“Todo proceso educativo necesita de cognición y emoción: es un binomio inseparable”, definen Sandra Vigo y Carina Cabo en el libro que acaban de publicar en conjunto, Neuropsicoeducación en las infancias. En el trabajo, las pedagogas retoman los hallazgos de distintos estudios en el ámbito de las neurociencias para acercarlos a los docentes y familias, y proponen ideas para repensar las actividades educativas en el aula, pero también para enriquecer la crianza en el hogar.
Integrar las emociones con el aprendizaje, hacer lugar en clase al movimiento, construir un entorno estimulante, recuperar en la escuela primaria el valor del juego, potenciar la creatividad infantil son algunas recomendaciones de las autoras. Vigo es licenciada en Educación por la Universidad de Quilmes y especialista en neurodesarrollo infantil; Cabo es doctora en Educación por la Universidad Nacional de Rosario. Ambas publicaron ya varios libros, este es el primero que escriben en conjunto.
“La finalidad del libro es ofrecer un material asequible, con las últimas actualizaciones en relación con diferentes investigaciones que neurocientíficos muy reconocidos han llevado a cabo en varios países”, explica Vigo. Las autoras parten de la convicción de que los aportes de las neurociencias deberían permear más el trabajo en las escuelas, para fortalecer los aprendizajes pero también para mejorar los niveles de bienestar de docentes y alumnos.
“El niño tiene una forma particular de aprender, que no es la misma del adolescente o del adulto. Gracias a las investigaciones, a las neuroimágenes y todo lo que hoy conocemos, sabemos que hay momentos oportunos y de mayor neuroplasticidad que debemos aprovechar”, agrega Vigo.
“La calidad educativa y los buenos aprendizajes pasan por prácticas no improvisadas, que se han planificado en función de conocer las características particulares de ese niño o esa niña. Cuando planificamos, siempre tenemos que pensar en quién tenemos enfrente, cómo está aprendiendo, qué necesita, cuáles son sus tiempos”, señala.
Las autoras plantean que en muchas escuelas todavía subsisten prácticas tradicionales que fueron abandonadas hace mucho tiempo en el discurso pedagógico, como la memorización de información y las clases expositivas en las que los alumnos solo deben escuchar al docente. Las consecuencias: “El niño queda sobrecargado de información, se aburre, no presta atención y se desconcentra”.
En ese sentido, remarcan que memorizar una información no equivale a haber adquirido un conocimiento: “El hecho de incorporar información a las bases memorísticas no significa que el niño haya aprendido, porque hoy se sabe que tenemos una memoria funcional o de trabajo altamente limitada”, afirma Vigo. Y agrega: “La idea es proponer estrategias que favorezcan que la mayor cantidad posible de aprendizajes queden en la memoria a largo plazo, para que se transformen luego en aquellas competencias que les permitan a los niños convivir en esta sociedad tan compleja”.
Emoción, juego y movimiento
Las autoras plantean que para que el aprendizaje suceda tienen que darse ciertas condiciones de bienestar emocional, y conciben la inteligencia como “la disposición afectiva para aprender”. En ese sentido, definen: “Aprendemos mejor aquellas cosas que nos emocionan”.
“Estamos pensando en aulas con ambientes saludables, donde los chicos tengan emociones positivas, se sientan respetados y acompañados, puedan entablar buenas relaciones interpersonales con sus compañeros y aprender también de ellos”, describe Cabo. Y aclara: “De ninguna manera hablamos de valorar la emoción en desmedro del aprendizaje, sino todo lo contrario”.
Las autoras enfatizan que el movimiento es fundamental para mejorar las capacidades cognitivas, y defienden la importancia de los “recreos mentales”, también conocidos como “pausas activas”, que implican intercalar una breve actividad física en medio de la clase para “oxigenar” a los alumnos y potenciar la atención.
“Debemos tener en cuenta que la escuela fue diseñada hace más de 100 años, con clases de 40 minutos, y hoy sabemos que no podemos prestar atención tanto tiempo –argumenta Cabo–. Se trata de tomarnos cinco minutos para que el chico procese la información, pueda mover el cuerpo, reírse con un compañero y luego seguir aprendiendo. Está demostrado científicamente que ese recreo mental le quita la sensación de agobio”.
Vigo y Cabo se apoyan en autores clásicos como Henri Wallon, Jean Piaget y Lev Vygotsky para plantear que el juego no solo resulta crucial para el desarrollo personal, sino también para ampliar la capacidad de los chicos de comprender la realidad y procesar los conflictos. Juego, movimiento, emoción, creatividad: del planteo se desprende que el formato del jardín de infantes parece estar mejor alineado con las necesidades infantiles que el de la escuela primaria.
“Somos bastante críticas de la escuela primaria, donde de un día para el otro los chicos entran a un mundo de bancos, se sientan uno detrás del otro y tienen en frente un docente que es la autoridad del saber y ellos tienen que replicarlo”, sostiene Cabo.
“Michel de Montaigne dijo en el 1500 que vale más una cabeza bien puesta que una repleta. Eso después lo retomó Edgar Morin en el título de uno de sus libros. Una cabeza ‘bien puesta’ es aquella que puede organizar los conocimientos, que no tiene una acumulación estéril, sino que puede pensar a partir de lo que sabe y llevar esos conocimientos a la vida cotidiana”, explica Cabo.
La escuela está entrenada en enseñar a construir el pensamiento lógico (“convergente”), pero le ha hecho menos lugar al pensamiento creativo (“divergente”), sostienen. Y citan a Albert Einstein: “La lógica te lleva de A a B, pero la imaginación te llevará a cualquier lado”.
“Para que un niño esté en modo pensamiento creativo o divergente, necesita tener ese momento ‘difuso’ en el que pueda salir de la sobrecarga de información y activar otras conexiones neuronales que le permitan encontrar mejores respuestas. Lo que comúnmente pasa en la escuela es que los contenidos se abordan desde el punto de vista del pensamiento convergente, lógico, que es necesario para ciertos contenidos y disciplinas. Pero estar todo el tiempo en esta línea impide que el niño pueda ingresar a ese modo difuso o creativo que permite generar otro tipo de conexiones”, explica Vigo.
Esta concepción supone que aprendemos con todo el cuerpo. “El juego es una de las principales herramientas para lograr este tipo de conexiones neuronales y afianzar en el niño el pensamiento convergente y divergente. El neurocientífico António Damásio plantea que el cuerpo del niño es la mejor herramienta de creación y exploración del entorno. Por eso es muy importante también pensar qué entornos les ofrecemos a los niños, cómo seleccionamos los recursos y materiales que les proporcionamos”, sostiene la especialista.
La evaluación es una instancia clave que debe ser revisada, señalan las autoras. Al retomar la noción de la “evaluación auténtica” –más enfocada en el proceso que en los resultados–, cuestionan las pruebas tradicionales: “Hoy por hoy, las instancias de exámenes siguen siendo el agujero negro por donde se caen los alumnos”, escriben. Y agregan: “El aplazo no le sirve al alumno si el docente no lo acompañan en el trayecto de aprendizaje y si no valora sus progresos”. En ese sentido, plantean que la evaluación no puede reducirse a la acreditación.
De todas maneras, esto no implica bajar las expectativas o las exigencias, sino buscar otras estrategias, aclara Cabo: “No se trata de hacer una escuela con facilismo o una escuela que no enseñe. La enseñanza y el aprendizaje tienen que volver a estar en el centro de la escuela. Los niños deben aprender y las maestras debe enseñar en ambientes amigables y estimulantes”. En el fondo, este enfoque tiene una larga tradición pedagógica: “Rosario Vera Peñaloza hablaba de educar deleitando. Las hermanas Cossettini decían que los niños deben ser felices en la escuela. De eso se trata”.