tratamiento. Y si en la actualidad se habla de alimentos afrodisíacos, nuestro doctor había elaborado una dieta con alimentos anafrodisíacos o antiafrodisíacos, aunque entre ellos incluyera a la nuez hoy considerado como un aliciente del deseo sexual. Para Kellogg el equilibrio y la contención comenzaban desde la comida. Cuánto menos sabor tuviera la comida, cuánto menos elaboración requiriera, más sana era. El picante era un producto pecaminoso en su régimen. Era la representación de todo lo que él aborrecía, el antónimo de la moderación.
Comer poco, sostenía Kellogg, disminuía el apetito sexual. Una dieta sana y escasa. Sólo dos comidas al día. La frugalidad como norma. Kellogg no llegó a conocer a Roberto Fontanarrosa y su cuento -tal vez su mejor cuento- El Mundo ha vivido equivocado en que dos amigos conversan sobre cómo sería su día perfecto. Y ambos coinciden en que en la salida con la mujer soñada primero tenía lugar el sexo y luego una gran comilona; para ellos era imposible pasarla bien en la cama con la panza muy llena.
No es sorprendente que en su estilo de vida y en el estricto régimen de la clínica estuvieran absolutamente vedados el alcohol y el cigarrillo. En eso el doctor también fue un precursor.
El clímax sexual, el orgasmo, era para Kellogg el causante de crisis nerviosas y del debilitamiento permanente de las principales facultades de ser humano. Él no fue el inventor de estas teorías. Sólo un seguidor -y principal propagador- de aquellas que sostenían que en las mujeres primaba un natural desinterés sexual, y que la energía masculina era finita, por lo que cada efusión sexual (mucho más si se trataba del “vicio privado”) significaba una merma irrecuperable de ella.
Debe consignarse que su ataque a la masturbación no se reducía a prescribir una dieta rigurosa, estar unas horas al sol y calistenia. Proponía procedimientos más peligrosos y hasta aberrantes. Inducía a la circuncisión a cualquier edad y siempre practicada sin anestesia (con lo que excluiría a todo el judaísmo masculino de este hábito) para que el recuerdo del dolor permaneciera en el circundado, poner un hilo de metal alrededor del prepucio del joven potencialmente masturbador para irritar la zona y quitarle las ganas, o directamente quemar con un ácido (fenol) el clítoris para que las mujeres perdieran sensibilidad y sintieran dolor. Propugnaba, en definitiva, la mutilación de los órganos sexuales.
La masturbación, afirmaba, provocaba muertes. Sería en ese caso un suicidio: literalmente muerte por la propia mano.
No se puede decir que al doctor Kellogg le faltara convicción o que no fue consecuente con su prédica. Se supone que toda su vida se mantuvo célibe. Se casó con Ella Ervilla Eaton, con la cual convivió (en habitaciones separadas) durante décadas. Pero su matrimonio no se consumó jamás. Durante la luna de miel la pareja se dedicó a escribir un libro sobre vida sexual que con el correr de los años fueron actualizando y engrosando; llegó a tener 800 páginas. El libro, Plain Facts for Old and Young: Embracing the Natural History and Hygiene of Organic Life, era, naturalmente, en contra del sexo. Condenaba cualquier tipo de actividad sexual.
Los Kellogg criaron 42 chicos como si fueran sus hijos, siete de los cuales adoptaron legalmente.
El doctor también era defensor de la eugenesia, sostenía la inferioridad de las personas de raza negra y hablaba de la superioridad “europea”. También discriminaba a los orientales. En sus escritos alertaba sobre “el peligro amarillo”, tal como lo llamaba.
El escritor inglés T. Coraghessan Boyle pintó este mundo en una buena novela satírica El balneario de Battle Creek que fue llevada al cine por Alan Parker con Anthony Hopkins en el papel principal.
Allí están reflejadas la vida cotidiana en Battle Creek, los métodos, las tensiones, la personalidad reconcentrada de Kellogg y sus métodos. La clínica era una mezcla de hospital, de sofisticado spa de la época y hotel cinco estrellas. Las personalidades más relevantes de su tiempo se trataron allí. El presidente norteamericano William Taft, Roald Amundsen, Amelia Earhart, Johnny Weissmuller, Thoma Edison, Henry Ford y George Bernard Shaw, entre otros. Kellogg también atendía a quienes no tenían recursos y requerían de sus servicios.
La historia de los cereales no estaría completa si no habláramos de Will Kellogg, el hermano de John Harvey. Los dos pusieron en marcha el negocio para comercializar ese descubrimiento casual que habían realizado en Battle Creek. Todo marchaba sobre ruedas. La fabricación y venta de los cereales era un gran éxito. Pero Will quería probar variantes. Sentía que a su producto le faltaba algo para ser realmente masivo. Y le propuso a su hermano agregarles azúcar. John Harvey tomó la sugerencia como un anatema. No hubo argumento que lo convenciera. El azúcar podía incorporar un elemento placentero que atentara contra el ascetismo de su creación. Le iba a dar más sabor, provocar una satisfacción en las papilas gustativas que seguramente ejercería como mal ejemplo para el resto del cuerpo. No hubo manera de convencerlo. A Will no le quedó otra solución que separarse de su hermano y encarar solo el emprendimiento. No se le ocurría el nombre con el que bautizar a sus cereales azucarados y a la flamante empresa. Acudió a lo que tenía más a mano, su apellido. Así los cereales Kellogg en poco tiempo pasaron a dominar el mercado. Will se convirtió en millonario en poco tiempo. Los hábitos sexuales de sus consumidores no le interesaron en lo más mínimo.
Una posible manera de contar la historia de la ciencia. A través del error. Hallazgos que no se preveían, salirse por fuera de lo previsto, descubrir nuevas posibilidades, más amplias, o directamente distintas a las que se pretendían en el punto de partida. Pero para que eso suceda debe haber una actitud alerta, de búsqueda. Una predisposición a dejarse sorprender, no a ver sólo lo que se espera. Así avanzó la medicina. En esos años las comunicaciones eran muy precarias, los medios de investigación también. Las muestras eran escasas: los pacientes que pudiera ver un doctor. Los avances y descubrimientos se producían por una extraña combinación de estudio, dedicación, intuición, azar, capacidad de observación y un sistema de valores en el que imperaba la pasión por la verdad por sobre las creencias religiosas.
El doctor Kellogg tenía varias de estas virtudes pero sus creencias religiosas dominaban su ideario y eran más fuertes que su pasión científica. Nada que colisionara con el imperativo de la abstinencia sexual entraría en su sistema curativo.
Sus métodos debían anidar alguna virtud. John Harvey Kellogg, paciente consecuente de su propio método, tal vez el mejor alumno que tuvo, vivió, en épocas de muertes prematuras y de entrada en la vejez a los 50 años, hasta los 92.
Una versión de este artículo se publicó el 14 de diciembre de 2019
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