Con el tiempo supo que lo que hacía en clase se llamaba “síndrome de camaleón”. Intentaba ser uno más en la escuela, camuflarse. En general, sabía las respuestas a las preguntas de los profesores, pero no levantaba la mano. En los exámenes se tiraba a menos: buscaba aprobar pero sin sobresalir. Su experiencia escolar, dice hoy, le permitió identificar una falencia del sistema educativo.
Daniel Ricart (53) reparte su tiempo entre Buenos Aires, Reino Unido y Estados Unidos. Ahora está en Londres, donde recuerda, en diálogo con Infobae, que se aburría en la escuela, pero que no terminaba de darse cuenta por qué. “Mis compañeros pensaban en fútbol y yo leía libros de ciencia, de física. Incluso teníamos ídolos diferentes. Ellos idolatraban al Beto Alonso y yo admiraba a Einstein, a Favaloro”.
Daniel nació en una familia de clase media-baja de Bella Vista. Sus padres no llegaron a terminar la primaria. Tenían una pollería en la que él colaboró desde los 12 años. Pese a la falta de estudios, su papá, sobre todo, tenía un interés ávido por la lectura, por las ciencias básicas y el funcionamiento de las cosas. “Los chicos con altas capacidades muchas veces provienen de las clases más bajas. Yo estoy seguro de que si hubiera nacido en una familia de recursos no me hubiera desarrollado de la misma manera. Estás obligado a ser creativo, a construir tus propios juguetes”, comentó.
Ya avanzada la secundaria, las diferencias con sus compañeros se hicieron evidentes. Un test que hizo después arrojó que su coeficiente intelectual era de 175, cuando la media se ubica en los 100 puntos. En todas las escalas se considera ese número como “muy superior” o, más bien, como superdotado.
Daniel se anotó para estudiar la carrera de Contador Público en la Universidad de Buenos Aires y la hizo en tiempo récord. Ahí sí, a diferencia de la escuela, pudo acelerar los plazos. Cursó materias en verano, asistió al doble de las cátedras habituales, rindió libre las asignaturas más sencillas. Llegó a dar 18 materias en un ciclo lectivo. Se recibió a fines de la década de los ‘80, al cabo de un año y diez meses; lo que hasta hoy es un registro histórico en la UBA.
El entonces decano de la Facultad de Ciencias Económicas lo propuso como “Joven sobresaliente de la Argentina”, un reconocimiento que en esos tiempos entregaba el presidente de la Nación y se repartía en una decena de categorías. Un jurado de expertos, que sesionó durante la presidencia de Raúl Alfonsín, aprobó la propuesta y Ricart recibió la distinción en “Logros académicos”. La entrega, al final, fue de manos de Carlos Menem en 1989, después de que se adelantara el traspaso del poder.
La distinción le dio cierta notoriedad pública. Comenzó a frecuentar algunos de los programas insignia de la época. Fue invitado varias veces al clásico Tiempo Nuevo, conducido por Bernardo Neustadt. También almorzó junto a Mirtha Legrand y participó del programa de Susana Gimenez. Su nombre estaba atado al mote de joven prodigio.
Alfonsín le sugirió que se contactara con el doctor René Favaloro, ya consagrado como una eminencia de la medicina. Si bien ni uno ni otro habían estudiado ciencias de la educación, a ambos los unía la vocación por mejorar el sistema educativo. Ricart le contó lo que era una idea incipiente: generar un ecosistema que contuviera a los chicos con altas capacidades intelectuales, siempre marginados de la escuela. A Favoloro le interesó y lo adoptó casi como un discípulo. Le recomendó que se fuera a Estados Unidos a prepararse, lo ayudó a conseguir el financiamiento para estudiar en Harvard, pero le indicó: “Tenés que volver y volcar todo lo que aprendiste en la Argentina”.
Cuando terminó su experiencia en Harvard, se vio seducido por una propuesta de trabajo en Arthur Andersen & Co, una de las principales firmas de contabilidad del mundo por entonces. Era una oferta millonaria, con una oficina con vistas al río en lo que sería el primer edificio tecnológico inteligente de Massachusetts. Pensó en aceptarla hasta que habló con Favaloro, que le recordó el compromiso que había asumido. Ese tirón de orejas bastó para que optara por volver y desarrollar su proyecto educativo en el país.
La experiencia en Harvard
En Harvard, Ricart se topó con el profesor Howard Gardner, el psicólogo que formuló la teoría de las inteligencias múltiples que diez años más tarde impactaría en la educación de buena parte del mundo. Gardner postuló que las personas aprenden, representan y utilizan el saber de muchos y diferentes modos. De esa base se sostiene el método educativo que Ricart nombró como “creativismo cognitivo”.
Según Ricart, es falso que todos los chicos sortean las mismas etapas de comprensión. La capacidad de aprender en forma autónoma de cada chico se sofistica con el transcurso de la escolaridad, pero no necesariamente al mismo tiempo. “Esas diferencias desafían al sistema educativo que pretende que todas las personas aprendan lo mismo al mismo ritmo”, explicó.
Con esa idea, estudió la posibilidad de crear un proyecto destinado a la alta capacidad intelectual. A chicos que, tal como le sucedió a él, no se sintieran a gusto en el sistema educativo. A los 21 años fundó en una casita antigua de Saavedra un jardín de infantes, con dos salas integradas, que creció con el correr de los años. Por pedido del gobierno mendocino, en 1992, su fundación pasó a coordinar el primer sistema de educación pública destinado a chicos de alto rendimiento. Luego llegó el Colegio Norbridge en Pilar. Entre los tres proyectos, calcula, tienen 2 mil alumnos.
“Generalmente las escuelas tienen gabinetes para acompañar chicos con dificultades de aprendizaje, con alguna discapacidad, pero nadie atiende las altas capacidades. Todo nuestro colegio está configurado para detectar a los chicos de alto potencial conforme a su necesidad. Para que se entienda, la escuela común sería un médico clínico. Nuestro colegio funciona más como un hospital, con diferentes departamentos para detectar y trabajar con cada chico”, graficó.
Norbridge tiene como filtro un taller de admisión. Allí los profesores trazan un perfil académico de cada alumno. La cuota, aseguran, es moderada y buscan que los chicos con altas capacidades ingresen más allá de que sus padres no puedan pagarla. “Para nosotros es muy importante la diversidad. Queremos alumnos de distintos estratos sociales, de distintas religiones. Nuestro objetivo es que los chicos con alto potencial académico puedan desarrollarse”, subrayó Ricart.
A diferencia de las escuelas tradicionales, en sus aulas es habitual que coincidan chicos de distintas edades. El aprendizaje gira en torno al método de casos que el fundador de la escuela trajo de Harvard y permite el salto de grado en caso de ser necesario y el intercambio entre distintos cursos. Ricart insiste en algunos conceptos que intenta inculcar: inteligencia creativa, pensamiento lateral, productividad cooperativa, inteligencia colectiva, siempre -remarca- con adultos muy presentes.
“Es paradójico -dice-. Si sos un chico promedio, capaz de adecuarte a los mecanismos clásicos de la escuela, tenés más chances de que te vaya mejor que si tenés una inteligencia superior. Yo trato de luchar contra eso, de ayudar a los que se supone que no necesitan ayuda. Porque al fin y al cabo la frase de Edison es cierta: ‘El genio es 1% inspiración y 99% transpiración’”.
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