Se llama Bárbara Anderson y es una periodista argentina dedicada a economía y negocios. Desde hace veinte años vive en Ciudad de México; al principio en la colonia Condesa, pero luego, sobre todo por las calles abiertas, los árboles y las veredas amplias más aptas para las carriolas, se mudó al barrio de Polanco. En su modo de hablar conviven palabras mexicanas con la tonada cordobesa. “Mi casa es la embajada de Córdoba”, dice. Está casada con Andrés y tiene dos hijos con nombres italianos, Bruno y Lucca, que sufre parálisis cerebral.
Bárbara contó la historia de Lucca —y la suya propia— en Los dos hemisferios de Lucca, un libro que se ha convertido en bestseller en México y que seguramente tenga destino de miniserie si alguna plataforma está atenta. Así como nuestro cerebro tiene dos hemisferios, el izquierdo y el derecho, el mundo también: occidente y oriente. Y si la medicina de Occidente no puede ayudar, lo que queda, pensó Barbara, es intentar con la de Oriente. Un empresario ganadero la puso en contacto con un médico de Bangalore, que le habló de un tratamiento que podría ayudar a Lucca.
Desde aquella llamada hasta que finalmente pudieron concertar una entrevista, pasaron casi tres años. Pero Bárbara en ningún momento flaqueó: todo iba en función de la India. “Llegamos con muchísimas expectativas”, dice en esta entrevista por Zoom, “porque la parálisis cerebral es una discapacidad que no tiene ninguna oportunidad, no hay nada para mejorarla y esta oportunidad se convirtió en la última cocacola del desierto”.
—¿Cómo vivieron el tiempo previo?
—Fue la única vez que me dijeron que sí versus un directorio telefónico de no. Y se volvió muy obsesivo. Me acuerdo que le mostraba mapas a Bruno, le hablé de los elefantes y le dije que se iba a encontrar con vacas en la calle. A Lucca le explicábamos cuántos continentes íbamos a cruzar. Es un viaje larguísimo, de 36 horas. Bangalore es el punto más lejano a México, más que China. Si hacés un agujero en México aparecés en Bangalore.
Lucca fue el primer niño occidental que atendió Rajah Kumar, un científico que combina saberes de electricidad, física y medicina. “Entre Vedas milenarios y algoritmos de inteligencia artificial encontró la manera de comunicarse con las proteínas que se encargan de hacer crecer los tejidos”, escribió Bárbara hace un tiempo en un artículo en Milenio. “Queremos mucho a la India porque nos devolvió un hijo”, dice ahora. Lucca necesita de muchos cuidados. Los papás lo bañan, a la noche deben moverlo para que no se ahogue, hay que licuarle la comida, está en cuarto de primaria y hay que organizar la logística para llevarlo y traerlo con su silla de ruedas. Pero la familia tiene un sentimiento de esperanza y agradecimiento.
Cómo hablar de la discapacidad
Inevitablemente, Bárbara se convirtió en un referente sobre discapacidad. Con frecuencia sus colegas se le acercan con dudas sobre cómo hablar del tema, qué términos se usan, cuál es la manera correcta de referirse a ciertas situaciones. Bárbara creó el sitio Yo también, con noticias relacionadas a la discapacidad, y a partir de las preguntas que recibía, creó un glosario: ¿Cómo se dice? es el primer diccionario para reportear, escribir y contar historias sobre discapacidad; una guía sobre todo lo que uno siempre quiso saber, pero, por miedo o vergüenza, nunca se animó a preguntar.
Entre ejemplos, sugerencias, el análisis de noticias reales, Bárbara incluyó algunos consejos que, antes que limitarse al periodismo, resultan útiles para toda la sociedad. Basta leer los tres primeros para comprender la importancia que tendrían en las escuelas:
- Al hablar de discapacidad, hablemos siempre de la persona primero y no de su condición. Nunca usar la discapacidad como sustantivo: “el autista”, “la ciega” o “el discapacitado”. Siempre es, antes que nada, una persona. Entonces la manera correcta es “persona con autismo”, “persona ciega” o “persona con discapacidad”.
- Evitar el uso del término “normal” para referirse a personas sin discapacidad. ¿Alguien sabe exactamente qué es ser normal? Por lo tanto, la mejor opción es usar una descripción neutra: personas sin discapacidad.
Huyan de las descripciones negativas alrededor de la discapacidad
- Huyan de las descripciones negativas alrededor de la discapacidad. No usen nunca verbos o calificativos como “sufre de ...”, “es una víctima de...”, o “padece ...”. Las personas VIVEN con una discapacidad, VIVEN con una condición. Solo usen la palabra paciente si, efectivamente la persona con discapacidad está en un tratamiento médico. Ahí sí, como todos, es un paciente con una enfermedad que no es su discapacidad.
Decía Alejandro Zambra en Poeta chileno que hay que usar las palabras. Y el uso es siempre un desafío: hay ocasiones en las que se puede medir el peso, la politicidad, los que subyace en cada sintagma. Muchas veces elipsis y metáforas son estrategias que buscan dar más tranquilidad a quien las refiere que a quien es referido.
—¿Cómo tomás aquellos que hablan de los chicos con parálisis como ángeles?
—Yo no comulgo con eso. No lo disputo, cada cual se abraza a lo que quiere. Pero el hecho de verlo como un ángel es no tomarlo como una persona. Y los chicos son personas. Lucca es un berrinchudo que me arranca el pelo, que se tira en la cama, que es súper travieso y malhablado. Yo soy un poco más pragmática y lo tomo como una estadística: hay un porcentaje de gente que nace con parálisis cerebral y hay que trabajar con eso. No es ángel. Cuando no lo tratás así, sentís que necesitás darle más independencia y que su camino que, como se dice en México, es de terracería, sea un poquito más asfaltado.
Visibilizar lo invisibilizado
En México hay más de 20 millones de personas con discapacidad. Si se considera que, en promedio, cada una vive en una familia de cuatro integrantes, el número de personas en contacto directo con la discapacidad alcanza a 80 millones. Más de la mitad de la cantidad de habitantes del país. “No son una minoría, no son tan invisibles”, dice Bárbara, “nosotros los hemos vuelto invisibles”.
(In)visibles es el nuevo libro de Bárbara Anderson. Siguiendo la senda que Elena Poniatowska inauguró con Gaby Brimmer en 1979, el libro intenta dar cuenta de las discapacidades más representativas en cuanto a motricidad, visión, audición, neurodiversidad desde veinticuatro historias —doce hombres y doce mujeres— narradas en primera persona. La multiplicidad de testimonios es mucho más que una variedad de estilos: es darle la voz a quienes parecen no existir. “Me tuve que convertir en su ghostwriter, en un ejercicio de empatía exagerada”, dice Bárbara. Entre los diferentes protagonistas del volumen hay una nadadora de talla baja en Tabasco, una mujer que no pudo hacer frente a un juicio penal por ser sorda, el primer indígena de Oaxaca con título universitario, que además es ciego.
—¿Cuáles son los principales prejuicios que se tiene sobre la discapacidad?
—El primero: “No sé cómo tratarlos”. El segundo: es que no tienen acceso a nada. Hay un enorme gap en el acceso a salud, educación y seguridad. En la comisaría no hay peritos que levanten una denuncia si soy ciega y me violaron en la otra cuadra. El médico no sabe cómo hablar con un chico sordo ni cómo explicarle lo que tiene. No se los recibe en la escuela, se quedan dentro de las casas, ocultos.
Hay muy poca presencia de chicos con discapacidad en las escuelas, el nivel de analfabetismo es alto y eso les da una doble vulnerabilidad
—Yendo hacia ese punto, ¿qué aprendió la escuela para reconocer la diversidad?
—A diferencia de la Argentina donde, por lo que he leído y buscado, hay más inclusión y los chicos con discapacidad pueden ir a un aula estándar, acá no. En México todavía existen los Centros de Atenciones Múltiples, que son escuelas especiales para chicos con síndrome de Down, sordera, ceguera. Tienen un presupuesto muy chico y son prácticamente un estacionamiento de gente. No tienen ningún valor académico interesante. Y como la educación obligatoria no llega hasta la preparatoria, solo el 1% de la gente con discapacidad llega a la universidad. Hoy, siendo México la 16° economía del mundo, solo uno de cada cuatro chicos con discapacidad va a la escuela.
—¿Por qué?
—La Constitución se cambió en el 19 para que la educación sea libre, soberana e inclusiva, pero que esté en la Constitución no significa nada. No pasa nada si una escuela privada no recibe chicos con discapacidad. Tampoco una escuela pública. Hay muy poca presencia de chicos con discapacidad en las escuelas, el nivel de analfabetismo es alto y eso les da una doble vulnerabilidad y recae en que haya muy poca gente con discapacidad trabajando. La discapacidad es todavía un tema a resolver. México tiene 9.000 escuelas. Hay que empezar a sembrar chicos con discapacidad en las escuelas y que empiecen a florecer dentro de una mente común por su edad y su capacidad.
—Pero esconder la discapacidad perpetúa el prejuicio.
—De chiquitos nos enseñaron que somos únicos e irrepetibles, pero hay únicos y únicos, ¿verdad? A mí me tocaron mil historias para conseguir colegio. Soy conocida, soy peleadora, tengo un sitio, soy activista, y ni a sí. Recién este año conseguí una escuela cerca de casa. Lucca tiene que ir con su sombra y nosotros debimos poner rampas y adecuar la escuela con el presupuesto que teníamos para un verano. Hay mucha gente sin acceso y ese es el punto nodal de la discapacidad en México. El hecho de que en las escuelas no se los acepte, significa que para los chicos no es normal la discapacidad. Cuando es normal, es parte de la diversidad. Hay padres que juntan firmas para que alguien con discapacidad no entre al salón; a veces son las maestras piensan que van a tener más trabajo. Aquí se dice la frase: “No es mi perro, no lo baño”. Todavía hay gente que piensa que el autismo se contagia. Yo creo que los medios tenemos la responsabilidad de educar como podamos.
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