Para muchas personas, la educación es un camino que se interrumpe por obligaciones extraescolares, dificultades o la falta de recursos. El abandono escolar es una de las tragedias educativas a las que hay que prestarle atención. Sin embargo, hay quienes logran mantener intacto ese anhelo de aprender y vuelven al colegio de grandes. Retomar los estudios en la adultez implica enfrentar no solo el tiempo perdido, sino también las barreras que los alejaron del aula. Es un acto de valentía y determinación.
Volver a la escuela no es simplemente completar algo pendiente. Es un esfuerzo por recuperar un espacio personal que durante años estuvo ocupado por el trabajo, la familia o las barreras sociales. Recuperar una voz que había quedado en silencio. El aprendizaje, más que un título, representa una reafirmación de los derechos y los sueños. Y demuestra que nunca es tarde para aprender.
Victoria, Irene y Basilia son tres mujeres que viven en la provincia de Mendoza y que, tras años de haber dejado sus estudios, decidieron volver a la escuela. Ya con hijos y nietos, habiendo recorrido caminos complejos en lo laboral y lo familiar, entendieron que era su momento. Su empeño por recuperar lo que el tiempo les quitó es una historia de lucha contra la vergüenza, los prejuicios y los obstáculos que alguna vez parecieron insuperables. Estas son sus historias, contadas con la honestidad y la fuerza de quienes se niegan a rendirse.
El sueño de ser maestra
Victoria tiene poco más de 50 años y siempre soñó con ser maestra de Plástica. Pero la vida le impuso otro camino. “Llegué hasta tercer grado de la primaria”, dice, “y después me sacaron porque tenía que trabajar y había que alimentar a mis hermanos; tengo 13 hermanos”, recuerda. A pesar de que en su infancia debió asumir responsabilidades de adulta, la educación siempre fue una meta pendiente para ella. De niña, trataba de seguir estudiando a escondidas, practicando bajo la luz de las velas y escondiendo los cuadernos de su madre: “Si me veía mi mamá, guardaba todo y lo escondía porque si no, me pegaba”.
Victoria empezó a trabajar desde muy joven en la casa de una directora de escuela en Luján de Cuyo, quien, con la excusa de ayudar en la casa, le enseñaba y le daba plata a cambio de un trabajo ficticio. “Pero yo no llegaba con el cuaderno a mi casa; lo escondía en un baldío, lo enrollaba y lo dejaba debajo de un yuyo que se llama pájaro bobo, porque si no mi mamá se enojaba”.
De grande se casó y tuvo hijos, pero no deja de interesarse por los estudios. Durante los viajes en colectivo con sus hijos, aprovechaba para leer y seguir aprendiendo a la par de que ellos crecían. “Siempre tuve la vergüenza de que cuando hay que llenar papeles y te preguntan por el nivel educativo, yo tenía que poner ‘primaria incompleta’. Ni siquiera podía decir ‘primaria completa’”, confiesa. También cuenta que las maestras de sus hijos la dejaban sentarse en el fondo del aula y la incentivaban a estudiar, la trataban como un alumno más de la clase.
Pero recién el año pasado, con sus hijos ya grandes, Victoria decidió que era hora de terminar la escuela. Fue uno de sus hijos el que le dio el empujoncito y, así, después de buscar diferentes opciones, Victoria empezó a estudiar nuevamente en una escuela para adultos en San Carlos, a cinco kilómetros de su casa. Aunque al principio temía que le costara demasiado, se dio cuenta pronto que no estaba empezando de cero. “Estudié mucho el año pasado, mucho, y me propuse no faltar”, dice.
Hoy, Victoria está por terminar la primaria, y ya planea seguir con la secundaria. Sus hijos la alientan a seguir adelante. “Me dicen que no ponga más ‘primaria incompleta’, ahora puedo poner ‘en curso’”, dice. Y también cuenta que su nieto de diez años le pregunta: “¿Qué tal te fue en la escuela, Yaya?”. En casa, todos la apoyan, y el hecho de volver a estudiar juntos ha generado un vínculo aún más fuerte: “Estudiamos juntos”, dice orgullosa.
La búsqueda de oportunidades
La historia de Irene está marcada por las dificultades que enfrentó como migrante. De origen boliviano, se crió con su abuelo, quien no pudo ofrecerle la estabilidad económica necesaria para ir a la escuela. “Estudié hasta quinto grado, pero mi abuelito ya no tenía plata y me tuve que ir a Buenos Aires a trabajar”, dice. Tenía doce años.
En Buenos Aires trabajaba como empleada doméstica, y, aunque quería seguir estudiando, sus patrones le dijeron que no iba a ser posible: como no tenía documento argentino no iba a poder. Pasó seis años en la capital trabajando y luego volvió a Bolivia, donde nuevamente se encontró con barreras para retomar su educación. “Cuando quería estudiar, me decían que ya era vieja, que me iba a dar vergüenza”.
Después de varios años, Irene regresó a Argentina, primero fue a Buenos Aires y luego viajó a Mendoza, junto a su pareja. La provincia suele recibir a migrantes que viajan por la vendimia y las cosechas; muchos se quedan. Fue allí, donde una vecina la alentó a retomar los estudios. “Si querés estudiar, podés”, le dijo y desechó todo lo que los otros le habían estado diciendo durante años. Con ese impulso, Irene se inscribió en una escuela para adultos y comenzó a cursar la primaria. “Estuve tres años y ahora este año estoy en la secundaria”, dice con satisfacción.
Hoy, Irene es ama de casa y cuida de sus dos hijos más pequeños, uno de ellos con discapacidad. Y aunque el día a día es exigente, sus hijos la alientan a continuar. Su hija, que también está en primer año de la secundaria, comparte con ella las tareas y las conversaciones sobre las materias que estudian. “Siempre estamos charlando de cómo hacer las tarea, si es igual o no a lo que ella hace en la escuela y lo que yo hago”, dicen. Madre e hija ahora encuentran puntos en común en sus aprendizajes, comparando materias y hablando de la importancia de la educación.
La educación como meta familiar
Basilia tenía el sueño de estudiar para ser enfermera o policía. Pero un embarazo a los 15 le interrumpió estudios. Su mamá la decía que siguiera estudiando, “Pero tuve a mi nena y no quería dejarla sola”, dice.
Basilia también es boliviana. Y cuando llegó a la Argentina, sintió nuevamente el impulso de terminar la secundaria. Pero ahora, la barrera tomó la forma de un miedo a volver muy tarde en la oscuridad cuando saliera de la escuela nocturna. Le costó, pero pudo superar ese temor y empezó a preguntar cómo podía hacer para terminar el último año de secundaria. “La maestra Etelvina —la nombra con cariño— me dijo que tenía que hacer un trámite”, dice. Los trámites burocráticos la llevaron de vuelta a Bolivia, donde, después de un largo proceso entre Santa Cruz y Potosí, logró obtener los documentos para revalidar sus estudios. Aquí tuvo que comenzar desde el primer año, pero no lo sintió como una carga. “Me costaba empezar de vuelta”, dice, “pero mi marido me apoya”.
Basilia no estudia sola. En casa, comparte el escritorio con sus hijas, que están en primero y tercero de primaria. Juntas se sientan a hacer las tareas y a resolver dudas. “Nos ponemos a estudiar en el escritorio”, dice. Para ella, retomar los estudios ha sido un desafío, pero también una oportunidad de fortalecer la relación con sus hijas. “Es difícil empezar de nuevo, pero seguimos adelante”, concluye con determinación.