José Escamilla: “Las universidades deben pasar de una currícula de 4 años a una de 60”

El director del Instituto para el Futuro de la Educación del TEC de Monterrey, referente de la innovación educativa a nivel regional, asegura que la educación superior va camino a reconvertirse para acompañar a las personas en el aprendizaje a lo largo de la vida

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La educación superior va camino a reconvertirse: ya no consistirá tanto en carreras de 4 o 5 años, sino que acompañará a las personas en el aprendizaje a lo largo de toda su vida. Así lo anticipa José Escamilla, director del Instituto para el Futuro de la Educación (IFE) del Tecnológico de Monterrey, y referente de la innovación educativa en América Latina.

Infobae lo entrevistó en el marco de la “Cumbre sobre el futuro de la educación superior y el trabajo”, organizada por el IFE y HolonIQ. “Nosotros pensamos que hay mucho que hacer para transformar la educación superior y el aprendizaje a lo largo de la vida”, plantea Escamilla, quien se define como “optimista”. Y aclara: “Transformar la educación no implica solamente usar tecnología, sino transformar la pedagogía y la organización de los procesos educativos”.

–La pandemia impulsó a las universidades a adoptar nuevas tecnologías, en muchos casos como respuesta de emergencia ante la crisis. ¿Cómo debería ser una estrategia sólida y sostenible de transformación digital?

–Creo que hay cuatro grandes errores en los procesos de transformación digital de las instituciones educativas. Primero: siempre se debería partir de la misión de la universidad, el público que atiende, qué tipo de estudiante recibimos y qué tipo de personas formamos para la sociedad y para el trabajo. El plan de transformación digital de una universidad tiene que estar alineado con ese modelo educativo: la tecnología debe alinearse con nuestra visión.

La segunda cuestión es para qué vamos a usar la tecnología. Puede ser para dar más acceso y flexibilidad a los alumnos, para mejorar los aprendizajes, para entender mejor a nuestros estudiantes. Por ejemplo, con ciencia de datos puedes obtener un perfil del riesgo de deserción de un estudiante que ingresa. Pero la información no sirve si no actúas sobre ella: hay que usarla para prevenir.

En tercer lugar: a la hora de implementar algo, es importante probarlo, hacer un piloto, medir los resultados del piloto y, en función del costo, decidir si vamos a implementar o no esa tecnología. Y después, cuando ya la estás implementando, medir los resultados para asegurarte de hacer los ajustes necesarios.

Por último: el costo total de propiedad de una tecnología. Por ejemplo, si uno quiere implementar realidad virtual, no se trata solo de comprar un software y unos cascos. La realidad virtual implica tener la tecnología, el mantenimiento, las actualizaciones, la infraestructura física, las redes, la formación de los docentes y de los estudiantes… Implica mucho más que solo comprar un equipo. Entonces el costo total de propiedad debe hacerse a lo largo de los años: ese es el valor que debes utilizar para ver si hay retorno de la tecnología, porque si no a veces terminamos comprando espejitos.

–¿En qué medida el envejecimiento de la población y la aceleración del cambio tecnológico van a transformar lo que se espera de las universidades?

–El concepto de precargar la educación para el resto de la vida, en inglés front-loading education, supone que las personas nos entrenamos desde niños, vamos al kinder, a la escuela, a la universidad, egresamos y ya tenemos toda la educación que necesitamos para el resto de nuestras vidas.

Es un concepto obsoleto. Pero en el mundo la mayoría de los gobiernos tienen políticas educativas con ese principio, y entonces si vas con el Ministerio de Educación y les hablas de aprendizaje a lo largo de la vida, te dicen: No, a mí me toca la educación de grado. Tenemos que movernos hacia una política educativa que piense en la educación a lo largo de la vida, en la que las personas aprendemos todo el tiempo, dentro y fuera de la carrera de grado, con formaciones cortas o largas, y también en el trabajo.

Me gusta pensar que las universidades debemos de pasar de un currículum de 4 años –que es la duración promedio de las carreras– a un currículum de 60 años, repensándonos como socios formadores del estudiante durante el resto de su vida.

En el Tec desde hace un año estamos haciendo que los estudiantes de grado puedan obtener un reconocimiento por estudios parciales: microcredenciales. Lo podemos hacer porque nuestro modelo educativo está basado en competencias y en retos anclados en resolver necesidades de un socio formador, que es una persona en una industria o en un negocio. Los estudiantes van y, acompañados por sus profesores, resuelven esos problemas y desarrollan ciertas competencias, entonces llega un momento en que les entregamos una microcredencial (por ejemplo en marketing digital, programación web, etcétera).

También tenemos algunos programas de formación a lo largo de la vida –de 200, 500, 600 horas– que otorgan micro o macrocredenciales y que permiten transferir créditos a las carreras de grado. Entonces el estudiante puede “apilar” cosas que aprende en el mundo de lo no formal, de la educación continua, hacia la carrera de grado; y también puede “desapilar” desde el grado una serie de microcredenciales que pueden tener un reconocimiento laboral. Es una manera de comunicar estos dos mundos que estaban separados, y de repensar la universidad.

Hacia el futuro podemos pensar que una persona viene a la universidad, está dos años, obtiene un cierto número de microcredenciales, va al mundo del trabajo, regresa, hace otra cosa. Y puede estar transitando dentro y fuera de la universidad, entrando y saliendo con trayectos más flexibles, reconociendo lo que aprende dentro y fuera de la universidad como algo valioso.

–¿Estas microcredenciales incluidas en las carreras de grado pueden contribuir a disminuir la deserción? ¿O a que, al menos, el estudiante que no termina la carrera se lleve una certificación de lo que sí aprendió?

–Sería excelente si tuviéramos programas más basados en competencias y, a medida que los estudiantes van avanzando, pudiéramos entregarles microcredenciales por lo que van aprendiendo, reconocidas por el mundo laboral. Incitaría a los estudiantes a continuar, porque con eso pueden trabajar y tener un mejor sueldo, pero al mismo tiempo seguir estudiando y avanzar en su carrera.

A veces lo que aprendemos en la universidad termina siendo muy teórico y no es reconocido directamente por el mundo laboral. En las universidades no siempre estamos muy conectados con esas demandas del mercado laboral. Entonces esto implicaría no solamente un reconocimiento por microcredenciales, sino repensar el grado académico por competencias y más conectado con las demandas del mundo laboral.

Resulta muy triste que en América Latina tengamos niveles de deserción promedio del 50%. Las universidades debemos cambiar la mentalidad: a veces cantamos victoria cuando se inscribe un estudiante, creemos que le estamos dando una oportunidad, pero no es cierto. Cada estudiante tiene un contexto y una trayectoria de vida, trae un capital cultural y económico distinto. Tenemos que ver cómo personalizamos más la experiencia de la integración del estudiante, al menos en el primer año llevarlos de la mano y entender qué tenemos que hacer para asegurar su éxito.

Nosotros desde el Instituto impulsamos un proyecto para disminuir la deserción en el primer año, que es el más crítico. A través de los datos, clasificamos a los estudiantes en niveles de riesgo, y tratamos de entender las razones por las que pueden desertar.

Eso implica un compromiso desde la universidad de tomar acciones para evitar la deserción. Requiere crear un grupo de trabajo que sea responsable de estas acciones, y crear una cultura institucional de manera que todos estemos buscando el éxito de nuestros estudiantes. Esto no quiere decir bajar nuestros niveles de exigencia, pero sí reconocer que, si tienes estudiantes que estudian y trabajan, ellos van a necesitar flexibilidad, o si tienes estudiantes que son primera generación de universitarios, seguramente precisen un apoyo diferente, porque no tienen a nadie en casa que los oriente.

Siento que no nos preocupamos lo suficiente de eso en América Latina. Es un tema importante, y claro que hay factores exógenos como las realidades familiares, pero quizá podemos ofrecerles a los estudiantes alternativas que ellos no están viendo para que no deserten.

José Escamilla, director del Instituto para el Futuro de la Educación, en la apertura de la “Cumbre sobre el futuro de la educación superior y el trabajo” en Monterrey.
José Escamilla, director del Instituto para el Futuro de la Educación, en la apertura de la “Cumbre sobre el futuro de la educación superior y el trabajo” en Monterrey.

–¿En qué aspectos de la vida universitaria te parece que es más relevante hoy el impacto de la inteligencia artificial?

–Partimos de que la universidad te prepara para la vida y el trabajo... que van a cambiar por la inteligencia artificial. Entonces si en tu vida laboral te toca hacer un plan de negocios para tu empresa y lo vas a hacer apoyándote en la inteligencia artificial, tienes que aprender a usar esas herramientas, y también aprender a decidir si lo que la IA te está dando tiene pies, manos y cabeza, es decir: tener juicio crítico.

Eso implica que cuando estés en la universidad, tienes que aprender a utilizar la inteligencia artificial, entender cuáles son sus beneficios y sus limitaciones. Siguiendo con el ejemplo del plan de negocios, habrá cosas que necesitarás aprender para poder después tener ese juicio crítico, y otras que ya no serán tan importantes porque se van a automatizar.

Cuando yo estudié no nos dejaban usar la calculadora, había que usar una regla de cálculo o hacer las cuentas a mano. Pero con el paso del tiempo, las calculadoras –y luego las computadoras– se usaban en todos lados, entonces la preparación de matemáticas de los estudiantes fue evolucionando. La regla de cálculo dejó de usarse, se introdujo la calculadora, y se dejó de hacer énfasis en ciertas operaciones más mecánicas y se puso el acento por ejemplo en el planteo de los problemas. Ahora ya sabemos qué habilidades hay que desarrollar para el mundo con calculadoras, pero no tenemos claro qué cosas debemos seguir enseñando y cuáles ya no son relevantes para el mundo con inteligencia artificial.

Otra parte de la respuesta tiene que ver con la inteligencia artificial en los procesos educativos como un sector económico. Hablábamos, por ejemplo, de analíticas predictivas de deserción de estudiantes. Hay otras cosas que tienen que ver con hacer más eficientes las universidades –y eso es importante porque cada vez hay menos dinero para la educación–, por ejemplo, cómo optimizar tamaños de grupos o el uso de instalaciones físicas.

La IA también nos da herramientas para que por ejemplo los estudiantes puedan tener preevaluaciones y feedback de sus trabajos antes de que el profesor los vea, o tengan apoyo de un tutor inteligente las 24 horas. Los profesores podrán preparar mejor su material de clase: gracias a la inteligencia artificial, la realidad virtual inmersiva se va a volver el nuevo PowerPoint de los docentes, con experiencias más vivenciales.

La traducción automática es otro tema central, creo que ahí hay una esperanza muy importante de poder adaptar materiales para personas que los necesitan de manera distinta porque tienen algún tema cognitivo, visual o auditivo.

–También se está hablando de los riesgos que pueden implicar estas herramientas. ¿Cuáles son los más significativos para las universidades?

–La respuesta visceral que muchos hemos tenido en el área de educación ha tenido que ver con la evaluación del aprendizaje, las actividades, los ensayos… Hasta ahora, la manera como evaluamos no toma en cuenta que hay inteligencia artificial y que nuestros estudiantes, cuando trabajen en el mundo real, van a usarla. Yo creo que esta discusión va a empezar a perder vigencia dentro de dos o tres años, cuando estemos más familiarizados con estas tecnologías y sepamos qué es lo que vale la pena evaluar. Entonces integraremos el uso de la IA en los procesos de enseñanza y aprendizaje, y los estudiantes podrán usar esas herramientas para ciertas cosas bajo ciertas condiciones, y para otras no, porque queremos que desarrollen esas competencias.

Por otro lado, también están las limitaciones de estas tecnologías, como el sesgo algorítmico. En Estados Unidos los jueces usaban un software para decidir si una persona podía pasar su juicio dentro o fuera de la cárcel, y un estudio encontró que ese software tenía un sesgo racista. Si eras negro, hispano o vivías en un código postal de zona pobre, recomendaba que pasaras el juicio en la cárcel. Lo que sucede es que el algoritmo utiliza datos históricos, que traen en sus sesgos, y los reproduce.

Con la inteligencia artificial generativa –la que genera textos, imágenes, videos– ese sesgo se podría amplificar, porque si tú le dices ahora a una IA que te dé una imagen de un CEO, de 100 imágenes a lo mejor 4 van a ser mujeres y 96 van a ser hombres. Pero a medida que esas imágenes las empiezas a subir a Internet, el algoritmo va a aprender también de ellas, y en lugar de tener 4 mujeres, luego van a ser 2: el sesgo se va retroalimentando.

También hay implicaciones éticas y de privacidad. Nosotros estamos trabajando en un proyecto donde tienes cámaras en un salón de clases y puedes determinar en un tablero qué tan participativos y atentos están los estudiantes. Hay algunas variables que te ayudan a determinar eso, como proxys de la atención y la participación, por ejemplo un análisis de las facciones de la cara, pero también la posición de la cabeza y el cuerpo.

Eso puede ser útil, pero también tiene implicaciones desde el punto de vista de la ética y la privacidad de los estudiantes. Además, surge la pregunta de qué pasa con el profesor cuya clase no está atenta, si puede recibir una respuesta punitiva de parte de la universidad. Entonces estas tecnologías ofrecen cosas muy positivas, pero también pueden entrar en conflicto con ciertos derechos.

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