Si alguien alguna vez estuvo en un aula con chicos de nueve años sabe que hay una energía que circula desde ellos hacia los adultos y que vuelve de los adultos a los chicos en una suerte de caos productivo afectuoso y único. Sabe que los chicos no ocultan humores ni amores, que el entusiasmo es un bien preciado y que el aburrimiento siempre acecha. Y, justamente por eso, también que uno de los momentos más lindos que puede pasar en una clase es cuando la seño hace una pregunta y se levantan muchas manos y algunos chicos levantan las dos, y otros, totalmente comprometidos con el cuerpo y el corazón, sienten que ya no les alcanzan los brazos y se levantan ellos mismos.
Cuando pasa algo así uno comprende que se produjo un pequeño milagro. El tiempo y el espacio se desvanecen. Qué importa si afuera llueve o hace frío; el mundo quedó acá adentro. Es casi una epifanía. Los chicos, la seño, el nuevo saber: todos se funden en ese ambiente emotivo e intelectual que es el aula, que entiende al aprendizaje como el hecho vital que cambia a las personas.
El miércoles pasado, yo fui testigo de ese prodigio.
El Colegio José Manuel Estrada tiene sesenta años de historia. Como pasa con todos los colegios tradicionales, por ahí han pasado padres, hijos y hasta nietos: generaciones de estudiantes que se reconocen en la identidad y el sentido de pertenencia. La oferta educativa es tan amplia, que un niño puede entrar en el jardín maternal —en la salita de los “gnomos”— y seguir su camino hasta alcanzar el nivel universitario: en el Estrada funciona el Colegio Universitario de la UAI en el que se cursa el profesorado de Educación Física.
Es un lindo colegio. Y la gente es cordial, saben cómo hacerte sentir bienvenido. El patio central, donde está el mástil y un mural hermoso, es grande. Da la impresión de que nunca se podría llenar de chicos, y, sin embargo, se llena: entre primaria y secundaria hay más de mil alumnos. En la entrada están las oficinas y más allá el bufet, y luego hay unos salones, galerías y escaleras que llevan a otros salones, galerías y escaleras. Todo el colegio tiene conectividad a internet —la red tiene un nombre genial: UAI-FI—, y, si uno mira bien, puede encontrar en los techos esos “platos voladores” que dan señal. En todas las aulas, además, hay una computadora y una tele que hace las veces de monitor.
El miércoles pasado, una de las aulas del primer piso fue elegida para la actividad especial que realizaron los chicos de tercer grado como cierre del proyecto “Campo y ciudad”. Al salón se le habían sacado los bancos, y las señoritas Mariana y Rocío iban acomodando a los chicos a medida que entraban. Ellos debían sentarse en el piso con las piernas cruzadas como indios y, por supuesto, se tomaron su tiempo: hubo grandes debates acerca de quién tenía que sentarse al lado de quién. Todos llegaban con el cuaderno y los útiles: para el ranking de superhéroes, en las cartucheras ganaban Spiderman y los animé.
La propuesta de la clase fue organizada por la experiencia educativa Ticmas. Desde este año, el Colegio Estrada tuvo la iniciativa de utilizar la plataforma desarrollada por Ticmas y, como un beneficio exclusivo, Ticmas organizó una serie de encuentros con estudiantes de diferentes cursos; este fue uno de ellos. La clase estuvo a cargo de Laura Marinucci, que es licenciada en Biología y especialista Educación en Ciencias con casi veinticinco años de experiencia en escuelas. Laura, además, forma parte del equipo de formación docente de Ticmas.
A lo largo de cuarenta minutos, los chicos trabajaron junto a Laura en la construcción de una huerta hidropónica. Fue una clase realmente entretenida. Siguiendo los contenidos de Ticmas en la pantalla, los chicos pudieron analizar las partes de las plantas, encontrar las diferencias entre flores y frutos, reconocer la importancia de las semillas. Y, como era una clase de cierre, respondían con firmeza y autoridad. ¿Qué es el tomate? ¡Un fruto! ¿Y los rabanitos? ¡La raíz! ¿Y una zanahoria? ¡Una raíz! ¿Y un puerro? ¡El tallo!
Al final, las maestras se llevaron unos plantines de lechugas, rúculas y cebollas de verdeo para cada grado y los chicos hicieron la firme promesa de cuidarlas.
—¿Van a hacer una linda huerta?
—¡Síiii!
—¿Y después va a comer verduras?
—¡Nooo!
Paso a paso: primero las plantas, luego los hábitos alimenticios.
Antes de salir al recreo, los chicos escribieron en un “ticket de salida” qué rescataban de la experiencia. “Aprendí que, sin la raíz, la planta no puede sobrevivir”, escribió una chica. “Me gustó jugar con la compu”, puso otra. “Es bueno aprender cosas de plantas”, escribió un tercero. “¡Me hizo aprender mucho!”, escribió alguien más. Y otro: “Aprendí que sin las plantas no hay vida y sin vida no hay nosotros”.
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