Margarita Mainé es escritora y docente: conoce muy bien los puntos de encuentro y desencuentro entre la literatura y la escuela. A principios de los 80 se recibió de profesora de Educación Preescolar en el Instituto Sara C. de Eccleston: para ingresar a ese profesorado –pionero en la formación de docentes de nivel inicial–, tuvo que narrar un cuento. Su carrera como escritora de literatura infantil y juvenil empieza diez años después, como una continuidad de los relatos que ella les contaba a sus alumnos y a sus hijos.
Desde entonces no dejó de escribir: sus textos se leen en los jardines de infantes y en las escuelas primarias de todo el país. Tiene, además, tres novelas para jóvenes. En 30 años, publicó más de 50 títulos, desde Mi amor está verde (1991) hasta Espantosos rugidos (2023), pasando por Cartas a un gnomo (reeditado varias veces desde 1994), Cuentos para salir al recreo, Mateo y la luna o la saga que empieza en Días de playa. Aunque ya no se dedica a dar clases –fue maestra de jardín y de primer grado–, vive recorriendo escuelas para encontrarse con sus lectores y con los maestros. Esta semana, fue la encargada de abrir las jornadas para docentes y mediadores de lectura de la Feria del Libro Infantil y Juvenil, que continúa hasta el domingo 28 de julio en el ex CCK (Sarmiento 151, CABA), con entrada libre y gratuita.
Infobae conversó con ella sobre el lugar de la literatura en la escuela, sobre la relación entre lectura y redes, y sobre la necesidad de pensar la lectura y la alfabetización como problemas sociales, no solo escolares.
–Esta semana hablaste en la Feria del Libro Infantil y Juvenil sobre los encuentros y desencuentros entre la literatura y la escuela. Pareciera que en el nivel inicial predomina el encuentro: la mayoría de los chicos disfrutan de las historias que les leen sus maestras. ¿Por qué, al final de la secundaria, la literatura les interesa a muy pocos estudiantes?
–Yo me recibí de maestra de jardín. Trabajé muchos años en nivel inicial y después pasé a primer grado, así que viví esa transición que hacen los chicos, en la que cambia totalmente el clima. En el nivel inicial, por ejemplo, la maestra saca a los chicos a jugar cuando los ve nerviosos o cuando están cansados. En cambio, en la primaria suena el timbre y los chicos salen al recreo aunque estén en el mejor momento del trabajo: con el timbre se acabó la concentración.
También cambia la forma de evaluar: en nivel inicial uno evalúa narrando cómo está el niño, y en los otros niveles tenés que poner una letra o un número para resumir cómo le va en Lengua. Esos dos aspectos no tienen que ver con la literatura, pero sí con el clima que se genera. En el nivel inicial, la literatura entra naturalmente. Cuando yo me recibí de maestra jardinera en 1981 en el Eccleston, para entrar tenías que contar un cuento y cantar una canción. Eso es lo que hace la maestra jardinera: canta, juega, propone libros, cuenta cuentos. ¿Y qué pasa después? Sé de maestras que, después de leer Días de playa o Días de campamento, armaron una playa o un campamento en la sala. No quiero generalizar, pero por ahí en la primaria hay maestros que agarran un libro y les hacen subrayar los sustantivos a los chicos de quinto grado.
Me parece que el maestro siente la mirada de los padres y los directivos que exigen que sus tareas sean “productivas”. Entonces está obligado a que en el cuaderno se escriba, porque si no, los padres dicen que no trabajó. ¿Por qué tiene haber un registro de todo en el cuaderno? Por ahí vos leíste un cuento fabuloso con los chicos, conversaste, ellos pensaron un montón; pasó una hora y no escribieron nada. Pero frente a la necesidad de que haya registro de su trabajo para no ser criticado, el maestro genera “actividades”: responder preguntas sobre el cuento, subrayar los sustantivos, buscar las palabras difíciles, hacer un resumen. Ahí es donde se arruina la relación con la literatura.
–¿Debería separarse la literatura de los contenidos de Lengua?
–¿Para qué sirve la literatura? Para nada… y para todo. Cuando el maestro aborda la literatura con el objetivo de “sacarle rédito” en Lengua, me parece que el alumno se va alejando.
Por eso es tan importante la biblioteca en el aula, o en la escuela, o la biblioteca circulante donde los chicos puedan elegir qué leer. En un grado hay 30 alumnos. ¿A los 30 les gusta la novela, la poesía, el cuento? Es muy difícil generalizar. El maestro elige, a veces con la ayuda del bibliotecario o con el promotor de la editorial, y habrá chicos que se enganchan y otros que no. La escuela necesariamente generaliza, porque el maestro no puede elegir un libro para cada niño. Pero si la biblioteca del aula o de la escuela es variada, en algún momento cada uno puede buscar lo que le gusta.
Por otro lado, no todos somos lectores de literatura: ni todos los adultos, ni todos los niños; ni ahora ni nunca. Ahora se toman estas pruebas de comprensión lectora en las que siempre salimos tan mal, pero cuando yo iba a la escuela no había ni libros ni biblioteca y nadie hacía esas pruebas para saber cómo leíamos. Ahora se le achacan todos los problemas a la escuela, pero yo recorro muchas instituciones y veo que hay docentes que con la literatura hacen cosas maravillosas, creativas y lúdicas: transforman los espacios, hacen ferias del libro, invitan a los autores. Y cada vez son menos los que proponen subrayar los sustantivos.
–¿Qué hace un buen docente con la literatura, cómo se logra despertar el deseo de leer?
–No se puede dar lo que no se tiene. El docente tiene que ser un buen lector. Si vos elegís entre 10 libros, lo hacés de un modo. Si elegís entre 20, mejor. Y si elegís entre 50, es un lujo. La accesibilidad a los libros es un tema. A un sueldo docente le cuesta un montón comprar un libro. Por eso la importancia de las bibliotecas y de que los libros circulen. Si no, ¿cómo hace el docente para leer 50 libros?
Por otro lado, es importante ver la diversidad del grupo. Muchas veces las escuelas obligan a los docentes a elegir en diciembre los libros que van a leer el año siguiente. Pero el docente no conoce a su grupo ni sabe lo que leyeron antes, ¿cómo va a elegir?
Yo suelo aconsejarles a las maestras que lleven una bitácora de lectura, que puede ser individual de cada niño o, más frecuentemente, grupal. Con eso vos sabés lo que leyeron en primer grado, en segundo, en tercero, y entonces podés ir complejizando y ofreciendo una literatura diversa, en vez de repetir siempre lo mismo. Es amplísima la diversidad de la literatura infantil que se produce hoy en la Argentina. Uno ve, en la Feria y en otros espacios, muchísimos docentes y bibliotecarios que vienen a buscar nuevas voces porque les gusta enriquecerse y enriquecer su tarea.
–En esa tarea de selección de lecturas para los chicos, especialmente en la secundaria, ¿cuál es el lugar de los clásicos y cuál el de los autores contemporáneos, que a veces pueden resultar más cercanos?
–No hay una única respuesta a esa pregunta. A mí me encantan los clásicos. De hecho, estoy escribiendo ahora una colección que trata de acercar a los chicos a los textos originales de Alicia en el país de las maravillas, Peter Pan, Pinocho, que para mí son fundantes de toda la literatura que vino después. Yo pienso que en la secundaria los chicos tienen que leer los clásicos. Pero cuando un profesor me dice que los estudiantes no se enganchan, también lo entiendo. Creo que hay que encontrar un equilibrio: que conozcan a los clásicos, pero quizás no obligarlos a leerlos completos. La literatura contemporánea es de lectura más fácil. Suele tener capítulos más cortos, es menos descriptiva. Y por ahí te habla de tu ciudad, de lo que te pasa hoy. Eso facilita que los chicos se enganchen. Los adolescentes cuando quieren halagar un libro mío me dicen: “Lo leí rápido”.
–Esa velocidad también tiene que ver con la dinámica de las redes. ¿Cómo ves la relación entre la literatura y lo digital? A futuro, ¿te imaginás una literatura más interactiva, que incorpore los lenguajes digitales? ¿o una que se afiance como un espacio de resistencia a esa lógica más acelerada y dispersa?
–Un poco y un poco. Los lenguajes van cambiando junto con las generaciones y yo no quiero invalidar nada de lo que viene. Me parece que los docentes tenemos que estar atentos a lo que viene, porque para ser educador tenés que entender a tus alumnos. Yo creo que, bien usado, el celular en el aula es bárbaro. Me parece que podemos tener un rato para leer y concentrarnos, pero también creo que los chicos de hoy tienen otros niveles de concentración que los que teníamos nosotros: ni mejores ni peores, distintos. No tenemos que cerrarnos a que la lectura sea de una determinada manera. Tampoco creo que las bibliotecas deban ser silenciosas: antes no se podía hablar, pero ahora en muchas escuelas ese es un espacio ruidoso y nutrido de juegos, y eso está buenísimo.
–Más allá de los cambios en la concentración, ¿percibís que se modificaron los gustos literarios de los chicos a lo largo de estos 30 años en que publicaste libros?
–Hay libros que escribí hace 30 años y se siguen vendiendo, los chicos los siguen leyendo. Yo me sorprendo de que todavía se sorprendan. De todas maneras, los chicos de hoy son muy distintos de cuando yo empecé a trabajar en el jardín. Son mucho más ávidos de saber y responden menos a la autoridad. En el jardín a los chicos hay que seducirlos todo el tiempo para que estén atentos a lo que les decís o a lo que querés que hagan. Por eso la maestra jardinera desarrolla tanto la creatividad: la espontaneidad de los chicos te hace ser más creativa. En la primaria es diferente: hay que quedarse sentado, hay que copiar del pizarrón.
Yo hoy veo chicos más inquietos intelectualmente, muy estimulados: te preguntan de todo, quieren saber. Eso está buenísimo. Yo escribí las historias de Días de playa un poco sorprendida por mi hijo más chico, que nació 20 años después de mis dos hijos mayores. Con él noté una diferencia generacional enorme: creo que los chicos de ahora son más inquietos, distraídos, demandantes, híper estimulados.
–¿La narración oral o la lectura del docente en voz alta pueden ser una puerta de entrada al placer de la lectura?
–Por supuesto. Para mí la oralidad y la narración son la base. Ahí se despierta la sed de historias, el querer escuchar: pienso por ejemplo en la narración de las abuelas a los nietos (aunque ya no hay tantas abuelas que cuenten cuentos). En esa narración, en ese diálogo, el niño descubre el ejercicio de escuchar y conocer un mundo nuevo. En el caso del nivel inicial, yo recomiendo la narración más que la lectura. Siempre les digo a las maestras: si les narrás un cuento, los estás mirando a los ojos, ves si te están prestando atención, te apurás o te detenés según el clima. En cambio, si leés, estás mirando el libro.
La lectura en voz alta para mí es fundamental en todos los grados y también en el secundario. ¿A quién no le gusta que le lean una buena historia? Ese es otro recurso que tienen los maestros y los padres. A veces dicen: “No te leo más porque ya estás grande”. Pero leer solo no es lo mismo que leer con alguien, y que a partir de ahí surja la conversación. ¿Cómo vamos a hablar con los niños de tantas cosas que pasan –la muerte, las enfermedades, la mentira– sin la literatura? Cuando leés un libro con tus hijos o con tus alumnos, terminás hablando de cosas de las que no se habla cotidianamente.
–Dijiste hace un rato que la literatura no sirve para nada y a la vez sirve “para todo”. ¿Qué les da la literatura a los chicos actuales?
–Lisandro Aristimuño dice en una canción que “al alma hay que darle de comer”. Para mí la literatura es alimento para el alma. Si un texto literario no te genera empatía, tenés que seguir buscando, porque seguro alguien escribió un libro para vos. La literatura te permite identificarte, ponerte en el lugar del otro, sentir que no estás solo en el mundo; alimenta la creatividad y la imaginación. Cuando leés una historia de alguien que está angustiado por algo que a vos te angustia, eso te calma.
Yo tengo un cuento que se llama “La goma nueva”, sobre una goma que puede por ejemplo borrar los aparatos de los dientes u otras cosas que no les gustan a los personajes. Una maestra lo leyó con sus alumnos y les preguntó qué harían con esa goma. Un chico de 7 años escribió: “Borraría la tristeza, porque a mi prima la separaron de su hermano y está triste”. Otro escribió: “Borraría el mal del mundo, porque no me gusta que la gente se pelee”. El año pasado fui a Chubut, una maestra había trabajado con un libro mío sobre el enojo. La maestra llevó a la clase un frasco y les dijo a los chicos: “Escribamos acá adentro lo que nos hace enojar”. Un nene puso: “A mí me enoja cuando no hay comida en mi casa”. Me parece que la literatura puede servir para eso: para permitirte decir algo que te angustia, para abrir la puerta a ese ser humano que está dentro del niño al que le querés enseñar a sumar y restar.
Creo que, cuando se habla de estas evaluaciones que dicen que los chicos no comprenden lo que leen, también debería hablarse de la cantidad de libros que tienen esos niños, de si sus papás les leen o no. Un plan de alfabetización o de comprensión lectora nos tiene que involucrar a todos. No podemos echarle siempre la culpa al maestro: hay una responsabilidad social. Los padres están todos con el telefonito, el chico no lee y es culpa del maestro. Me parece que, si queremos cambiar esto, lo tenemos que hacer como sociedad y promover que los padres también estén interesados en leer y en leerles a sus hijos. Siempre escuchamos: “Los niños deben leer, los niños deben comprender”. Pero basta con mirar lo que pasa en los grupos de WhatsApp: ¿cuántos adultos no entienden lo que leen?