Imagínese que sale a caminar con un señor que en cada esquina, en cada volquete, deja de prestarle atención y se pierde revolviendo enchufes, motores, partes de muñecos: ahí donde otras personas ven chatarra, él ve tesoros. Ese señor existe y se llama Roni Bandini. Es escritor —publicó El sueño Colbert, La gran Monterrey, Macadam, etc.—, traductor, actor, trabaja en Sistemas y, aunque él no se sienta cómodo con la palabra, también es inventor.
“Juntas dos cosas que no se habían juntado antes y el mundo cambia”, decía Julian Barnes en la novela Niveles de vida. En un punto, eso es lo que Bandini hace: junta cosas, junta tecnología, informática, literatura, sueños, y el mundo cambia. “Un inventor encuentra lo que no hay, o lo que no se ve”, dice. “En mi caso, que trabajo con máquinas, estoy atento a esos vacíos”.
¿Qué tipos de máquinas hace? Algunas pueden ser muy útiles, pero las más lindas son las máquinas que parecen invenciones de un artesano. O de un artista: “La máquina de pensar en Gladys”, que nace de un cuento de Mario Levrero; “Rayuelomatic”, una máquina para leer Rayuela, de Cortázar; “Borgy”, que es un muñequito Furby —un robotito famoso de los años 90— intervenido para que hable como Borges. Cualquiera de todos estos inventos provoca una sensación de asombro y fascinación.
“Participé en charlas en colegios”, dice Bandini, “y llevé varias máquinas. Me sorprendió muchísimo el interés que mostraron y cómo les gustaban”. Hay un fetichismo por la máquina, dice, que no podemos evitar.
—¿Se pueden hacer inventos que no sean físicos? ¿Se puede considerar al software un invento?
—Sí, absolutamente. De hecho, esta última etapa tiene que ver con lo corpóreo. Yo venía del software, soy analista universitario en Sistemas de Información —así se llamaba el título de la Universidad Nacional de la Matanza—, pero yo programaba desde el primario. En realidad esto nació con el deseo de mantener un diálogo con gente con la que antes no dialogaba. Empecé a pensar en máquinas porque una máquina es difícil de ignorar.
—Los robots que hablan con las personas, en última instancia, son máquinas que usan inteligencia artificial generativa. ¿Se va hacia una convergencia?
—Lo que está pasando desde la “aparición” de la Inteligencia Artificial —está hace tiempo, pero digamos que estos últimos dos años fueron explosivos—, está derramando todo. La inteligencia artificial generativa posibilitó hacer cosas que quizás antes se podían hacer, pero eran muy complejos. Un proyecto como “Poetry Wall”, que en segundos ilustra una poesía, hace seis años hubiera sido un esfuerzo muy grande para resolver, y hoy se pueden usar mecanismos del prompt [la orden que se le da a la IA]. Grabo el audio, obtengo el texto y, después, bajo la interpretación del motor que uso, llama a una API que responde al prompt. Son muchos mecanismos, pero obtener esa información antes era un trabajo terrible.
—¿Compartís los inventos?
—Cuando se puede y no hay un contrato que lo impida, comparto la manera de hacerlos para que otros lo tomen y lo mejoren.
—¿Cómo es la relación entre la literatura y las máquinas que inventás?
—La literatura es a donde voy a buscar los disparadores. Siempre hay menciones. A veces se habla de máquinas que en la época no eran posibles y se quedaban en un universo ficcional. Entonces, es ir a buscar eso y fabricarla. Aunque a veces no tengan sentido, como “La máquina de pensar en Gladys”, de la que habla Mario Levrero. Pero a su vez, como está íntimamente relacionada con el cuento, hay una reflexión acerca de cómo hacer pensar esa máquina y cómo la interfaz tiene que dar algún tipo de información. En esa máquina, la luz frontal escribe en código morse palabras que están en los dos cuentos. Las palabras pertenecen a uno durante 12 horas y al otro durante las siguientes 12.
—¿Hacías fanzines en la adolescencia?
—No, pero estaba en contacto y me gustaba acceder a esa visión artesanal que podía tener alguien recortando titulares. Siempre tuve el deseo de comunicarme con la gente. En un momento, tuve la revelación tardía de que los escritores estábamos escribiendo para nosotros. La literatura se había tornado una especie de orgía de primos. Yo quería conversar con otra gente, quería impresionarlos con una máquina.