La vida de Vincent Tolman transcurría como la de cualquier joven estadounidense de 25 años. Nacido en Texas y criado en Nevada, su interés estaba en su físico, en perfeccionar su cuerpo a través del bodybuilding, Tolman era un hombre decidido, con sueños modestos, pero claros. Su vida familiar giraba alrededor de su esposa Andrea y sus dos hijos y, aunque había crecido en un ambiente religioso, su conexión con la espiritualidad era tenue, como la de muchos jóvenes que se enfrentan a las expectativas y las presiones de la vida diaria. Pasaba horas en el gimnasio, buscando fuerza y definición, enfocado en esa meta tan tangible y física de esculpir su cuerpo y ser un fisicoculturista notable.
Pero en el 18 de enero de 2002, su vida dio un vuelco. Ese día, junto a un amigo, decidieron probar un suplemento de origen tailandés que habían comprado en línea. Un producto que prometía resultados extraordinarios, pero cuya fórmula escondía un componente oscuro. Según reveló a Business Insider, al consumirlo, algo no les cuadró, algo no estaba bien. Se sintieron diferentes. Decidieron dirigirse a una cadena de comida rápida, en Utah, con la esperanza de que la comida los ayudara a estabilizarse.
Dentro del restaurante, el malestar empeoró. Tolman se sintió cada vez más débil. Fue al baño y cerró la puerta detrás de sí, buscando privacidad para lidiar con la sensación abrumadora de que su cuerpo lo traicionaba. La muerte lo alcanzó allí. Comenzó a vomitar para expulsar la toxina que lo invadía, pero aspiró el vómito y se asfixió. En cuestión de segundos, su corazón se detuvo.
Lo siguiente que recuerda es ver su propio cuerpo desde arriba. Una escena surrealista, como si estuviera viendo una película. Observaba con desconcierto cómo los paramédicos irrumpían en el baño y trabajaban frenéticamente sobre su cuerpo, con el que él ya no sentía ninguna conexión. “No parecía yo”, relata Tolman en su libro “The Light After Death”, que rápidamentes e convirtió en un best seller. Su piel, detalló, había adquirido un tono violáceo y cadavérico. Los esfuerzos por resucitarlo fallaron y, cuando lo dieron por muerto, los paramédicos lo introdujeron en una bolsa amarilla y lo colocaron en la parte trasera de la ambulancia.
A lo largo del trayecto, Tolman siguió observando desde arriba, flotando sobre el vehículo que ahora transportaba su cuerpo sin vida. Murió oficialmente durante 45 minutos. En ese tiempo, la muerte para él fue una experiencia de calma absoluta, asegura. No había dolor, ni miedo, solo una desconexión completa de su ser físico. “Sentía como si el mundo a su alrededor no tuviera techo, como si todo se expandiera sin barreras”, escribió en su libro. Observaba lo que sucedía con una serenidad sorprendente, dijo, sin temor.
Pero en la ambulancia ocurrió lo inesperado: uno de los paramédicos, un joven en su primera semana de trabajo, sintió un impulso inexplicable. Revisó el pulso de Tolman una vez más. Contra toda lógica, decidió intentar otra ronda de reanimación. La tercera descarga del desfibrilador fue la del milagro. Tolman volvió a la vida, aunque de manera frágil. Al llegar al hospital, su cuerpo comenzó a convulsionar violentamente y lo ataron a una cama mientras los médicos intentaban estabilizarlo. Fue declarado en coma profundo, y los doctores le dijeron a su familia que era poco probable que sobreviviera. Pero Tolman ya no estaba allí, al menos no su conciencia.
Durante esos tres días en coma, viajó a lo que él llama “el otro lado”. Allí fue recibido por una figura vestida de blanco, un hombre que no hablaba, pero que transmitía todo a través de la mente. Este guía, al que Vincent llamaría “Drake”, lo acompañó por una revisión exhaustiva de su vida. Cada mala acción, cada error, fue mostrado desde su propia perspectiva y desde los ojos de aquellos a quienes había afectado. Fue un proceso intenso y abrumador, pero también liberador. Aunque vio muchos momentos oscuros de su vida, descubrió que había hecho más bien que mal. Esa revelación lo condujo a un estado de paz que nunca había experimentado.
“Drake” le explicó algo que cambió su forma de ver la vida para siempre: la tierra es solo una escuela. “Estamos aquí para aprender, no para ser juzgados”, le dijo el guía. Esta frase encapsuló el gran aprendizaje de Vincent: “lLa vida no es una prueba ni un castigo, es un espacio para crecer, para aprender a amar y para conectar con los demás”. En ese lugar de serenidad, rodeado de pasto verde y flores que parecían irradiar amor, no quería volver a su cuerpo. La sensación de paz y calor que emanaba de su entorno era irresistible.
Pero, finalmente, tomó la decisión de regresar. Lo hizo, según él, porque su familia lo necesitaba, especialmente su madre. Y así, contra todo pronóstico médico, despertó del coma tres días después, completamente ileso. Fue un despertar lleno de emociones encontradas. Había vuelto a la vida, pero algo dentro de él había cambiado para siempre.
Desde entonces, Vincent vivió con una certeza inquebrantable: la muerte no es el final, es solo el principio de algo más grande. El miedo a morir se desvaneció por completo. Ahora, vive su vida enfocado en las tres grandes lecciones que aprendió durante su experiencia en el “otro lado”: “La autenticidad, el amor incondicional hacia todos los seres, y la convicción de que estamos aquí para aprender”. Para él, cada día es una oportunidad de crecimiento, y su mayor temor no es morir, sino no vivir de manera auténtica.