Se perdió la escena escolar. Se agrietó mucho antes de la pandemia. Y entonces, el dilema: la restitución maquillada de lo viejo o la tentativa creadora. Una tentativa que no proviene de personajes iluminados sino de percepciones que, en vez de presuponer, están atentas a las cualidades y los matices que comúnmente no captamos.
Estas palabras pertenecen a la introducción de Pedagogía de la interrupción (Paidós), el último libro de Silvia Duschatzky, investigadora y coordinadora del diploma en Gestión Educativa en FLACSO, y autora de varias obras de referencia en educación. Duschatzky conversó con Infobae sobre las potencialidades de la “interrupción” como una oportunidad para desautomatizar los hábitos, repensar la escuela y abrir la atención a lo inesperado.
–¿A qué llamás “pedagogía de la interrupción”?
–No es un modelo ni una pedagogía alternativa: es relacionarnos con las cosas de una manera no automatizada. Si algo en la escuela, o alrededor de una situación que nos desconcierta, no nos lleva al diagnóstico presuroso, no nos lleva la interpretación de déficit, no nos lleva a las derivaciones acostumbradas, no nos lleva al hábito automatizado de ver cómo capturamos eso que acontece, entonces podemos decir “pedagogía de la interrupción” porque hemos visto en acto que algo interesante pasó en la escuela más allá de los protocolos, de los formatos codificados. Cuando digo “interesante”, digo algo que permite que alguna cosa se siga pensando, no algo que empezó y terminó exitosamente, sino algo que pasó para dar lugar a un próximo paso, y luego otro, y otro.
Si acontece eso, podemos decir que hay posibilidad de una pedagogía de la interrupción, es decir, de un gesto o de un modo de aprender donde no importa tanto repetir conceptos, repetir contenidos, tener rendimientos exitosos, sino estar en un estado de problematización y poder efectuar con eso alguna prueba, experimentación, interlocución compartida; alguna idea que no se nos ha ocurrido. Y que los libros o los materiales vengan a conversar con los chicos y con los profesores y no a ser repetidos como si fuesen objetos consagrados.
Entonces, ¿qué sería la interrupción? Una manera de relacionarnos con lo que no sabemos. Ya no decir: eso que pasa me molesta y ya sé que es violencia, ya sé que es ADD, ya sé que es pobreza, y entonces derivo y hago entrevistas e informes, y me enloquezco con protocolos. Sino poder decir: esto que pasa me afecta, me inquieta, me da bronca, me despierta una sensación que implica que lo que yo sabía ya no me sirve y entonces investigo, pruebo y me acerco de maneras sinuosas e inhabituales.
–Hoy se habla de la economía de la atención, la falta de atención es una preocupación constante en el aula... Vos reivindicás una “atención desprevenida”. ¿Podrías explicarlo?
–En la escuela suele hablarse del déficit de atención, se reclama a los alumnos que presten atención. La escuela recibe de su herencia que aquello que no es como esperaba se convierte en una falta. Entonces si no atienden es “déficit de atención”, si no están ordenados y de pronto hay algún tipo de exclamación inesperada es “violencia”. Es muy difícil para el lenguaje escolar ver las cosas sin rápidamente capturarlas. Fernand Deligny habla del engreimiento del lenguaje que cree que puede rápidamente apresar todo aquello que es del orden de lo real y se resiste muchas veces ser capturado en un término. Para la escuela, la atención es una solicitud: escuchame, mirá al frente.
El filósofo español Amador Fernández-Savater compiló un libro muy interesante, El eclipse de la atención, donde se retoman las ideas de Simone Weil y de Isabelle Stengers, una filósofa belga que dice que la atención es el arte de juntar todo lo que no tenemos costumbre de juntar.
Te doy un ejemplo. Un niño en la pandemia le dice a una maestra: “Seño, no se olvide de mandarme la tarea el martes”. Ella se la manda. El viernes el pibe la tenía que enviar, eso no sucede. Pero al martes siguiente este chiquito vuelve a decir: “Seño, mándeme la tarea”. La segunda vez ella la vuelve a mandar y el pibe nuevamente no le responde. A la tercera vez que el pibe le sigue reclamando y no le responde, la maestra ya entra en indignación. Es lo habitual: no sucede lo que espero, entonces me indigno, diagnostico, derivo. Nunca me vuelve a mí la pregunta: ¿qué habrá en esta demanda? Nosotros charlamos con ella en un espacio que llamamos “La escuela en la nube”. Le dijimos: ¿no será que cuando te pide que le mandes la tarea lo que él quiere es constatar que hay un exterior por fuera del encierro familiar, no será que la demanda de la tarea es recordarme cada semana que hay algo más que el encierro, algo más que esta vida acotada?
La verdad se constata en la verificación de que algo ha pasado con una hipótesis. No importa llegar a una esencia, que el pibe nos diga “tenías razón, es esto”. Porque tal vez ni él puede formular lo que estoy diciendo, pero ¿por qué puede servir esta hipótesis? Porque si yo lo pienso así, en vez de mandarle una tarea genérica, podría decirle: “Pedrito, asomate a tu calle y dibujá cómo es tu calle pandémica a las 10 de la mañana, y si no la querés dibujar, contá un cuento con el personaje que veas pasar encapuchado y con el barbijo, y luego vamos a mostrar esto a tus compañeros”. En una de esas ellos se copan, quieren hacer lo mismo y tal vez podemos armar un librito que se llame Imaginaciones de los pibes y las pibas en tiempos de la pandemia, y lo subimos a un blog o a las redes.
–¿La atención entonces como un modo de estar abierto a lo inesperado?
–Ese sería el arte de prestar atención: juntar cosas que no tengo costumbre de juntar. Isabelle Stengers habla de la atención que me toma desprevenida, al revés del lenguaje escolar, que considera la atención justamente como la prevención, la precaución, el estado de alerta frente a la solicitud del otro. Acá es una atención desprevenida, lo cual parece un oxímoron, una contradicción. Es estar muy porosa en el mundo y de pronto ¡plaf!, me pasa algo, sucede algo que me afecta.
Para eso es necesario despojarse del exceso de retórica escolar que todo lo sabe, todo lo encapsula, todo lo diagnostica, y que de una manera ilusoria o psicótica sigue hablando de una meta a alcanzar cuando todos los días el mundo nos está mostrando que para pisar este suelo pantanoso no podés tener una meta fija: podés tener un deseo, una apuesta, pero una meta no. No existen siquiera condiciones que te hagan aferrarte a esa ilusión. En verdad, siempre se podía criticar la falacia del tiempo lineal, porque siempre pasan cosas disruptivas, pero en otro momento histórico había condiciones para armar la cuestión de tal modo que cierta ilusión se sostuviera o se pudieran realizar algunos de esos proyectos.
Pero hoy eso no existe: ni la condición material para que algo de eso se realice, ni tampoco resulta vital abrazar algo que es pura ilusión, porque la vida misma demuestra que para generar otra cosa hay que estar despiertos a las posibilidades no conocidas, no transitadas, no visitadas.
La atención es un arte que no responde a una solicitud, sino estar despierto frente a cosas que irrumpen, que nos descolocan, pero con las que podemos apostar. Esto no es una tarea individual: esta capacidad de entrenar la percepción, de probar otro modo, de desarmar y volver a armar necesita una condición colectiva, necesita crear dispositivos donde se pueda pensar conjuntamente.
A una directora le decíamos: no hagas reuniones de personal para pasarles los protocolos y la información de la supervisión y del Ministerio, los nuevos programas, las exigencias burocráticas. Eso mandalo por mail, no agotes la fuerza de la gente. Pero sí hacé reuniones donde les digas a los docentes: Durante esta semana agarren una libreta, una hojita, y cada vez que pase algo que no esperaban anótenlo, y anoten lo que les pasa con eso. ¿Qué pasó y qué me pasa a mí con esto que pasó? Y si lo que te pasa es que te despierta una enorme angustia o bronca, escribilo, luego se verá cómo se trabaja en la reunión de personal, donde cada uno viene con su libretita y cuenta: Pasó esto, me afectó de este modo y probé tal cosa. Así, grupalmente se va haciendo como una especie de laboratorio, donde se pone en conjunto todo eso y se va encontrando una pista, una clave, una idea: ¿y si probamos tal cosa? Esto requiere de un dispositivo que no sea una burocratización que aplaste las ganas, sino que active la curiosidad para pensar colectivamente.
–El concepto de pareidolia, que tomás de Mauricio Kartún, también tiene que ver con esa apertura.
–Sí. Este es un libro coral, porque no solamente hay compañeros que están presentes de manera directa o más periférica, sino que se nutre también de cualquier cosa que active un pensamiento, como el teatro. Yo lo escuché a Kartún en una charla en Youtube hablar de esto de la pareidolia, que nos pasa a todos: mirar imágenes vagas y encontrar formas, como cuando uno mira una nube y ve un animal o un monstruo. Eso es lo que estamos planteando con la pedagogía de la interrupción: encontrar formas en imágenes vagas, es decir, encontrar formas con una materialidad que se presenta rara, confusa, molesta, inquietante, a la que podemos darle una forma siempre y cuando seamos capaces de leer algo ahí.
Como el pibito que pide la tarea y no la responde, pero insiste. ¿Dónde ponemos los ojos: en su insistencia o en que no responde? Si los pongo en la falta de respuesta, me separo del pibe, del problema y de la oportunidad de armar algo con él. Si los pongo en su insistencia, me obliga a pensar qué hay acá: una inquietud, una angustia, una necesidad de conectar; algo afirmativo, algo que nos lleve a armar alguna cosa.
–Por un lado vos planteás que se perdió la escena escolar, pero a la vez presentás la escuela como un campo magnético, donde siguen pasando cosas importantes. ¿Cómo ves esa tensión entre lo que ya no es y lo que sigue siendo?
–Te doy un ejemplo. Yo tengo dos nietos chicos. Hace unas semanas hubo un locrazo en la escuela pública a la que asisten y yo tenía que ir a buscarlos. Entro a la escuela, en la entrada había unos pibes jugando al fútbol, yo tenía que hacer malabares, porque obvio que ellos no iban a parar su partido, me las arreglé para pasar. Llego al patio y veo por un lado a un profesor cantando, por otro lado padres tomando mate, por otro lado gente comiendo algo, después el profesor les pasa el micrófono a unos pibes chiquititos, que no llegan a 10 años, que cantan “Muchacha ojos de papel” de Almendra, y que después les pasan el micrófono a unas nenas que cantan Shakira. Yo me paro en el medio, como si fuese una marciana, estoy conmovida y le escribo al padre de mis hijos: “Estoy en la todavía escuela pública, un lugar donde caer y un lugar donde juntarse”. El “todavía” obviamente en este momento tiene dos planos: todavía porque hay una amenaza en ciernes, y todavía porque hay algo indeterminado que hace que yo pueda ver la escuela siempre con cierta curiosidad, aún en los momentos más enquilombados; sobre todo en esos momentos.
Entonces llego a mi casa y escribo algo y lo subo a las redes, donde leo una frase de un personaje de Guimarães Rosa, que dice que lo más hermoso de las personas es que todavía no están terminadas. Entonces si todavía no están terminadas, todo el tiempo se puede reformular algo.
¿Qué es lo que a mí me queda picando? Primero: las cosas que pasan en un tiempo no cronometrado. Ahí no había un timbre, no había una actividad que empezaba y terminaba. Tiempo no cronometrado que no es falta de tiempo; al contrario, es el verdadero tiempo, porque es el tiempo de la invención, el tiempo donde pasa algo de la existencia, algo que se mueve.
Me quedé también con la simultaneidad: no es necesario que todos estén haciendo lo mismo; puede pasar algo muy interesante, diversificado, en las diferentes maneras de estar ahí.
Tiempo no cronometrado, simultaneidad y formas que no aprietan, que no están sometidas a un protocolo, sino formas que tienen que ver con las reglas de juego. No digo que cualquiera haga lo que se le cante: hay reglas de juego, pero son las reglas que hacen que el juego continúe.
Una escuela para mí es un lugar donde caer, un lugar donde juntarse. Eso abre la posibilidad de que cada vez pueda reinventar sus formas. La escuela es el lugar donde se construye la experiencia de lo común, que no está hecha: lo común se arma. Y se puede armar en torno a la literatura, en torno a un proyecto de investigación, en torno a la matemática.
La escuela no es un voucher, no es un lugar de mercado, es un lugar donde se juegan las afectividades y donde se juega la existencia: no puede ser reducida a la economía, no puede ser reducida a la mera burocratización para regular poblaciones, no puede ser reducida a ninguna cosa que se olvide de que el mundo son muchas cosas. La escuela cada vez me interesa más como escenario donde se juega y se balbucea en torno de lo común. Y en estos tiempos estoy bastante preocupada por lo que puede venir.