Hay un momento en el día que muchos, casi todos, compartimos. Puede ser por la mañana, al mediodía, por la tarde o por la noche; puede ser en ese país en el que pasamos nuestro viaje de verano, o tal vez en ese pueblo al que hemos hecho una escapada de fin de semana. Incluso, por qué no, en nuestro mismo barrio, en una de esas tardes en las que poco queda por hacer. Ese momento, en cualquier caso, puede nacer de nosotros, aunque en otras ocasiones son otros quienes nos conducen a él, como quien deja la miel en los labios utilizando, solamente, dos palabras: “¿Tomamos algo?”.
Ir a un bar o a un restaurante es algo que se hace con regularidad. Más aún en España, donde según el Instituto Nacional de Estadística casi alcanzamos los 280.000 establecimientos, uno por cada 175 habitantes -más que ningún otro país-. Desde fuera, se nos conoce por eso, y muchos extranjeros no desaprovechan la oportunidad de venir y degustar todo lo que la hostelería y la restauración españolas pueden ofrecer: comida, bebida, localizaciones y, sobre todo, un buen servicio.
El sector también es una fuente notable de ingresos y empleo. Solo en la restauración -es decir, sin contar a los empleados en el sector del alojamiento-, suma cerca de 1,1 millones de personas trabajando para que el plato siga llegando a la mesa. Desde Infobae España hemos querido, no obstante, conocer más de cerca la realidad de su trabajo, sus diferentes experiencias y reivindicaciones. Más ahora, ya que en los meses de verano las terrazas suelen verse más llenas que nunca.
Camarero y ensayista
“Llevo 21 años en esto”, cuenta José Miguel, camarero de Las Palmas de Gran Canaria en la Tasca La Marillanos. “Soy licenciado en Derecho. Lo que pasa es que empecé en hostelería durante la carrera para pagarme los caprichos”. Unos inicios que le marcaron más de lo que podía imaginar, pues tras siete años ejerciendo como abogado, decidió dejar esta profesión para volver a lo que más le gustaba: “Dejé el ejercicio y volví a las andadas”.
Se trata, además, de una voz muy respetada en el sector, puesto que aparte de servir en mesas escribe una columna en el periódico Canarias7, llamada Ensayo de un camarero. A través de estos artículos, cargados de crítica y humor, ofrece algunas claves sobre el estado actual de su profesión e intenta que los clientes puedan conocer cómo siente quien está detrás de las barras a las que se acercan a pedir. Un ejercicio de empatía para frenar algunas situaciones habituales en las que el camarero sufre más que de costumbre, algunas de ellas más propicias en verano.
“Los clientes llegan a veces con un nivel de exigencia demasiado alto en vacaciones. Es como: ‘Yo estoy de vacaciones y quiero comer, quiero beber, quiero estar con esto y tengo estas exigencias’”, explica el camarero, que ve cómo estas pretensiones nunca tienen en cuenta que el profesional tiene más trabajo que atender una sola mesa.
Hay clientes y clientes
A pesar de esto, verano no siempre es sinónimo de más trabajo, como es el caso de Juan Antonio, maître de Indochina Brasa, un restaurante ubicado en la Finca de Pozuelo. “Ahora, en julio por el puente y con agosto acercándose, la zona donde yo trabajo no está ni al 50% de lo que va a haber en septiembre”.
Y, de hecho, si para José Miguel los meses con mayores ingresos son los comprendidos entre octubre y marzo, para Juan Antonio “la temporada alta suele ser el mes de mayo. Junio también suele ser muy fuerte, por el tema de las cenas de empresa”. En esas fechas de finales de la primavera, por lo tanto, sabe que le tocará hacer más horas de las que indica el contrato, sobre todo durante los fines de semana, que pueden ser recompensadas con una cantidad extra de dinero o, lo que es más habitual, días libres en fechas con menos carga de trabajo.
Pero, ¿a qué se debe que en ninguno de los casos el verano sea una temporada de máximo trabajo y beneficio, como podría imaginarse a priori? “Por la zona en la que estoy”, responde Juan Antonio. “Allí viene sobre todo gente con dinero. Entonces, a no ser que estén porque tienen sus empresas y tal y se tengan que quedar en verano, la mayoría de los clientes se van a su segunda residencia o por ahí”. Así, en sitios más céntricos como Madrid o en zonas más turísticas con hoteles cerca, sí que aumentaría el ritmo de trabajo.
A raíz de esto nos vamos a Terrassa, una ciudad cercana a Barcelona donde durante las noches de agosto siempre se puede ver a los turistas en la terraza de El Doll Bretó. En esta crepería bretona trabaja Albert, camarero también desde hace casi 20 años y socio del Doll. “Los veranos son aleatorios”, confiesa acerca de la cantidad de clientes que reciben ese mes. “Puede ser gente que pasa por la ciudad o turistas que justo se quedan por la zona, por eso no puedes hacer una previsión”.
Uno de los principales reclamos de esta crepería es que trabaja sin gluten, lo que facilita que durante el resto del año sí hayan conseguido hacerse con una clientela más o menos habitual -algo que la mayoría de locales buscan-. Por ello, cuando llegan los meses más cálidos deciden incluso cerrar durante una semana y el resto del tiempo abrir solo por las noches, que es cuando acuden los extranjeros.
Atender turistas no es tan rentable como parece
También nos ponemos en contacto con Omar, un camarero con una década de experiencia, la mayor parte en un bar-terraza ubicado en el casco histórico de otro pueblo de Canarias. Allí, los residentes habituales se marchan a la costa durante los meses más cálidos, pero las mesas empiezan a llenarse de turistas. “A lo largo del año, la afluencia de gente es más o menos la misma”, cuenta él, que a continuación matiza que sí se producen, en cambio, variaciones en la procedencia de los comensales. “Hay épocas en las que vienen muchos franceses, otras en las que son más numerosos los ingleses y, en épocas de invierno, donde hace más frío, la clientela suele ser más bien canaria”.
Este cambio puede repercutir en el local de varias maneras. En algunas ocasiones, retrasan o adelantan sus horas de trabajo para adaptarse al horario de comida de los visitantes, o contratan refuerzos para cubrir las crecientes demandas de la clientela. En otras, todo eso se mantiene, pero el tipo de servicio que se ofrece varía porque las necesidades de los clientes son distintas.
“En verano llega el turista alemán que va al todo incluido e incluso va a la tasca y saca una baraja de cartas y se pone a jugar, o que tiene la típica novela de Agatha Christie y se pone a leerla en el restaurante”, explica José Miguel. Pero para Omar es justo lo contrario, puesto que los extranjeros “buscan comer algo rápido e irse a seguir haciendo turismo” y son los canarios quienes “son un poco más exigentes a la hora del servicio. “Vienen un buscando un servicio, un bienestar, pasar tiempo al aire libre disfrutando de una buena comida y de la compañía”.
Cómo no tratar al camarero
En resumidas cuentas, hay quienes buscan una interacción, y hay quienes buscan tan solo la máxima eficiencia. Diferenciar esas necesidades es parte del trabajo de los camareros, aunque ello no signifique que, por parte de los comensales, reciban también la misma consideración. “La gente siempre se piensa que es la única persona del restaurante”, se queja Juan Antonio, una idea en la que todos coinciden.
Albert señala cómo esta actitud también se traduce en lo que hace el cliente antes de sentarse a la mesa. “Para mí hay un punto de inflexión con la pandemia. Desde entonces, la gente ha desaprendido a ir a los restaurantes: ya no reservan, llegan una hora tarde de la hora a la que habían reservado o con más personas de las que habían avisado que serían”. Una situación que, en los últimos años no ha dejado de empeorar. “Ser camarero es un tema de paciencia”, concluye, “porque hay actitudes de clientes que suelen ser difíciles”.
Actitudes como la que añade Omar: “Es que yo atienda una mesa y cuando ya lo tienen todo servido, vuelven a pedir una bebida, por ejemplo, se la traigo, y con la misma vuelven a pedirme otra cosa. Pregunto antes de ir a buscarlo si necesitan algo más, me dicen los clientes que no. Y cuando vuelvo con lo que me pidieron, vuelven a pedirme otra vez. No sé, parece que piensan que cobramos por kilómetros en vez de por el servicio.
Otro ejemplo, para José Antonio, es quién cuida de los niños: “Se suelen dar circunstancias donde los padres hacen casi un abandono de los niños en el restaurante que los dejan a merced del camarero, no de ellos”. En muchas ocasiones, estos pueden molestar no solo a los propios profesionales, sino al resto de comensales. “Sabes que van a empezar a venir ya los niños por aquí y se te ponen un poquito los pelos de punta, la verdad”.
Un salario demasiado bajo o demasiado alto
Pero quizá de quien más respeto deban recibir los camareros sea de sus propios empleadores. Sobre esto, otro de los temas en los que hemos querido indagar ha sido en lo referente a la explotación laboral, una situación que se ha visto y se ha asociado mucho a la hostelería y la restauración. “Hay compañeros que me han contado cómo trabajaron en negro antes de conseguir los papeles”, cuenta Juan Antonio. “60 horas a la semana, con un solo día libre y ganando 1.000 o 1.100 euros al mes”. Otra forma de precariedad que ha visto ha sido cómo, por ejemplo, los jefes no pagaban las horas que realizaban los trabajadores en horario nocturno.
No es su caso, insiste, pues afirma que este tipo de situaciones se dan en algunos sitios concretos, mientras que otros respetan mucho al trabajador. Omar también siente lo mismo respecto al bar en el que trabaja. “El trabajo no está mal pagado, pero también es verdad que un aumento nunca viene mal”. Su reflexión va más allá, y lanza la siguiente pregunta: “¿Qué profesión está bien pagada ahora mismo?”.
Y, de hecho, para José Miguel ahí radica también otro aspecto importante. Hay un trato a los trabajadores que “no tiene vuelta de tuerca” y que es el que se denuncia en redes sociales a través de cuentas como @soycamarero. Esto se da, sobre todo, en lo que él llama la “vieja escuela”, con hosteleros de 60 o 70 años que, de tanto trabajar “quedan cojos” y que por lo tanto buscan maximizar su beneficio, sin demasiados reparos en exigir el mismo sacrificio a sus empleados a cambio de una retribución menor. “En la nueva hostelería”, menciona al referirse a los locales abiertos en los últimos diez o veinte años, “te van a pagar lo que toca. Pongo casi casi la mano en el fuego”.
¿Todo el mundo puede ser camarero?
Sin embargo, para este último camarero también habría que poner el foco en este tema: la falta de de camareros cualificados. “La nueva hostelería, que es en la que yo me suelo mover muchísimo más, lo que requiere es camareros con alta cualificación, camareros que sepan de vinos, que sepan describir unos platos, que eso es lo que no hay”. Una falta de profesionales que coincide, sin embargo, con salarios cada vez más reforzados.
“Un camarero cobra por convenio 1.500 euros, pero el convenio también te pone que tiene que saberse, por ejemplo, los productos que se venden en el restaurante”. Muchos recién incorporados buscan cobrar ese sueldo, “pero nadie puede fichar en un Sol Repsol o en una tasca como en la que yo trabajo a una persona que no sabe diferenciar entre un Rioja y un Ribera”.
Para Omar, “no todo el mundo puede ser camarero”, ya que hacen falta habilidades como “saber tratar con las personas, ser simpáticos, amables, respetuosos, trabajar en equipo con los demás camareros y cocineros. Ser organizados con las comandas, distribuir las mesas, a los clientes y ser resolutivos si surge algún inconveniente, tomar una decisión y que no se quede en blanco sin saber cómo actuar”.
Algo parecido piensa Albert. De contratar a un camarero, se fijaría en si “puede dejar sola” a esa persona atendiendo a las mesas. Si, en cambio, necesita coger primero un poco de experiencia, la contrataría durante menos horas para que le echara a él una mano. “Para la cocina sí que hacemos pruebas”, destaca acto seguido. “Nuestra cocinera ha estado muchos años formándose y no quiere a gente que no tenga el nivel suficiente, así que hacemos un proceso de preselección”.
Por eso, muchas veces en todos los locales se intenta formar a los recién llegados y enseñarles cuestiones como los diferentes cortes de carne y los tipos de jamón, aunque tal vez lo primero sea la carta. Durante el proceso, con todo, José Miguel considera que el aprendiz debería cobrar como ayudante de camarero, es decir con un sueldo de 1.300 euros, y no de 1.500, algo que muchos no están dispuestos a aceptar. Y termina: “Esa persona está cobrando lo mismo que está cobrando el que es un camarero especialista que se ha sacado un curso de corte de jamón, o una formación en coctelería o en vino. Estamos pagando a veces un servicio de mala calidad”.