Se excedió en su astucia, se pasó de vivo. Y lo asesinaron. Más que eso, lo desvanecieron en el aire. Nunca más lo vio persona alguna, su cadáver jamás fue hallado, todo lo que quedó de Jimmy Hoffa, el sindicalista más poderoso de la historia de Estados Unidos, fue su Buick marrón, con la puerta abierta, a la vera del sencillo y recatado restaurante “Machus Red Fox”, de Bloomfield, Detroit.
Allí, el 30 de julio de 1975, hace cuarenta y seis años, Hoffa debió reunirse con dos mafiosos amigos, o acaso enemigos: Anthony “Tony Jack” Galone, de las “familias” de Detroit, y Anthony “Tony Pro” Provenzano, de las “familias” de New York. Los dos “Tony” negaron siempre haber planeado una reunión con él y demostraron que no estaban en Detroit aquel día. Hoffa sí fue al restaurante. Parece que ni siquiera llegó a entrar al salón, pero le avisó a su mujer, enojado, que allí no había nadie. Nadie a quien Hoffa esperara, al menos. Bajó del Buick marrón y se esfumó. Lo esfumaron.
El FBI removió cielo y tierra, o dijo haber removido cielo y tierra, en su búsqueda. Inútil. Nunca hubo rastros. El 30 de julio de 1982, a los siete años de su desaparición, el poderoso Jimmy Hoffa fue declarado legalmente muerto. Siguieron buscando sus rastros, o su cadáver, o los restos de su cadáver: inútil. El poderoso Hoffa, y su poder, habían desaparecido.
Pudo ser un héroe americano. Discutido, odiado, sin más mérito que el de haberse hecho solo y desde muy abajo: con eso basta para ser un héroe americano. Llegó a comandar durante años el poderoso sindicato de camioneros de Estados Unidos, eso también da puntos para el pedestal de la idolatría. Usó métodos non sanctos, se vinculó a la mafia, extorsionó, lavó dinero, es probable que haya ordenado asesinatos, o haya hecho la vista gorda ante algunos crímenes de conveniencia, era un delincuente de guante casi blanco, un mafioso honorable, como se estilaba en Estados Unidos en los años ‘40, un Don, un Padrino sin sangre italiana en las venas, pero padrino al fin. Esas cosas te bajan del pedestal de los hombres ejemplares. Pero el poder redime. Y no hay nada en el pasado, o casi nada, que un retiro honorable no haga olvidar. Sólo que Hoffa jamás quiso retirarse. No entendió la época que le tocaba vivir. O mejor, sí la entendió; pero lo que no entendió de la época que entendía tan bien, fue que esa época había cambiado para siempre. Y lo esfumaron.
James Riddle “Jimmy” Hoffa, de ascendencia holandesa, nació el 14 de febrero de 1913 en Brazil, Indiana. La familia, paupérrima, se trasladó a Detroit, un poder industrial en auge, y allí creció Jimmy hasta que la Gran Depresión, el estallido de Wall Street de 1929, hundió a gran parte de los Estados Unidos en la miseria. El éxodo hacia ninguna parte de aquellas clases sociales empujadas a la miseria y el abandono, está puesto blanco sobre negro en “Viñas de Ira”, de John Steinbeck, que encarnó Henry Fonda en aquella película inolvidable dirigida por John Ford. La vida de Jimmy no era una peli: tuvo que dejar los estudios y empezó a cargar frutillas en los camiones del mercado de Detroit, treinta y dos centavos la hora, para poder ayudar a la familia, sin padre desde que Jimmy tenía siete años. Alguna vez recordó: “En aquellos días, un pedazo de pan untado con manteca, manteca de cerdo y, si tenías suerte, con algo de sal y pimienta, era todo un lujo”.
Entre esas maderas y entre esos camiones, Hoffa empezó a forjar su destino. A puños y a palos. Era un chico petiso, morrudo y pendenciero. Las tres cosas combinan bien. Pero, además, tenía cierto carisma, cierto espíritu de líder y una sencillez en el lenguaje, a menudo imprescindible para transmitir una idea, que a los dieciocho años lo hicieron integrante del gremio de camioneros. El sindicato tenía un nombre casi romántico y un poco ostentoso: “IBT – International Brotherhood of Teamsters”, Hermandad Internacional de Camioneros, fundada en 1906 para aglutinar a los conductores de carros y carretas. Lo de “hermandad internacional” tal vez sea un resabio del anarquismo romántico que llevó a ese país la inmigración italiana, y que murió en la misma silla eléctrica en la que, en1927, fueron ejecutados Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti por un crimen que no habían cometido.
Como flamante y joven dirigente gremial, a Hoffa no le costó demasiado conseguir un aumento de salario para su gente del mercado de Detroit, para que salieran, en aquellos días difíciles de la Gran Depresión, del pan untado con manteca de cerdo. Fue el primero de los pasos a la idolatría. Primero, el sindicato hizo crecer a Hoffa. Después sería Hoffa el que haría crecer al sindicato. El Teamsters, que así está escrito en la historia, progresó junto con la industria automotriz americana y junto con la recuperación económica de Estados Unidos a partir del primer gobierno de Franklin D. Roosevelt, en 1932. El transporte y los camiones, fueron el símbolo de aquel renacimiento. Hoffa lo puso claro en otra de sus frases cinceladas a martillo: “Hermano, si tienes algo, es porque un camión te lo trajo: comida, nafta, medicina, prensa, verduras, todo”. Y todo era todo, para quien supiera entenderlo. Esa certera descripción encerraba también una delicada amenaza: una huelga de camioneros y Estados Unidos desbarrancaba.
En plena trepada de Hoffa a la presidencia del sindicato, llegó la Segunda Guerra Mundial que Jimmy eludió con una excusa: su trabajo con los camioneros era más útil para los Estados Unidos que lo que podían ser su devoción y su coraje como soldado de 1,65 de estatura. Le creyeron. O dijeron que le creían. Así que mientras Estados Unidos liberaba a Europa del nazismo y terminaba su guerra con Japón con dos bombas atómicas, Jimmy Hoffa se afianzó como líder de los camioneros. ¿Usó métodos mafiosos? Peor: usó a la mafia y a sus buenos muchachos, para imponer sus reglas, domar adversarios y convencer a remisos. Fue un matrimonio por conveniencia: la mafia americana usó a Hoffa para lavar su dinero sucio a través del sindicato, para obtener dinero prestado a bajo interés y construir casinos en Las Vegas, para transportar paquetes, cajones y encomiendas sin hacer preguntas y para no hacer preguntas.
Hoffa defendió sus procedimientos con una lógica de cemento armado. Sobre la rudeza de sus muchachos: “Los tipos de la mafia tenían músculos, sí; ¿y de dónde diablos creés que los patrones conseguían tipos duros para romper nuestras huelgas?” Sobre los préstamos de dinero a la mafia: “Seguro prestamos dinero para construir hoteles y casinos en Las Vegas. ¿Y qué? ¡Eran buenos clientes!” Sobre el resultado que producía la mezcla de mafia, músculos, dinero e intereses, que muchas veces terminaba con un asesinato por conveniencia, menos para el asesinado: “Le hago a los demás lo que ellos me hacen a mí. Sólo que peor”. No hay nada que mejor defina a un hombre que lo que dice. Y, siempre, lo que calla.
Los camioneros estaban chochos con su dirigente, que cimentó su poder en la acumulación de dinero y en la conquista de mayor poder. Hoffa impulsó la nacionalización de las ramas regionales del Teamsters, convencido de que la unión de todos lo haría más poderoso todavía. Tenía razón. Usó para amasar su destino los reclamos salariales, las huelgas salvajes, los boicots a empresarios, las amenazas, los músculos y las armas de la mafia y cualquier otro medio que lo acercara al fin que buscaba. Al final, llegó a la presidencia del otrora romántico Internacional Brotherhood of Teamsters, que había estado cuarenta años en manos de un solo dirigente, Daniel Tobin. El sucesor de Tobin, Dave Beck, fue presidente por cinco años: el entonces muy joven senador Robert Kennedy lo investigó por sus movimientos mafiosos que rozaban la ilegalidad, o eran ilegales de haberse podido probar. Al final, terminó condenado por un delito menor, el de evadir impuestos. Cuando Beck renunció, allí estaba Hoffa para reemplazarlo. Bajo su conducción, el gremio pasó de treinta mil afiliados a dos millones de camioneros: todos en manos de un tipo que jamás manejó un camión.
Pero Estados Unidos ya no era el mismo. El país que fue a la guerra en 1941, no era el mismo que volvió victorioso de Europa y del Pacífico en 1945. Ahora era una potencia mundial, y nuclear, y muchas cosas debían ser diferentes. Y otras tenían que cambiar por que el mundo entero había cambiado. Quienes primero lo entendieron fueron las familias mafiosas de Nueva York, Miami y Las Vegas.
En la gran novela de Mario Puzo y en “El Padrino”, la película de Francis Ford Coppola, Vito Corleone-Marlon Brando quiere que su hijo, Michael-Al Pacino se convierta en senador: la familia debe dedicarse ahora a negocios legales, sin perder su ancestral filosofía, y debe poner un pie en la política. Cuando Michael mata en aquel restaurante Louis, del Bronx, tan modosito con sus manteles a cuadros, al “Turco” Sollozzo y al corrupto capitán McCluskey, Don Corleone comprende con dolor que su proyecto se va a demorar al menos otra generación.
La mafia americana aspiraba entonces a la buena letra, salvo para solucionar sus conflictos internos y las peleas entre familias, en las que la crueldad imperó como siempre. Y la sociedad americana de los años 50, cuando el poder del consumo pasó a los jóvenes y la tecnología irrumpió en la vida diaria, estaba dispuesta a tolerar a la mafia, si era que esta hacía buena letra. En plan hipócrita: la mafia se aceptaba como una empresa; pero los procedimientos mafiosos pasaron a ser inadmisibles.
Hoffa llegó a la presidencia de los Teamsters en 1957, para toparse, como se había topado su antecesor Beck, con Robert Kennedy. El senador, que tenía un hermano que aspiraba a ser presidente, estaba enterado de los métodos Hoffa, exitosos antaño y mal vistos ahora: eso de lavar dinero de la mafia a cambio de que los chicos de las familias intimidaran a empresarios y enemigos, además de otras actividades ilegales, ya no caía bien en ningún lado, salvo en la Hermandad Internacional de los Camioneros.
Los Kennedy declararon la guerra a Hoffa. Todavía candidato y en su histórico debate con Richard Nixon, John Kennedy preguntó cómo era que Hoffa seguía en libertad. Sostuvo que, sin Hoffa, el sindicato sería más transparente y más seguro para sus afiliados. Y Robert Kennedy, que en 1961 pasó a ser de senador a procurador general del gobierno de su hermano, lo definió como al mal, como al enemigo interno de Estados Unidos, y hasta creó un equipo para investigar a Hoffa y mandarlo a la cárcel. Hoffa contestó como mejor sabía desde sus años de cargar de frutillas en Detroit, y pegó en el músculo que más podía doler a los Kennedy: acusó a los hermanos de ser unos “nenes de mamá” y los mandó a que buscaran “un trabajo de verdad”.
La batalla fue tremenda, la legal, también. Y la inquina personal de Hoffa con los Kennedy no conoció la piedad. Cuando el Presidente fue asesinado en Dallas, Hoffa dijo: “Ojalá los gusanos le coman los ojos”, cosa que acaso haya sucedido en las profundidades del cementerio de Arlington. Pero ni la mafia, ni Hoffa, pudieron sacarse de encima el estigma que lanzaron sobre ellos las decenas de teorías conspirativas que aún hoy rodean al magnicidio: el haber formado parte del complot para asesinar a Kennedy, o haber disparado contra el presidente aquel trágico mediodía de otoño.
Robert Kennedy logró que encarcelaran a Hoffa. Fue en 1964, en los últimos meses que le quedaban como procurador y después de dos procesos por separado contra el líder de los camioneros: uno, por intentar sobornar a un jurado en el juicio que le seguían por sus vínculos con la mafia: el segundo, un juicio por fraude. Esas dos causas judiciales empañaron en parte el gran logro de Hoffa de ese año: el Acuerdo Nacional de los Camioneros, conocido como National Master Freight Agreement, una especie de contrato maestro que fijaba los salarios y el equipamiento a usar por sus afiliados: el modelo de contrato fue seguido luego por numerosos sindicatos y empleadores de Estados Unidos.
Finalmente, Hoffa, condenado a trece años de prisión, fue a parar a la cárcel en 1967. Se llenó de rencor, pero siguió al frente del sindicato aún tras las rejas. Pero en 1971 el mundo había cambiado otra vez. Quien era ahora presidente de Estados Unidos, Richard Nixon, ofreció a Hoffa el indulto, con una condición: que renunciara a la presidencia del sindicato y que no volviera a la actividad por un lapso de diez años.
Y Hoffa tampoco entendió este nuevo cambio de época. Si el presidente de Estados Unidos te ofrece un indulto a cambio de lo que sea, es una oferta que no podés rechazar, diría don Corleone. El ofrecimiento demuestra dos cosas: que el presidente de Estados Unidos es un hombre generoso dispuesto a retribuir tus generosos aportes a su campaña y, segundo, que es un mafioso de tu talla, que usa el mismo lenguaje y los mismos métodos, sólo que detrás del escritorio del Salón Oval de la Casa Blanca. Hoffa hizo una chambonada: en principio aceptó el acuerdo y renunció al sindicato; pero, ya libre, intentó anular el pacto y recuperar por la vía legal la presidencia de los Teamster. Esas cosas no se hacen.
Pero en eso estaba cuando, el 30 de julio de 1975 -Nixon se había ido de la presidencia el año antes envuelto en el escándalo Watergate- Hoffa pactó un almuerzo, o dijo haber pactado un almuerzo, con los dos “Tony” de la mafia, Galone, de Detroit y Provenzano de New York, en el “Machus Red Fox” de Bloomfield, Detroit. Y nunca más lo vieron.
Las relaciones de Hoffa con la mafia también habían cambiado, como habían cambiado e mundo, Estados Unidos y la propia mafia. El vicepresidente del sindicato de camioneros, Frank Fitzsimmons, que reemplazó a Hoffa tras su renuncia obligada, se había mostrado más dispuesto, menos corrosivo, más permisible, menos violento, más llevadero que Jimmy, el del eterno retorno. Primero, aceptó una rebaja en los intereses a pagar al sindicato por el dinero prestado a las familias mafiosas; después. eliminó la cláusula que imponía a la mafia a cancelar toda deuda anterior, antes de un nuevo préstamo y, luego, dio más libertad para ampliar los negocios, legales o de los otros: un hombre razonable, podría decirse, alejado del molde batallador, duro, impetuoso de Hoffa. Tal vez, para la mafia Hoffa ya no haya sido necesario. O era un tipo que sabía mucho del complot para asesinar a Kennedy en Dallas; tal vez conocía demasiados secretos sobre la Casa Blanca y los cinco presidentes a los que había visto pasar desde que llegó a la presidencia de los Temasters en 1957; quién sabe si no quedaba alguna deuda por saldar con policías corruptos o con agentes del FBI burlados; acaso conocía cosas que no debía conocer, o que otros no conocían del todo. Alguien pensó que Jimmy Hoffa o era demasiado peligroso si pretendía volver por sus fueros a sus 62 años, o que ya no eran necesarios ni su estilo, ni sus métodos, ni sus ambiciones. Y lo esfumaron.
En Estados Unidos, como en cualquier parte del mundo, cada quien mata como sabe. La mafia, que cambió sus métodos por la buena letra, siempre manejó para sus dramas internos la muerte espectacular. La ceremonia del asesinato encierra, siempre, un mensaje hacia el resto de la corporación mafiosa: no vuelvas a hacerlo, no traiciones, no digas sí y es no, o viceversa, no delates. Sólo un ejemplo: el 9 de agosto de 1976 encontraron muerto al jefe mafioso de Miami Johnny Roselli. Estaba dentro de un tambor de doscientos litros que había estado hundido, y había salido a flote, en la Bahía Dumfounding, cerca de Miami. Había sido baleado y apuñalado. Para meterlo en el tanque, tuvieron que serrucharle las piernas. Se presume que después de muerto. Sólo se presume.
La mafia -si fue la mafia quien asesinó a Hoffa- no tuvo ese recato que, en última instancia, el muerto siempre agradece: al menos su familia puede llorarlo. En cambio, Hoffa es un misterio. A cuarenta y seis años de su desaparición, ni una pista, ni un arrepentido, ni una infidencia. Hubo muchas, y muchas pistas: todas falsas. En su búsqueda se dieron vuelta campos arados, sótanos umbríos, casas abandonadas; se removieron los cimientos del estadio de los Giants, en New Jersey, porque decían que el cadáver estaba metido en algunos de sus pilares de cemento; se rastreó el fondo de los grandes lagos fronterizos entre Estados Unidos y Canadá; se removió una granja de caballos y varias propiedades privadas donde podría haber sido sepultado Hoffa; se escrutaron los pantanos de Florida, por aquello de Johnny Roselli; algunos testimonios, rumores más que nada, afirmaron que había sido incinerado en una firma ligada a la mafia; o compactado entre la chatarra de viejos vehículos, o descuartizado y repartidos sus restos en diferentes escenarios. Nada. La búsqueda del cadáver de Hoffa ocupa más de dieciséis mil páginas que ya nadie mira. Si hay alguna certeza, es que alguien tomó las palabras de Hoffa y le hizo lo que él hacía a los demás, sólo que peor.
Y después está “El Irlandés”. La película de Martin Scorsese, en la que Robert De Niro encarna a un asesino a todo servicio y amigo personal de Hoffa, protagonizado por Al Pacino, que termina por asesinarlo de dos balazos en la cabeza. La historia viene del libro “I Heard You Paint Houses” Escuché que pintas casas, de Charlie Brandt. “Pintar casas” es asesinar gente, según el diccionario Mafia-Todas las lenguas. Brandt fue abogado y amigo de Frank Sheeran, el irlandés amigo de Hoffa, y dice que Sheeran le contó que la mafia había decidido asesinar a Hoffa; que él, Sheeran, fue el encargado junto a otras dos personas de pasar a buscar al sindicalista para llevarlo una reunión decisiva con la mafia, pero que en realidad él tenía la orden de asesinarlo.
Dice Brandt que le dijo Sheenan, que, a modo de advertencia a Hoffa, él, Sheenan, se sentó en el asiento delantero del auto, un lugar que le correspondía a Hoffa como derecho adquirido. Era su modo de alertarlo. Pero Hoffa no sospechó nada. Brandt dice que Sheenan le dijo que supo que no tenía alternativa: o mataba a Hoffa, o el hombre muerto sería él por desobedecer una orden de asesinato. Dice Brandt que Sheenan le contó que llegaron a una casa vacía, que se quedó detrás de su amigo y que le disparó a quemarropa y a la cabeza dos veces. Del cadáver se hicieron cargo otros. Sheenan murió en 2003, después de contar su historia a Brandt, según reveló Brandt.
Varias pistas señalan algunos errores en la historia de Sheenan, o en la historia que dice Brandt que le contó Sheenan. Entre ellos, qué hacía el auto de Hoffa en el estacionamiento del Macho Red Fox de Bloomfield, el día que lo esfumaron. Una investigación de Harvard descartó parte de las afirmaciones de Brandt en su libro; una investigación policial en la casa que señalo Brandt que había señalado Sheenan como el sitio del asesinato, halló muestras de sangre, pero no el ADN de Hoffa. Allí había habido un crimen, pero no el de Hoffa. En 2012, en el jardín y estacionamiento de otra casa de Detroit, los investigadores creyeron hallar una “anomalía” subterránea. El FBI investigó durante meses la vivienda, hasta comprobar que la “anomalía” no era el cuerpo de Hoffa.
Scorsese, que tiene un extraordinario sentido del humor y es cineasta y no investigador policial, dijo sobre su película, sobre su irlandés y sobre sus protagonistas: “No me importa demasiado la verdad de lo que ocurrió con Hoffa. Lo que importa no es eso, sino ese mundo, los personajes, la manera en que se comportan y la visión de este hombre”.
El International Brotherhood of Teamsters está ahora en manos de James P. Hoffa. Es el hijo de Jimmy, también es abogado, el pasado 19 de mayo cumplió 80 años, está al frente del gremio desde 1998.
De Hoffa sólo queda el misterio que envuelve a su destino y un par de fotos ajadas de un Buick marrón, estacionado a la vera de un restaurante modesto de Detroit, con la puerta abierta.
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