Allen Klein creció entre los callejones grises de Newark, Nueva Jersey, EEUU. Era un niño huérfano que aprendió pronto que en este mundo hay que luchar para obtener lo que se quiere. Eso lo sabía bien y lo aplicó en cada paso de su carrera. De pequeño, mientras otros niños jugaban a las canicas, se obsesionaba con los números, los negocios y cualquier forma de evitar ser uno más en el sistema. La orfandad lo había curtido en ese sentido: si no te ocupás de ti mismo, nadie lo hará.
Cuando se graduó como contador, Klein decidió que su lugar no era una oficina de papeleo. Pronto, su agudo olfato lo llevó a la industria musical, un terreno donde las finanzas se movían a otro ritmo. Aquí, entre contratos y regalías, comenzó a ver cómo las discográficas maquillaban números y estafaban a artistas ingenuos. Fue trabajando con figuras como Bobby Darin y Bobby Vinton cuando descubrió las manipulaciones: las compañías pagaban lo que querían, recortando beneficios mediante contratos plagados de deducciones. Un robo legal, pero robo al fin.
Su primera gran oportunidad llegó en 1963, cuando cruzó caminos con Sam Cooke, la voz seductora del soul. Klein, con su estilo audaz, le dijo a Cooke lo que nadie más se había atrevido a decirle: “Te están robando”. Y fue más allá: le prometió que, si él se encargaba, no solo le devolvería lo que le pertenecía, sino que lo convertiría en millonario. El artista aceptó, confiando en el contador de Nueva York que hablaba como si pudiera mover montañas. Klein, fiel a su palabra, se plantó ante Radio Corporation of America (RCA) con una amenaza clara: no grabaría una nota más hasta que le ofrecieran un nuevo contrato.
La táctica de Klein fue vista como un chantaje descarado, pero funcionó. RCA, temerosa de perder a su estrella, accedió a firmar un acuerdo que parecía revolucionario: los nuevos temas de Sam Cooke saldrían bajo la producción de Tracey Ltd., una empresa aparentemente del cantante, aunque en realidad, detrás de esa fachada, estaba el propio Klein. La maniobra le permitió no solo controlar la música futura, sino también los derechos de las canciones anteriores. Sam Cooke jamás imaginó que esas grabaciones, que en ese momento valían poco, se convertirían en una mina de oro.
Pero el destino tiene giros crueles, y Cooke no tuvo tiempo de disfrutar de su victoria. En diciembre de 1964, fue asesinado en circunstancias sospechosas tras una noche con una prostituta. La noticia sacudió al mundo de la música, pero no a Klein, que vio en la tragedia una oportunidad. Se acercó a la viuda del artista, desgarrada por el dolor, y la convenció de venderle los derechos de las composiciones del cantante. Para Klein, eran diamantes en bruto, adquiridos a precio de saldo.
Con su habilidad para detectar las debilidades ajenas y manipular las situaciones a su favor, estaba forjando una leyenda: un defensor feroz de los artistas… Aunque, en realidad, siempre trabajaba para sí mismo.
El rol de Allen Klein con los Rolling Stones
Cuando puso la mira en los Rolling Stones, su reputación ya lo precedía. Sabía que las grandes estrellas del rock estaban siendo explotadas por las discográficas, y los Stones no eran la excepción. Decca Records, la compañía que los había fichado, les pagaba lo justo para que no se marcharan, pero la banda apenas veía las verdaderas ganancias. Eso, para Klein, era un campo fértil.
En 1965, Klein detectó algo que otros habían pasado por alto: el contrato de los Stones tenía irregularidades que podían explotarse a su favor. Con su implacable estilo, se lanzó al ataque, sabiendo que Decca no podía permitirse perder al grupo. Su táctica fue la misma que había utilizado con Sam Cooke: extorsionar sin decir la palabra. Eric Easton y Andrew Loog Oldham, los representantes originales de los Stones, se vieron completamente sobrepasados por Klein, quien, con la precisión de un cirujano, desmanteló los contratos existentes y logró mejorar las condiciones de la banda.
Pero lo que parecía un trato a favor de los Rolling Stones se reveló como una de las mayores estafas a largo plazo en la historia del rock. Klein, astuto como un lobo, convenció a la banda de crear una compañía, Nanker Phelge, supuestamente para evitar pagar los altos impuestos que imponía el gobierno laborista británico. Así, las enormes sumas de dinero que comenzaban a generar sus éxitos se distribuirían de manera gradual y estarían más protegidas. Sin embargo, los años revelarían que los nombres de los miembros de la banda no aparecían en los estatutos de Nanker Phelge: los derechos de sus canciones y grabaciones estaban en manos de Allen Klein.
Cuando los Stones finalmente rompieron relaciones con Klein en 1970, la verdad los golpeó como una tormenta. Sus nombres no figuraban en los documentos clave, y Klein reclamaba propiedad sobre algunas de las canciones de los álbumes Sticky Fingers y Exile on Main St.. La banda quedó atada en una red legal de la que no pudieron escapar, y Klein siguió haciendo millones mientras ellos apenas veían las migajas.
La relación entre Allen Klein y The Beatles
La entrada triunfal de Klein en el mundo de The Beatles ocurrió en una tarde fría de enero de 1969, cuando John Lennon y Yoko Ono lo visitaron en su lujosa suite del Dorchester Hotel de Londres. John, agotado por los problemas financieros de los Beatles y la lucha interna por el control del grupo, buscaba una salida. Klein, que ya había conseguido hacer maravillas con las finanzas de los Stones, se mostró compasivo y conocedor del arte de Yoko, detallando con precisión la discografía de la banda. Su carisma era irresistible.
En cuestión de horas, Lennon estaba convencido de que Klein era el hombre indicado para salvar a los Beatles. “Tienes que ser nuestro hombre”, le rogó John, y Yoko, siempre protectora de sus intereses, incluso se ofreció a escribir el contrato. Para ellos, era el mesías que necesitaban para poner orden en el caos financiero del grupo.
Pero, como en tantas otras historias, no todos compartían ese entusiasmo. Mientras Ringo Starr y George Harrison seguían el liderazgo de Lennon, Paul McCartney se mantenía escéptico: tenía sus propios asesores financieros, los Eastman, la familia de su esposa Linda, quienes no tenían ninguna referencia favorable sobre las maniobras de Klein. Paul, quien había tomado las riendas del grupo en los últimos años, lo veía como un depredador disfrazado de salvador, y juró que nunca trabajaría con él.
Esta batalla por el control dividió a los Beatles. Paul, siempre meticuloso, no solo desconfiaba de Klein; estaba convencido de que su llegada sería el golpe final para el grupo. Para sorpresa de todos, el 10 de abril de 1970, McCartney anunció públicamente que los Beatles se separaban. No había vuelta atrás. Los años siguientes estarían marcados por interminables batallas legales entre los miembros del grupo, sus abogados y, claro, Allen Klein, quien nunca soltó su presa.
Mientras tanto, el empresario siguió moviéndose en la industria con la misma agresividad. En su mundo, los contratos y las ganancias eran su razón de ser. Y aunque su relación con los Beatles se desintegró, él continuó su cruzada, enfocando su talento en asustar a las grandes corporaciones. Paramount Pictures aprendió esta lección en 1984, cuando Klein descubrió que habían usado Wonderful World de Sam Cooke sin autorización en la película Witness. El resultado: un cheque de seis cifras a su favor. Para Klein, el negocio de la música no era solo un trabajo, era un campo de batalla donde él siempre ganaba.
La ambición empresarial
El éxito financiero no era suficiente para Allen Klein. Aunque ya había hecho fortuna manejando las finanzas de los nombres más grandes de la música, su ambición iba más allá. Con los millones que había sacado de los Rolling Stones y The Beatles, decidió que su próximo objetivo sería el cine. El mundo del séptimo arte, con su glamour y su potencial de ganancias, era un nuevo reto en el que quería dejar su huella.
Klein empezó a jugar fuerte en la bolsa de valores y, con el dinero acumulado, intentó nada menos que tomar el control de Metro-Goldwyn-Mayer (MGM), el estudio de cine que había sido la cuna de clásicos de Hollywood. Su sueño era dominar ese sector, expandir su imperio más allá de los discos y los contratos musicales. Pero, como con muchas de sus inversiones, los riesgos superaron las recompensas.
No logró hacerse con MGM, pero eso no lo detuvo. Con su mirada siempre puesta en lo impredecible, comenzó a financiar producciones B-movies y, más notablemente, invirtió en películas de corte experimental. Fue en esta etapa cuando Klein adquirió los derechos de El Topo, una película de culto dirigida por el excéntrico cineasta Alejandro Jodorowsky. También financió otro proyecto del director, The Holy Mountain, dos películas que se convirtieron en íconos del cine underground. Para Klein, el cine representaba otra forma de poder, una manera de estar en los ojos y mentes de todos, tal como lo había hecho en la música.
Hasta el final de su vida, Allen Klein siguió acumulando enemigos, demandas y, por supuesto, millones. Era una figura ambigua, capaz de salvar una carrera y destruirla con la misma facilidad. Su habilidad para manipular a las estrellas más grandes del mundo dejó cicatrices profundas en la industria de la música, pero también transformó para siempre el juego de los contratos y derechos musicales.
Klein murió en 2009, dejando detrás una estela de victorias legales y fortunas amasadas. Hoy, el legado de este hombre se balancea entre el respeto y la desconfianza, entre los que lo ven como un visionario y aquellos que lo consideran uno de los villanos más grandes del entretenimiento.