Sábado 3 de octubre de 1953. Bioy anota en su diario que Borges fue a comer con él. Le llevó un libro de Kafka y le refirió el argumento de un cuento que gira en torno a la confrontación entre San Martín y Bolívar. Un historiador quiere investigar el misterio de la entrevista de Guayaquil, y, en medio de sus trabajos, se entrevista con otro investigador y acaba por retirarse.
Un día después, Borges y Bioy vuelven sobre el tema, pero ahora por teléfono. Borges le dice que el héroe tiene las razones, pero el otro tiene la fuerza. “Tal vez el otro también sienta que el héroe tiene la razón; ambos se dan cuenta de quién es más fuerte”.
Aquellas son las primeras menciones que hace sobre un cuento que recién se publicará en El informe de Brodie, de 1970: diecisiete años después. En todo ese tiempo Borges dejó de escribir cuentos. Son años en los que se queda ciego definitivamente, es nombrado director de la Biblioteca Nacional, sufre el desamor, se casa y se divorcia, da numerosas conferencias en todo el mundo, recibe el premio Formentor junto a Samuel Beckett, escribe un puñado de poemas memorables —el “Poema conjetural”, el “Poema de los dones”, “Un soldado de Urbina”, la “Milonga para Jacinto Chiclana”—, escribe prosa poética. Pero no escribe cuentos.
Y, cuando regresa, ahí lo está esperando “Guayaquil”.
Política y/o violencia
Once relatos integran El informe de Brodie. En estos cuentos se tematizan al extremo las formas del enfrentamiento, que se repite indefinidamente. Los personajes, como dice Beatriz Sarlo, “son impulsados por fuerzas muy diferentes de las que creen reconocer en sus actos”. Es posible que estos cuentos catalicen una postura refractaria de Borges hacia la trama política argentina, desde siempre urdida por la violencia. Ese “destino sudamericano” del “Poema conjetural” que se sellaba con el “íntimo cuchillo en la garganta”.
En aquel poema, Borges imaginaba los últimos pensamientos de Francisco Laprida, quien fuera presidente del Congreso de Tucumán —y un lejano antepasado suyo—, que murió en 1829 en manos de una tropilla de montoneros del Fray Aldao en medio de las guerras civiles. Casi un siglo y medio después, en mayo de 1970, otros Montoneros iniciaban la lucha armada con el secuestro, juicio revolucionario y condena a muerte del General Aramburu, figura clave del golpe de Estado que volteó a Perón en el 55.
Parecería que la historia argentina era —y quizá todavía lo es— el eco continuo de “La trama”, el relato en el que Borges señala que “al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías”. En ese texto, diecinueve siglos después de la muerte del César, en el sur de la provincia de Buenos Aires, “un gaucho es agredido por otros gauchos y, al caer, reconoce a un ahijado suyo y le dice con mansa reconvención y lenta sorpresa (estas palabras hay que oírlas, no leerlas): ¡Pero, che! Lo matan y no sabe que muere para que se repita una escena”.
Redes familiares de sumisión y resistencia
En El informe de Brodie hay un cuento fascinante cargado de lascivia bíblica, “La intrusa”, y también una reescritura de Arlt, “El indigno”. Está el cuento en el que Borges se corrige a sí mismo: “Historia de Rosendo Juárez” es el lado B de “Hombres de la esquina rosada”. Está el cuento más sangriento que Borges haya escrito, “El otro duelo”, en el que narra una carrera de degollados. Y están “Juan Muraña” y “El evangelio según San Marcos”. Todos son grandes clásicos.
En ese ambiente entra “Guayaquil”, que, de nuevo en palabras de Beatriz Sarlo, “pone en una disputa académica banal entre historiadores, esta misma dimensión de temporalidad infinita, que repite en cada enfrentamiento en abismo, especular y periódicamente, una historia pasada”.
Otra entrada del diario de Bioy: lunes 13 de enero de 1958. Borges, ciego, ha comenzado a dictar sus textos. Va a comer a lo de Bioy la noche antes de irse con Alicia Jurado a una estancia. “Piensa dictar allá el cuento de Guayaquil”, escribe Bioy demostrando la obsesión del amigo. “Su problema: que la superioridad de todas las respuestas esté de un lado (San Martín) y la fuerza de la personalidad, del otro (Bolívar)”.
El Estado y sus otros
El motor inicial del relato es el descubrimiento de unas cartas de Bolívar que arrojarían luz sobre la entrevista en Guayaquil. Dos historiadores, entonces, pujan para ver quién será el que llegue antes a ellas. Uno es argentino —hijo y nieto de argentinos; su abuelo fue un héroe de las gestas patrióticas—; el otro es un judío checo que huyó de los nazis y se nacionalizó argentino. ¿Qué es ser un argentino? Esa es una de las tensiones que recorren el cuento.
En 1951, antes de empezar a hablar de este cuento, Borges había dictado la conferencia “El escritor argentino y la tradición”. Allí, en contra del color local y del nacionalismo peronista, Borges planteaba que la literatura argentina tenía el derecho de apropiarse de toda la cultura occidental como si fuera propia, porque lo era. (¿Qué es ser un argentino? ¿Qué es ser un escritor argentino?)
Los cuentos de Borges tienen la característica singular de leerse como si uno los viera en tres dimensiones y uno, a medida que avanza en la trama, va entrando en cada capa.
En “Guayaquil” hay tres niveles bien delimitados. El primero corresponde el encuentro de Bolívar y San Martín, donde el misterio late como un corazón delator. El segundo es el contrapunto entre el narrador y Zimmermann, los dos historiadores. El tercero es la discusión filosófica que se da entre las ideas de Schopenhauer y Hegel. Cada pieza del rompecabezas que es “Guayaquil” entra con precisión, pero, sobre todo, con presión. La literatura de Borges es un campo de batalla.
Poder y desaparición
El narrador y Zimmermann discuten sobre quién será el encargado de viajar. Sin pensar en eso, repiten la escena que otros —que Bolívar y San Martín— ya han interpretado. Uno tiene la razón, el otro la fuerza. No es casual —no puede ser casual; nada es casual en Borges— que el encuentro se dé en una casa de la calle Chile: el lema nacional chileno es “Por la razón o la fuerza”.
Hablan, pero es un simulacro de diálogo. La suerte está echada. “Dos hombres se enfrentaron en Guayaquil”, dice Zimmermann, “si uno se impuso, fue por su mayor voluntad, no por juegos dialécticos”. El que vence, claro está, es el que tiene la fuerza. “Words, words, words”, agrega Zimmermann con una sonrisa: “Shakespeare, insuperado maestro de las palabras, las desdeñaba. En Guayaquil o en Buenos Aires, en Praga, siempre cuentan menos que las personas”. La fuerza vence a la razón: esa es la tragedia y el destino sudamericano.
Pero, a la vez que es derrotado, el narrador se libera. Ha dedicado toda su vida a cuidar las reliquias de sus ancestros (“en usted vive el interesante pasado”, le dice el otro) y ahora ya nada lo ata a esa responsabilidad. La última frase del cuento —escrita en francés— dice: “Mi asedio ha terminado”.
Sábado 28 de noviembre de 1970. Bioy lee El informe de Brodie. “Descreía de este libro, porque lo juzgaba por mi recuerdo de los primeros cuentos. ‘El informe de Brodie’ me parece excelente; también ‘El evangelio según Marcos’ y ‘El duelo’. ‘Guayaquil’ está a punto de ser extraordinario, pero se frustra un poco”.
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