No es una hipérbole decir que Los chicos toman la palabra debería ser una lectura obligada de todos los docentes. Debería darse en los magisterios y profesorados. En este ensayo —que salió el año pasado por Siglo XXI—, Horacio Cárdenas comparte relatos y reflexiones basados en su experiencia frente al aula y muestra cómo los problemas de aprendizaje y comportamiento a menudo se originan en la falta de oportunidades de los estudiantes para expresarse y ser escuchados.
Ante esta problemática, Cárdenas propone implementar unas asambleas en el aula, donde tanto los alumnos como el maestro puedan compartir sus inquietudes y buscar soluciones juntos, fomentando el diálogo y la aceptación mutua. Estas asambleas no solo tienen como objetivo resolver conflictos y bajar los niveles de violencia, sino también desarrollar habilidades comunicativas y, muy especialmente, promover el bienestar emocional de los estudiantes.
Horacio Cárdenas visitó el auditorio de Ticmas y habló de este libro conmovedor.
—¿Cómo es tu rol cuando los chicos intervienen y el adulto se corre para dejarlos hablar?
—Es la pregunta más importante. Hay que correrse del lugar tradicional de quien porta la palabra, la voz y la forma correcta de andar en el mundo. Nos corremos de eso, no solo porque moralmente sospechamos de si es correcto, sino porque no funciona. No funciona decirle a los demás cómo se debe andar en el mundo, cómo se deben comportar, suponiendo que eso va a lograr aceptación. Y, como no funciona, probamos dar la palabra. Pero no se trata de decir: “Bueno, ahora júntense, que yo me retiro y me llaman cuando termina”, porque no es nuestra función. Hay que intervenir en las asambleas de forma quirúrgica, artesanal, situada, fuera de toda receta y de todo protocolo.
—En el libro hay un montón de ejemplos sobre las asambleas y los conflictos que se atraviesan. ¿Cuánto tiempo lleva para encontrar una resolución al conflicto?
—Es otra de las cuestiones centrales, para mí. En una época donde parece que todo tiene que ser inmediato y vertiginoso, la escuela tiene que proponer otra cosa. Nosotros proponemos que hay que darse tiempo. Evidentemente, cuando hay conflicto aparecen sentimientos incómodos —ira, furia, bronca— que no podemos censurar tampoco. No podemos decir: “Está mal que te enojes”. Lo que podemos proponer es darnos un espacio y un rato para pensar, para masticar y, sobre todo, para ponerle palabras. En definitiva, cuando hay palabra y la palabra es colectiva, la angustia empieza a cristalizar y la cosa mejora.
—¿Cuánto importa el oído en tu vida?
—Es fundamental. Fíjate qué interesante: tradicionalmente la pregunta se considera un síntoma de ignorancia. Pregunta quien no sabe. Nosotros decimos todo lo contrario: una buena pregunta es la demostración de que uno está comprendiendo y que necesita saber algo más; sabe lo que falta saber. Cuando aparecen buenas preguntas en la escuela es motivo de celebración. Es la forma de interrogar al mundo y de conocerlo. Así pensamos la educación, en general. Así pensamos nuestras intervenciones en las asambleas, también. Como un modo de problematizar a partir de un cuestionamiento antes que de una imposición.
—La escuela donde trabajás está en una zona vulnerable, y los chicos tienen realidades complejas, con padres presos y madres ausentes. ¿Cuánto les impacta a los chicos el hecho que le den la palabra? Es un hecho educativo, pero pienso que también es político.
—La escuela está en la zona sur de la ciudad de Buenos Aires, cercana al Riachuelo. Es una zona vulnerable, como un modo elegante decir pobre. Muchos de ellos viven en lugares a los que nadie podría llamar vivienda. Muchos con sus familias desgajadas. Realidades arduas, complejas. ¿Cuán importante es la palabra en esos contextos? En cuál no, sería la pregunta. Acá lo es mucho. La propuesta es que la palabra abre un hueco entre el impulso de ejercer la violencia. Justamente ese es el modo en que nosotros encontramos que las violencias físicas se vayan aplacando. La escuela no es Disneylandia, pero está lejos de algunos imaginarios que se instalan como lugares donde casi hay que entrar armado. De ningún modo. Es una escuela alegre, donde hay respeto, donde hay jolgorio. Es una escuela enorme, con más de mil niños y niñas, y no hay que llamar al SAME todos los días.
—¿Cómo es tu relación con los demás maestros? En tu hora se hacen las asambleas, pero cómo son las otras clases.
—Evidentemente lo que planteo sucede porque hay proyecto colectivo. Si bien el libro lo escribí yo y el que se hace cargo de esas palabras soy yo, muchas de las ideas están planteadas desde mi experiencia compartida con maestros y maestras que me enseñaron muchísimo. Que nos enseñamos entre nosotros. Que pensamos colectivamente. Así nacen las ideas; no nacen de cada cual en su isla.
—Lo que queda del libro son las historias de los chicos, y me acuerdo de la del nene que molesta en el aula y la escalada se tensa mucho, y vos tenés que buscar tu propio autocontrol. Y, cuando finalmente se resuelve, uno se da cuenta que ese chico se sentía muy solo y buscaba afecto.
—Te referís a una de las escenas más picantes del libro; la única en que la pasé medio mal. Pero es interesante que escribiendo —porque escribir es un modo de pensar— me di cuenta de que parte del estallido de este chico, al que llamo Tiziano, tuvo que ver con una intervención mía desafortunada. Él no se quería cambiar de lugar y yo me encapriché en que tenía que hacerlo, y eso estalló la bomba. Esa intervención mía fue completamente innecesaria.
—Pero la situación no termina tan mal.
—No termina tan mal quizá porque se me ocurrió parar la pelota y decir: “Bueno, vamos a pensar esto grupalmente”. Tiziano saboteaba la clase con ruidos, con gritos, con gestos, y entonces armamos una asamblea, y lo interesante fue que los demás pudieron ponerle palabras a lo que pasaba. Primero me sirvió a mí, porque sentía que era una ofensa contra mí cuando en realidad no lo era. Pero además le pudieron prestar palabras a Tiziano, para que él viera cosas que no veía o que no se atrevía a mirar. En un momento, él dice: “Mi papá está preso y yo voy a ser delincuente como él”. Y los pibes le dicen que nadie está destinado a hacer lo mismo que el papá. Le dicen algo así: “Vos no tenés por qué hacer eso; al contrario, podés ayudar a los que están como tu papá”. Y no es que él salió pensando en repartir canastas de pan por el barrio, pero sí lo hizo detenerse y mirarse. Pudo ver que los demás no lo veían como él creía que lo veían. Tiziano entendió que los demás podían ver en él una promesa, una oportunidad y no una amenaza. Y eso es muy bello.
—¿Cuánto tiempo hay que acompañar a los chicos para que aprendan a desplegar la palabra? Si en el aula tradicional cada uno tiene un rol establecido donde el docente detenta el saber y la autoridad, ¿cómo hacen para correrse de ese paradigma?
—Es raro lo que voy a decir, pero se puede pensar la escena didáctica-pedagógica en términos de una disputa de poder. Si los docentes creemos que una escena pedagógica consiste en que una persona —yo, el docente— tiene todo el poder y el resto va a ser objeto de sus designios y caprichos, está parado en un lugar que va a ser disputado por los estudiantes. Todos los estudiantes, sean de primer grado o de quinto año, saben que están disputando poder. Y apenas puedan, lo van a ejercer.
—¿Cómo?
—Encontrando alguna contradicción, algún error, algún flanco débil. Esperando que te des vuelta para tirar un tizazo. Los chicos no me van a hacer caso porque sí, porque tengo una chapa colgada que dice soy el maestro. Se va a dar en la medida en que yo les devuelva el poder. Pero tiene que ser verdadero. Si yo les digo: “Hablen ustedes y yo después les digo cómo es”, eso es una falsa participación. En la medida en que la participación es real, los pibes ven que tiene efectos y consecuencias. Hay un espacio donde cada uno puede hacerse cargo, y puede construir un triángulo o puede decir cómo hacer para estar más feliz en la escuela.
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