La frase atribuida al expresidente Bill Clinton en 1992 ”¡Es la economía, estúpido!”, tenía sentido en un contexto de ineludible ascenso del sistema democrático tras el fin del mundo bipolar, con la consiguiente desaparición de los principales regímenes totalitarios, como fueron el fascismo, nacismo y comunismo, y también, coincidiendo con el descrédito de las dictaduras militares que tanto daño nos hicieron en Iberoamérica. Era el fin de la Historia y el triunfo de la democracia liberal como destino de la humanidad, ligado a la idea de progreso, como describió Fukuyama.
El ascenso de las democracias en los años 90 tuvo dos factores dinamizadores que no debemos olvidar. El primero, la ilusión democrática de la gente por vivir mejor y progresar, con espejos a los que mirar y en los que inspirarse para creer que eso era posible. El segundo factor fue la inyección de apoyos que recibió la democracia de diferentes donantes, como objetivo político, y los efectos catalizadores de dichos apoyos en derechos humanos, libertades y en desarrollo.
Como señala la directora de USAid, Samantha Power, cada 10 millones de dólares que aportó esa agencia contribuyó a un salto de siete puntos sobre 100 en el índice de democracia electoral global, del Instituto V-Dem en la Universidad de Gotemburgo. La Unión Europea (Comunidad, en ese entonces) proporcionó un apoyo integral en una combinación de ayuda financiera a países en transición democrática, apoyo diplomático y político, con la intensificación de acuerdos de tercera generación basados en principios democráticos y de derechos humanos y el diálogo político a todas las escalas con países latinoamericanos, con un apoyo económico que hizo de la CE el primer proveedor de ayuda pública al desarrollo para América Latina.
A su vez, la expansión de regímenes democráticos hizo posible que en los años 90 se acordaran algunos de los convenios internacionales que más han acelerado el reconocimiento, protección y promoción de los derechos humanos (la Cumbre de la Tierra de Rio de 1992, la Conferencia Mundial de Derechos Humanos de Viena de 1993, la Plataforma de Beijing de 1995 para el avance de los derechos de las mujeres o el Estatuto de Roma de 1998 de la Corte Penal Internacional).
Hoy, cuando creíamos que la democracia era mejorable pero imbatible, esa certeza sufre una doble amenaza. En Occidente, es decir en Europa y América, si bien es cierto que no ha surgido (aún) una alternativa real a la democracia liberal es ya evidente que el mayor desafío al sistema democrático ha brotado de la maraña de contradicciones y conflictos que nacen en él. A veces parece que avanzamos hacia el polo opuesto al ideal de la democracia deliberativa de John Rawls, para quien el proceso deliberativo entre aquellos que piensan diferente es el mejor camino hacia el bien común. Al contrario, hoy predomina la polarización extrema y la fractura, no solo ideológica sino emocional, uno de los retos más perturbadores para la convivencia democrática, con un incremento del discurso del odio, agudizado en la banalidad de las redes sociales, que divide cada gesto y decisión entre el “nosotros” y los “otros”, a quienes convertimos en enemigos a destruir, ni siquiera a convencer.
El consenso alcanzado a mediados del siglo pasado para lograr un mundo más promisorio, un futuro con más democracia, paz e igualdad, y hacerlo a través de la educación, la ciencia y la cultura, con organizaciones como UNESCO o la OEI, parece haberse roto; hasta el extremo de que, en las agendas de las grandes cumbres, como pueden ser Davos o la Iberoamericana, el espacio de la educación y la cultura, va siendo ocupado progresivamente por el empresarial.
Esa polarización no puede aislarse de otros males de la democracia, a los cuales se ha venido prestando poca atención, como es la indignidad que provoca la corrupción generalizada; la frustración y resentimiento causados por las desigualdades sociales y económicas, (una de cada cuatro personas en América Latina y Caribe viven en hogares pobres, según el Banco Mundial en 2023) y por las discriminaciones cruzadas por género, raza, brechas en el acceso a bienes y servicios en el campo/ciudad, entre quienes trabajan en la formalidad, acceden a estudios y sistemas de salud y los excluidos del sistema y de oportunidades de ascenso social y económico; o el incremento del miedo y la inseguridad generados por la cultura de la violencia.
Tras estudiar la caída de varias democracias en Europa y América Latina, los profesores Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, de la Universidad de Harvard, creen que la quiebra de las democracias no se va a producir por golpes de estado militares o violentos, sino por retrocesos y desgastes paulatinos desde el interior, en sus propios fundamentos. Estudios de distintos organismos especializados en analizar la democracia concluyen que estamos ante “la paradoja de la democracia”, que se refiere al apoyo a la democracia, pero también a modelos que vulneran el sistema de garantías y que, por tanto, son autoritarios. Detrás de esta situación existe una comprobada pérdida de confianza ciudadana en el sistema democrático, tal y lo muestran numerosos estudios como el Latinobarómetro, que informa que menos de un tercio de los ciudadanos latinoamericanos están satisfechos con la democracia, situación que se agrava entre los jóvenes.
Desde la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI), defender la democracia y el sistema de derechos humanos es una prioridad, es un prerrequisito para que la cooperación funcione. Estamos convencidos de que la democracia debe cultivarse para que sobreviva y progrese, en un proceso constante de adaptación y transformación ante los retos que sobrevienen, o se marchitará. No podemos dejar que crezca el porcentaje de personas insatisfechas o indiferentes con la democracia.
La tarea que tenemos frente a nosotros es compleja, pero no imposible. Necesitamos recobrar la ilusión de la gente y aunar esfuerzos de todos los sectores. Una condición esencial para alimentar la democracia es formar a los ciudadanos en valores y cultura democráticos (como señala el politólogo R. Dahl). Por eso, creemos que promover la ética cívica es el más rentable de los legados que podemos construir entre todos para defender y proteger los sistemas de valores democráticos que hemos creado con tanto esfuerzo. Una ética cívica aprendida y desarrollada desde niños y cultivada a lo largo del ciclo de la vida, por hombres y mujeres, políticos, funcionarios, empresarios, médicos, profesores, conductores, consumidores, constructores, reguetoneros, arquitectos, etc. Es decir, como dice Victoria Camps, por ciudadanos virtuosos vinculados con un interés y bien común que nos une como seres humanos.
Educar ciudadanos democráticos, compasivos, solidarios, dialogantes, con pensamiento crítico, con capacidad de consensuar y de reconocer al Otro es hoy crucial para proteger nuestras democracias, y es la apuesta política más rentable, como nos enseña Adela Cortina. Elevar la educación ética a prioridad política en América Latina y en la Unión Europea es nuestro objetivo, apelamos a que sea una prioridad en las agendas de los países iberoamericanos y en las próximas citas de la Cumbre Iberoamericana y de la Cumbre UE-CELAC.
Estamos convencidos de que la inversión en educación ética es el mejor antídoto frente a la desconfianza, la violencia y los abusos, la indiferencia, germen del autoritarismo, despotismo y de una sociedad amoral y fracturada. Es la herramienta más eficaz para contribuir a la convivencia democrática. Ese es el propósito de la Red Iberoamericana de Derechos Humanos y para la Ciudadanía Democrática, que hemos creado este mismo año. A través de un trabajo colaborativo entre sectores sociales y actores públicos y privados se propone fortalecer la educación en valores y en derechos humanos en Iberoamérica, construyendo un marco educativo y de desarrollo de competencias en derechos humanos y ciudadanía global tanto en escuelas como, sobre todo, a través de estrategias y acciones de educación a lo largo del ciclo de vida de las personas.
Hay mucho por hacer, pero somos optimistas. Con los apoyos necesarios, bien articulados, el factor de la ilusión de la gente es un motor extraordinario. La sociedad quiere progresar, como prueban las cerca de 500 iniciativas de todos los países iberoamericanos que se han presentado a la V edición del Premio Óscar Romero de Educación en Derechos Humanos, cuyo evento regional de premiación tiene lugar esta semana en Río de Janeiro.
Pasemos del “es la economía, estúpido” a invertir en la educación ética y cívica, lo más rentable para la economía, la seguridad o la salud de la gente. Porque hace más consciente, más competente, más preparada y feliz a la gente, y la gente quiere vivir mejor y feliz, no en una permanente disputa. Apostemos por un gran pacto por la educación ética para promover la convivencia democrática en nuestros países.
* Mariano Jabonero es secretario general de la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI). Irune Aguirrezabal es directora de Derechos Humanos, Democracia e Igualdad de la OEI