Él era el hijo de una dinastía de actores menores, un joven que había aprendido a vivir en la itinerancia, en pueblos perdidos y ciudades ruidosas, cambiando de escuela y de dirección como otros cambian de zapatos. Timothy West, entonces en sus veinte años había alcanzado ya cierta fama en el teatro, aunque el cine seguía esquivo.
Su vida transcurría entre el escenario y los aplausos ocasionales, sin mayores luces, hasta que apareció ella: Prunella Scales. El encuentro fue casual, una obra menor para la BBC que no entusiasmaba a nadie, pero él no podía dejar de mirar a esa actriz que bromeaba con desparpajo en los descansos, se encendía frente a las cámaras y tenía un aura de alguien que sabe más de lo que cuenta.
Tim la observaba y trataba de esconder la admiración que, como bien sabía, podía delatar su interés. No solo era el porte de Pru, o sus gestos intensos. Era todo lo que él no era: culta, pulcra en su trato, algo imperiosa sin esfuerzo alguno. Alguien a quien el mismísimo Peter Sellers había notado en medio de un rodaje en Pinewood.
Sellers, una estrella en ascenso, con fama de conseguir todo lo que se proponía, la perseguía insistentemente, la llamaba, la invitaba a cenar y hasta le pedía que fueran de viaje. Prunella, que también tenía sus propios dilemas morales y se debatía en la culpa de aquel triángulo amoroso, se resistía y al mismo tiempo comenzaba a escribir cartas al modesto actor con el que compartía horas en el set de filmación.
Y entonces, sin que ninguno de los dos lo planeara, el amor empezó a filtrarse entre los espacios vacíos de esas horas muertas. A la distancia, parecía un romance ingenuo: él, el hijo de una dinastía de actores de segunda línea, nacido en Bradford pero errante, con años de escuela y pupitres prestados en distintas ciudades.
Ella, una joven aplicada que había comenzado en el teatro y ganaba notoriedad en la pantalla. En esos días de huelga, Tim y Prunella se refugiaban en las palabras, en los crucigramas que hacían juntos como pretexto para pasar el tiempo, y en los Polos, aquellos caramelos de menta que compartían casi a escondidas. Ninguno de los dos quería admitir que había algo más.
Hasta que apareció nuevamente, su enemigo. Peter Sellers. Este hombre comenzó a frecuentarla con un interés evidente. A veces eran cenas discretas; otras, llamadas insistentes. Sellers era intenso, persuasivo, y en sus palabras había promesas de una vida glamorosa. Prunella, incómoda, trataba de poner distancia, aunque no era sencillo rechazar a una estrella de cine.
Tim, mientras tanto, miraba desde las sombras. Cada vez que Prunella le contaba de las invitaciones y las miradas de Sellers, él intentaba reírse, hacerse el desentendido. “No me preocupa”, le decía con una mueca, pero por dentro un torbellino de celos le removía el pecho. Él no podía competir con la fama, con el dinero, con las luces que rodeaban a Peter Sellers.
Sin embargo, la situación con Sellers no hacía más que unirlos. Pru, que no se dejaba impresionar fácilmente, comenzó a confesarle a Tim su incomodidad con el acoso del actor. “Lo rechacé media docena de veces, pero insiste”, le decía en voz baja, con una mezcla de miedo y vergüenza. Aquella vulnerabilidad creó un lazo aún más fuerte entre ellos. Tim, que al principio intentaba disimular sus celos, empezó a aparecer más frecuentemente a su lado, como si quisiera dejar claro que él era quien estaba ahí para ella. Y ella comenzó a enviarle cartas de broma, que firmaba como “Miss H. Green”. Eran mensajes llenos de ironía, notas en las que se burlaba de su propio papel de “dama perseguida” y donde admitía, en su tono desenfadado, que prefería a Tim por sobre cualquier oferta tentadora de Hollywood.
Lo que en un principio era un romance disfrazado de juego, pronto se convirtió en algo imposible de ocultar. Según Daily Mail, cada vez que Tim se alejaba de Londres, Prunella le escribía notas en las que cambiaba su caligrafía y adoptaba seudónimos absurdos. “Estimado señor West,” escribía en una de ellas, “creo que estuvo encantador en Oxford esta semana, lo vi varias veces. Tiene justo el tipo de carácter que me gusta”. Él, desde los trenes nocturnos que lo llevaban de vuelta al teatro, leía aquellas líneas con el corazón en un puño. Sabía que detrás de cada broma había algo más, una verdad oculta, una necesidad que los unía y los atormentaba.
Tim estaba casado. Años antes, cuando apenas comenzaba en el mundo del teatro, se había enamorado de una estudiante de arte llamada Jacqueline Boyer, quien era una joven encantadora, de una familia bien posicionada, hija de un antiguo presidente del Chelsea FC.
En su momento, el amor por ella fue un torbellino, algo inesperado y embriagador, lleno de fiestas en casas elegantes y noches interminables en reuniones llenas de risas. Pero el encanto se desvaneció pronto, y en su matrimonio solo quedaban las diferencias irreconciliables. La vida con Jacqueline era una montaña rusa de emociones. Las noches de fiesta se transformaron en discusiones y en largos silencios. Mas tarde, Jacqueline admitió un romance con otro hombre, y entonces, Tim supo que había llegado el momento de partir.
La decisión de divorciarse no fue sencilla, y menos en aquella época. Tim decidió protegerla y asumió la culpa en los papeles de divorcio. Como si fuera una obra más de teatro, montaron una escena de adulterio. Reservaron una habitación en un hotel de Cheltenham, dejaron las sábanas revueltas y una bata de Prunella a los pies de la cama, como si hubieran compartido esa noche en secreto. Aquel simulacro de infidelidad resultaba tan cómico como trágico, y Pru, en medio de la tensión, no pudo evitar reírse de la escena, burlándose de la extraña comedia en la que habían convertido su amor.
El día que Tim recibió el decreto de divorcio, condujo a toda prisa hasta Brighton. Pru lo esperaba, y cuando se encontraron en un semáforo, ella, con su gesto pragmático, le preguntó si podían comprometerse. Él, entre la incredulidad y el nerviosismo, apenas pudo responderle. “Claro… quiero decir, ¿quieres casarte conmigo?” Sin esperar la respuesta, tomó su mano y le colocó el anillo, pero antes de que pudieran besarse, la luz cambió y tuvieron que seguir adelante. Fue una propuesta atípica, sin música ni luces, pero para ellos, fue perfecta.
Los años del matrimonio entre Timothy West y Prunella Scales se construyeron como las obras más sólidas y menos espectaculares. No hubo castillos, no hubo grandes triunfos; en lugar de eso, construyeron la vida con noches de teatro, con cartas escritas a mano, con anécdotas que solo ellos compartían y que se repetían como viejas historias familiares. Se casaron en 1963, en una ceremonia modesta, y al poco tiempo nació su primer hijo, Samuel West, seguido de Joseph. Tim y Pru parecían haber encontrado un equilibrio entre la actuación y la familia, una relación donde no había lugar para los excesos ni para las poses. Se miraban como compañeros, se reían de sus propios defectos, y cada uno aceptaba al otro con todas sus debilidades.
Pero el matrimonio no estuvo exento de conflictos. La intensidad de ambos les llevó a enfrentarse en numerosas ocasiones. Los años de giras teatrales, de papeles que exigían estar fuera de casa durante meses, pesaban sobre la relación. Hubo un momento en que la tensión fue tal que, durante una discusión acalorada, Tim, impulsado por una ira que no reconocía en él, según Daily Mail, llegó a arrancarle un mechón de cabello. Prunella, lejos de explotar, lo guardó en un sobre como una especie de prueba de las batallas que ambos libraban, una especie de talismán con el cual, décadas después, le recordaría, en tono burlón, aquel momento.
A pesar de estos altibajos, la química entre ellos era innegable. Tim siempre decía que no habría soportado vivir con alguien más, y Prunella se convertía en la fuerza estabilizadora, la presencia que le hacía reír cuando él se encontraba sumido en la tristeza o en la nostalgia. Para ellos, el amor se había transformado en una suerte de juego, en una serie de secretos cómplices.
Y así pasaron los años, cada uno convirtiéndose en una especie de pilar para el otro, hasta que los primeros síntomas de demencia comenzaron a aparecer en Prunella. Tim recordaba con precisión el momento en que notó algo extraño: era una noche de 2001, en el Greenwich Theatre, donde ella interpretaba una obra. En escena, Prunella parecía distraída, como si su mente estuviera en otro lugar. Para el público, el cambio era imperceptible, pero Tim, que la conocía tan bien, lo percibió de inmediato. La confrontó suavemente al final de la función, preguntándole si se sentía bien. Ella, sin entender del todo la pregunta, le aseguró que sí, que todo estaba en orden.
La situación empeoró con el tiempo, y aunque los primeros médicos minimizaron el diagnóstico, ambos sabían que algo grave estaba sucediendo. Fue en 2013 cuando la realidad se hizo ineludible: Prunella fue diagnosticada con demencia vascular. Tim, que siempre había pensado en la muerte como un tema lejano, se encontró de golpe con una nueva misión en la vida: cuidarla. De pronto, su rutina de teatro y papeles se transformó en un sistema en el que cada movimiento, cada decisión, giraba en torno a Prunella.
Para ambos, el diagnóstico fue devastador. Prunella trataba de disimular su dolor, pero en el fondo estaba consciente de que la enfermedad avanzaba. Las conversaciones que antes compartían se tornaron repetitivas; cada día era el mismo ritual de preguntas, respuestas y silencios. Tim confesaba que no le importaba repetir la misma conversación una y otra vez.
Y entonces, para sorpresa de ambos, surgió un proyecto inesperado. Channel 4 les propuso grabar un programa de viajes, Great Canal Journeys, un recorrido por los canales de Inglaterra y Europa. Tim aceptó de inmediato, convencido de que la actividad y los paisajes le harían bien a Pru. La serie, que comenzó en 2014, se convirtió en un éxito inesperado. Millones de espectadores seguían conmovidos sus aventuras en el agua, por la intimidad con la que ambos se cuidaban. Cada episodio era una prueba de su amor: Tim tomándola de la mano, ayudándola a recordar nombres y direcciones, Prunella riéndose de los errores, disculpándose cada vez que olvidaba algún detalle.
Para el público, verlos juntos era como observar una danza antigua, una coreografía donde cada gesto parecía ensayado, pero a la vez espontáneo. Cada pequeño tropiezo de Prunella, cada momento en el que ella olvidaba un lugar o una dirección, era una oportunidad para que Tim mostrara su paciencia y devoción. Él la acompañaba con ternura, la guiaba de regreso cuando se perdía en sus pensamientos. En un episodio particularmente emotivo, Prunella se detuvo en medio de una conversación y, sin previo aviso, miró a Tim a los ojos y le dijo: “No sé dónde estamos… pero me alegra estar contigo”. Tim la abrazó sin decir nada, y en ese momento, millones de espectadores sintieron el peso de la enfermedad y la belleza del amor.
A lo largo de diez temporadas, viajaron por los canales de Inglaterra, Irlanda, Francia, y hasta cruzaron el océano para recorrer las vías de Canadá y Argentina. El show era un refugio, un lugar donde podía olvidar la carga de cuidar a su esposa. Pero al mismo tiempo, no dejaba de ser consciente de que la enfermedad avanzaba. La memoria de Prunella se debilitaba; los días buenos eran cada vez más escasos, y las noches de insomnio se volvieron una constante.
En 2019, cuando los síntomas de Prunella se hicieron demasiado evidentes, la pareja decidió poner fin al programa. Para Tim, cada despedida era un recordatorio de que el tiempo se agotaba. Sabía que el diagnóstico significaba una despedida anticipada, una especie de despedida en vida. “Ves cómo la persona que amabas comienza a desaparecer”, admitía en entrevistas, con una serenidad que escondía su dolor. Cada día se convertía en una lucha por aferrarse a los recuerdos, por rescatar los fragmentos de la mujer que una vez había sido el centro de su vida.
A pesar del dolor, Tim nunca dejó de verla como la mujer que amaba. Se encargaba de que su vida tuviera una estructura, de que los días fueran lo más normales posible. Preparaba su té, la acompañaba a los conciertos, e intentaba llenar los vacíos con las pequeñas rutinas que compartían. La amaba con una paciencia que se volvía cada día más profunda, como si su amor fuera la única medicina capaz de detener el avance de la enfermedad. En su último libro, Pru and Me, escribía: “Cada vez que ella entra en la habitación y me pregunta quién soy, yo le sonrío y le digo: ‘Soy tu esposo, Tim’. Ella sonríe, asiente, y por un momento, el tiempo parece detenerse”.
Hace pocos días esta hermosa historia de amor se cortó. El legendario actor Timothy West falleció a los 90 años, en paz, al lado de su esposa, que lo terminó cuidando tambien a él en sus ultimas jornadas de vida. Ella ahora se encuentra en una nueva etapa, intentando procesar la muerte del amor de su vida y su enfermedad, que la empeora a sus 92 años.