Lo que hoy es un dolor de muelas, en el pasado podía ser muchas veces una sentencia de muerte; algo que no es de extrañar teniendo en cuenta que las intervenciones dentales se realizaban sin ningún tipo de anestesia, en lugares insalubres y con herramientas que podían confundirse con aparatos de tortura. Aunque la Edad Media carga con una leyenda negra en cuanto a higiene (en la que la mayoría de hechos que se toman por ciertos son realmente mitos), lo cierto es que sí se intentaba mantener cierto cuidado bucodental.
Los estratos más altos de la sociedad eran quienes más preocupación tenían por sus dientes (y más acceso a un cuidado). De acuerdo con el historiador J. M. Sadurni, el príncipe de Gerona Juan I de Aragón ordenaba a su oficial de cámara lo siguiente: “Mandad enseguida al quexaler (dentista) del señor rey y que traiga todos los instrumentos y polvos precisos, por tener Nos necesidad de limpiarnos los dientes”.
Según la filóloga María Fernández Rei, “para el cuidado dental se utilizaban dentífricos elaborados con algunos de estos elementos naturales: huesos de sepia, coral o conchas, romero quemado, almástiga, incienso, carbón en polvo, coral rojo y canela molida. Tras limpiarse los dientes, se enjuagaban la boca con vino blanco tibio”. Sin embargo, al igual que ocurre en la actualidad, esto no impedía que se desarrollaran problemas serios de salud bucal.
Los encargados de solucionar en la medida de sus capacidades estas enfermedades eran los barberos, también llamados “sacamuelas”. La misma persona que se dedicaba a viajar de aldea en aldea para cortar el pelo y acicalar las barbas de los hombres era también quien se encargaba de sacar muelas. Las limitaciones de la medicina medieval no dejaban mucho margen de maniobra a los barberos, que a menudo se encontraban con dientes podridos o graves infecciones de encías.
Estas cirugías precarias solían ir acompañadas de redobles de tambores que intentaban silenciar los gritos de los pacientes, que tenían que soportar que les sacaran las muelas con una especie de alicates sin ningún tipo de anestesia. En todo este proceso operatorio, no se mantenía ninguna medida de higiene especial, por lo que era bastante común contraer bacterias de esos materiales sin desinfectar.
De esta manera, la figura del barbero tenía mucho más peso en la salud de los europeos de la Edad Media que la que tiene hoy en día. Su instrumento estrella era la bacía, que les servía tanto para extraer muelas como para realizar sangrías, una práctica común en la época. La medicina de entonces entendía que la salud humana dependía del equilibrio de los cuatro humores: sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra. Así, el exceso o la carestía de alguno de ellos provocaba la aparición de distintas enfermedad.
Los inventos del siglo XVIII: la máquina de vapor, la vacuna y la pasta de dientes
Pese a los ungüentos disponibles para cuidar los dientes -no solo en Europa, sino también en los países árabes-, la pasta de dientes no llegaría hasta la Edad Moderna. A finales del siglo XVIII, cuando el mundo estaba viviendo los inventos que introdujo la Revolución Industrial, como la máquina de vapor, la vacuna contra la viruela o el pararrayos, comenzó a comercializarse en Gran Bretaña un dentífrico con jabón con una textura pastosa.
A lo largo del siguiente siglo, los farmacéuticos irían completando la composición del dentífrico hasta hallar la fórmula final: una pasta de dientes dentro de un tubo plegable, inspirado en los envases de las pinturas al óleo de los artistas. Sin embargo, no sería hasta la década de los 50 del siglo XX que los científicos descubrieran que el flúor reducía hasta la mitad el riesgo de desarrollar caries y que, por tanto, podía ser uno de los compuestos principales de las pastas de dientes.