El aire en Truevine, Estados Unidos, olía a tabaco y a tierra húmeda en ese verano de 1899. El sol pegaba fuerte sobre los campos, y la familia Muse trabajaba desde el amanecer hasta que el cielo se teñía de rojo al atardecer. George, con apenas seis años, y su hermano mayor, Willie, de nueve, caminaban entre las filas interminables de plantas, aplastando los insectos que amenazaban las cosechas. Lo hacían bajo un sol abrasador, con la piel clara y frágil cubierta por largas ropas que su madre, Harriett, insistía en que llevaran para protegerse de las quemaduras.
En Truevine, todos eran pobres. Los Muse no eran la excepción. Como muchos afroamericanos en el sur, vivían bajo el peso invisible pero aplastante de las leyes de Jim Crow, una realidad en la que ser negro significaba tener menos derechos, menos oportunidades, menos todo. Pero George y Willie eran diferentes incluso entre los suyos. Eran albinos, su piel extremadamente blanca y sus ojos azules los hacían resaltar. En un mundo donde la apariencia lo era todo, su aspecto atraía miradas curiosas, a veces crueles.
Harriett Muse, su madre, los cuidaba como si de cristal se tratara. Siempre temerosa de que esa piel tan clara los convirtiera en blanco fácil, los envolvía con trapos y les cubría la cabeza. Sabía que fuera del hogar el mundo era peligroso. Lo que no sabía era cuán cerca estaba ese peligro.
Una tarde, mientras los niños trabajaban en el campo, un hombre se les acercó sigiloso. Los ojos de James Herman “Candy” Shelton, un cazador de fenómenos, brillaron cuando vio a George y Willie. Para él, los dos hermanos no eran más que una oportunidad de oro. Sabía que los circos pagaban fortunas por “rarezas”, y los afroamericanos Muse, con su piel pálida y cabello dorado, eran lo más exótico que había visto en su vida.
El relato de lo que sucedió ese día varía según la fuente. Algunos dicen que Shelton ofreció dulces a los niños para que lo siguieran, y otros sostienen que Harriett firmó, sin entender del todo, un contrato con él, creyendo que sus hijos volverían pronto. Pero la realidad fue cruel. George y Willie desaparecieron. Se los llevaron sin más, y su madre, sin poder leer ni escribir, sin medios ni recursos, se quedó sola con la angustia de haber perdido a sus hijos.
Para George y Willie, el mundo cambió en un abrir y cerrar de ojos. El campo que conocían, el olor a tabaco, el calor del sur, todo quedó atrás. Ahora eran “Eko” e “Iko”. Vestidos con trajes de lujo, con enormes gorros sobre sus largos dreadlocks dorados, eran exhibidos como fenómenos de circo, mientras el público blanco miraba a estos pequeños que parecían animales enjaulados. Los espectadores pagaban fortunas por fotografiarse con ellos, tocar su cabello y comprobar que eran reales.
A lo largo de los años, los Muse fueron presentados como todo lo que el racismo podía inventar como espectáculo circense. “Ministros de Dahomey”, “Hombres Mono”, incluso “Embajadores de Marte”. El circo Ringling Brothers no tenía límites. Las historias absurdas de que habían sido encontrados en Madagascar flotando en el océano o que eran el eslabón perdido entre los humanos y los monos solo servían para aumentar el morbo y la recaudación. Mientras tanto, Shelton embolsaba las ganancias, y los hermanos ignoraban si alguna vez volverían a ver a su madre.
Pero la vida tiene maneras extrañas de cambiar el curso de los acontecimientos. El otoño de 1927 llegó, y con él, una nueva gira del circo. Esta vez, el tren se detuvo en Roanoke, Virginia, un lugar que George y Willie conocían bien, aunque no habían estado allí en casi tres décadas. Mientras la troupe circense se preparaba para otro día de espectáculo, Harriett Muse, ahora trabajando como lavandera en Roanoke, escuchó que un circo había llegado a la ciudad. Y con él, la posibilidad de que sus hijos, a quienes nunca dejó de buscar, estuvieran allí.
Harriett se abrió paso entre la multitud blanca que abarrotaba la carpa. Estaba decidida. Había vivido demasiados años en la miseria, con la incertidumbre de no saber si sus hijos aun vivían. Cuando llegó frente al escenario, sus ojos se encontraron con algo que le resultaba familiar pero irreal: allí estaban George y Willie, con sus instrumentos en las manos, tocando una canción popular. Harriett gritó su nombre, pero en medio del bullicio, fue George quien la vio primero. “¡Mira, Willie! ¡Allí está nuestra madre! ¡No está muerta!”, exclamó, dejando caer el mandolín.
El mundo pareció detenerse por un instante. Ambos hermanos dejaron sus instrumentos y corrieron hacia ella. Se abrazaron en medio de la conmoción, ante la mirada atónita de los espectadores, los abogados del circo y la policía que rápidamente intervino. Candy Shelton, el mismo hombre que había destruido sus vidas, quiso intervenir, reclamando que los Muse eran su propiedad. Pero Harriett no estaba dispuesta a ceder. Después de 28 años de lucha, no se iba a rendir.
En un giro inesperado para una época marcada por el racismo, la policía permitió que los Muse se fueran con su madre. Pero la lucha legal apenas comenzaba. Harriett, con el apoyo de un abogado local, demandó al circo por explotación y secuestro. La batalla en los tribunales fue feroz, pero finalmente Harriett salió victoriosa. Logró que el circo pagara los salarios atrasados y que sus hijos volvieran al circo, pero esta vez, bajo condiciones mucho más justas. Volvían a casa a descansar con su madre, como en cualquier trabajo normal, y luego retomaban su actividad laboral al otro día. Lo peor ya había quedado atrás.
George y Willie siguieron actuando, pero ahora con sus vidas bajo control de su familia. Harriett murió en 1942, sin ver a sus hijos retirarse por completo. Willie, el mayor de los hermanos, vivió hasta 2001, alcanzando la increíble edad de 108 años. Hasta el último día, recordaba con orgullo a su madre, la mujer que había desafiado todo para traerlos de regreso.