Vacaciones, tiempo de juego: claves para pensar los momentos compartidos con los chicos

Dejar espacio para el aburrimiento, evitar la competencia, procurar ambientes amplios y de contacto con la naturaleza, limitar las pantallas. Estas son algunas de las ideas que aporta Daniel Calmèls, especialista en psicomotricidad, para aprovechar estos días en familia

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Foto: Alejandro Guyot
Foto: Alejandro Guyot

Las vacaciones son un tiempo para jugar. Que es una forma de decir: un tiempo para la creación, para compartir con otros; un tiempo para tener tiempo. Sobre estos temas escribe Daniel Calmèls en su libro Jugar. Un estudio de las prácticas lúdicas, editado recientemente por Paidós. “Para jugar se necesita tiempo de encuentro con el otro”, escribe el autor en el primer capítulo. Y agrega: “Pienso el jugar como un efecto de la ternura, donde dialogan lúdicamente diversas generaciones”.

Calmèls es especialista en psicomotricidad, psicólogo social, profesor de Educación Física, fundador del área de Psicomotricidad del Servicio de Psicopatología Infantil del Hospital de Clínicas y miembro honorario de la Asociación Argentina de Psicomotricidad y de la Organización Mundial para la Educación Preescolar (OMEP), entre otras instituciones. En esta entrevista con Infobae, explica la importancia del juego para los chicos y aporta ideas para pensar esos momentos de encuentro durante las vacaciones.

–¿Qué le aporta jugar a un niño?

–A jugar se aprende en los primeros vínculos. Se aprende jugando con las personas que rodean al niño, que lo acompañan en el crecimiento desde muy temprana edad. Pienso en esta escena: un bebé chiquito que de repente empieza a mover la mano en forma circular, y la mamá también mueve su mano y le empieza a decir “qué linda manito que tengo yo…”. El bebé la mira y sonríe porque ve un espejo en esa madre que está moviendo su mano, y al mismo tiempo la mamá coordina el ritmo con el bebé, y se arma un acuerdo de movimientos, un acuerdo cinético que le da un sentido a ese girar.

O pienso en los primeros juegos de ocultamiento, donde se tapa la cara y dice “¿dónde está mamá?”, y el bebé se pone inquieto y abre las manos, “acá está”. O el bebé que está en brazos de alguien muy confiable y la persona lo amenaza con la mano, “que te agarro, que te como”… Ahí comienzan los juegos de persecución. O los juegos de sostén: teniendo a un niño en brazos, hacerlo girar, levantarlo hacia arriba sin soltarlo.

Para jugar se necesita acordar; no se puede imponer. No tiene una función económica, pareciera que no tiene importancia, pero en el jugar se desarrolla la fantasía y la imaginación.

–¿Qué aprende un niño que juega?

–Si yo pienso el juego como una valija para contrabandear cosas, no va. En el jugar se aprende, pero no se enseña de forma tradicional. El jugar empieza dentro de las primeras relaciones de crianza, y el niño se da cuenta de que es algo distinto de lo utilitario. En el jugar hay aprendizajes que quedan.

Por ejemplo, en la alimentación también se juega. Es muy común que la persona que está preparando la comida la pruebe frente al bebé y diga “Mmm, ¡qué rico!”. El bebé mira la boca, la sonrisa de la madre. La madre le enseña, sin darse cuenta, que comer no es tragar, que la boca no es el comienzo de un tubo –como dicen en la escuela cuando hablan del aparato digestivo–, sino que es una estancia, un lugar para saborear, que comer es saborear en común.

En los juegos de los chicos más grandes, se desarrollan relatos. Imaginemos que están en una salita de jardín y salen al patio, entonces un nene comienza a correr y hay otro que lo corre atrás, entonces el nene llega a una pared y dice “casa”, y el otro se para. Ahí hay un relato: hay personajes, un perseguidor y un perseguido, y hay secuencias temporales. Así comienzan a construirse las formas de jugar con el otro. Es un juego interactivo, porque crea lazos entre ellos.

En el jugar también se construye la corporeidad, que es el objeto de la psicomotricidad. Nuestro cuerpo se construye. El ejemplo claro es que cada uno de nosotros lleva en nuestra voz, nuestra forma de contacto, nuestros gestos expresivos, nuestra forma de mirar, algo de los seres que acompañan nuestra crianza. En algunos casos hay niños que se parecen a sus padres adoptivos. El jugar se construye con la presencia de un otro que está disponible para un diálogo. ¿Cómo se comunica un niño de un año con un adulto? Lo puede hacer en la medida que el adulto pueda también posicionarse en un lugar sin competencia, sin simulacro, sin querer instruirlo.

Una cosa es ver y otra es mirar. En el juego se mira; la mirada está cargada de subjetividad. Yo siempre pongo el ejemplo de los enamorados: los enamorados se miran. Quizás hay niños que tienen poca visión, pero que pueden mirar al otro. También sucede con la voz: en el jugar producimos voces diferentes, para descubrir la nuestra a veces jugamos con otras voces. También aparecen los gestos expresivos: yo puedo ser un valiente o un cobarde, en el juego todo eso está permitido.

El juego espontáneo permite la creatividad y favorece el desarrollo de la imaginación, explica Calmèls.
El juego espontáneo permite la creatividad y favorece el desarrollo de la imaginación, explica Calmèls.

–Preferís hablar de juego “interactivo” antes que juego “activo”. ¿Por qué?

–Creo que es importante pensar al niño no solo como activo, sino como un niño interactivo, en relación con el otro. Al jugar puedo aprender, puedo encontrar lo diferente y lo común, y puedo expandir mi fantasía. Yo suelo decir que el jugar es un relato de representación ficcional. Cuando los niños juegan a armar una casa, a perseguirse, a tirarse desde un montículo de tierra, están armando un relato de representación ficcional. No es estrictamente una actuación, pero sí es ficcional.

Cuando los chicos son más grandes, ya tenés un juego reglado, como puede ser el quemado: dos bandos, una línea media, una pelota, y al que le pego con la pelota lo “maté”. El juego permite algo importantísimo: jugar la agresividad, que no es lo mismo que la agresión. La agresión es un acto que daña al otro. La agresividad es algo que todos tenemos y que se puede poner en juego: en la medida que el niño pueda jugar, va a elaborar su agresividad. Si no lo hace, esa agresividad va a quedar ahí, sin transformarse, y puede ser que la tramite a una agresión: que se enoje, que pegue.

En estas últimas décadas faltan espacios para que los chicos jueguen libremente, sin ordenamiento del adulto: el juego espontáneo. Puede haber juego espontáneo en un comedor de una casa, en el patio, en una vereda. Cuando uno observa lo que pasa ahí, es muy probable que en el comienzo los chicos hagan juegos paralelos, cada uno con su juego, pero que en algún momento se enganchen. El juego espontáneo es súper económico: solo necesita un lugar donde el piso pueda transformarse en suelo, donde haya por ejemplo cajas vacías, alguna pelota blanda. El juego espontáneo permite la creatividad y ahí cada chico pone en juego lo que necesita.

Es muy distinto, por ejemplo, a los peloteros: ahí lo que se produce es un contagio. Son lugares pequeños, donde hay muchos chicos acumulados y donde hay una especie de alienación porque hacen todos lo mismo. No hay posibilidad para el aspecto más personal del jugar.

Un cambio grande que se da en algunas plazas es que los juegos que antes estaban separados por algunos metros –el tobogán, la hamaca, el subibaja– hoy en día están en un espacio muy reducido, enrejado, y los chicos entran en un aceleramiento. El aceleramiento anula el jugar. El jugar necesita tiempo: es un tiempo y un espacio diferente al de la producción de bienes.

–¿Qué diferencia hay entre este tiempo y espacio del jugar, y el tiempo y espacio que proponen las pantallas?

–La pantalla propone algo que está predeterminado. El niño debe disponerse a cumplir con lo que se le pide, que está ya armado previamente. Si el tema es que uno corre al otro por un caminito y va saltando obstáculos, no hay posibilidades de cambiarlo. Exige una hiperacomodación del niño y no un proceso de libertad y de creación. La pantalla lo deja al niño solo con un aparato cuya luz tiene un efecto muy particular, hipnótico. Además, está el movimiento: las figuras se mueven de manera continua, no hay espacios de descanso. Y ya no es un televisor que está lejos, sino que lo tengo en la mano y lo manejo yo. Todo eso produce una fuerte atracción en los niños pequeños.

Hoy en día juega con un celular un niño de cinco o seis meses. Ahí se produce una relación hipnótica con la pantalla. Si uno se la saca, el niño llora muchísimo. La mayoría de las asociaciones de pediatría del mundo prohibieron los celulares hasta los dos años y, de ahí en más, solo los admiten con tiempos muy cortos y con la presencia del adulto que acompaña. Pero lamentablemente esto no se da. Muchas veces vemos parejas con niños chiquitos que, en una situación donde tienen que estar tranquilos, les dan el celular y pueden estar una, dos, tres horas pegados a la pantalla. Así crean una relación de dependencia con ese objeto.

Siempre se ha hecho un pasaje de distintos juegos de generación en generación. En las últimas décadas eso no se produce con tanta fuerza como antes. Los abuelos ya no tienen tanto tiempo libre y no acompañan tanto la crianza; es probable que las pantallas estén absorbiendo ese tiempo.

–Los chicos están de vacaciones. ¿Cómo es la disposición del adulto que se pone a jugar con ellos? ¿Qué sería un “falso juego”?

–En el libro hay una clasificación de los falsos juegos, que se presentan como un juego pero no lo son. Por ejemplo, pienso en el caso de un papá que se ponía en un lugar de instructor cuando jugaba a la pelota: “No, pará, así no, tenés que poner el pie así”. No era solo un lugar docente, sino de instructor, porque tenía que ser de una determinada manera, y entonces el niño dejaba de jugar.

Jugar tampoco es competir, algo que se da mucho en los varones, con los papás y la pelota. El papá que agarra la pelota y lo gambetea, lo marea, y el nene termina llorando.

Otra situación: recuerdo una escena con dos flota-flotas, un objeto muy lindo para jugar dentro de la casa. En este caso lo usaban un papá con su hijo como espadas. En cuanto el niño lo tocaba, este papá exageraba el dolor: “Uy uy, me mataste”. A la tercera vez, el chico empezó a pegarle en serio porque estaba con bronca, se daba cuenta de que era una actuación. Jugar no es actuar o simular. El que actúa tiene que ocultar el simulacro.

El hecho ficcional es importante porque nos permite poner en el jugar cosas que nos preocupan; este es un gran aporte del psicoanálisis. Recuerdo cuando le dimos una vacuna a una de mis hijas. Cuando llegó a la casa, agarró un lápiz que tenía mucha punta y empezó a darles vacunas a todas las muñecas que tenía. ¿Qué fenómeno se dio ahí? Lo que ella vivió en forma pasiva lo puso en forma activa. El jugar permite eso. Yo en el jugar puedo ser malo, puedo matar al otro, puedo seducirlo, puedo ser tonto. Lo que no hay que hacer es juzgar al que está jugando.

–¿Cómo encarar el aburrimiento? ¿Hay que evitarlo, o puede ser el preludio necesario para el juego creativo?

–Ahí entran los rituales introductorios al jugar, como puede ser la deriva. Es el niño que anda dando vueltas, que va de un lado para el otro y que no encuentra algo para jugar, y en un momento encuentra el rumbo. A veces intervenimos nosotros, ¿por qué mejor no dejarlo que explore esa situación? O el vacío, por ejemplo con una hoja: ¿qué hago, qué pinto? A veces decimos: “Hacé tal cosa”. Pero hay que sostener ese lugar de vacío, de estar esperando. Ya lo va a encontrar.

Hay que dejar que los chicos vivan pequeños momentos de aburrimiento. No está mal que se aburran por momentos: está bien y tiene que ser una experiencia que ellos mismos pueden gobernar.

También el momento del caos: por ejemplo, el chico agarra una caja llena de juguetes y la da vuelta. Los adultos enseguida quieren ordenar eso, pero ahí no hay que intervenir, porque él va a sacar algo, desde ese caos va a armar un orden. Graciela Scheines, especialista en juego, decía que el juego es el pasaje de la deriva al rumbo, del caos al orden y del vacío al lleno. Los surrealistas, por ejemplo, salían a caminar a la deriva por París, sin un rumbo fijo; iban en la búsqueda de otro tipo de encuentro.

Esa idea de que el tiempo es oro está ligada con la lógica mercantil y con la eficiencia, pero el juego pertenece al orden de la eficacia, que es distinto, no tiene un objetivo específico: está fuera de lo utilitario. El tiempo de jugar es totalmente distinto; el niño puede estar jugando horas y horas, y ni hablar cuando está en el agua o en la naturaleza.

–En el libro defendés el valor del disparate, del corte en el pensamiento lógico. ¿Por qué hay adultos a los que les cuesta tanto jugar y aceptar el disparate?

–Muchos de ellos han sido juzgados cuando eran chicos: les dijeron que lo que hacían no tenía sentido o no era útil. Fueron mirados desde la utilidad y desde una lógica muy severa. El disparate es una relación entre cosas que son incompatibles, aparece en muchos cuentos, por ejemplo en Alicia en el país de las maravillas. Insisto con estas dos lógicas, la de la eficacia y la de la eficiencia; esta última ocupa cada vez más lugar en la sociedad. Pero no se puede jugar en forma utilitaria.

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