Hace diez años, la Audiovideoteca de Buenos Aires organizó una serie de entrevistas con escritores y yo fui uno de los periodistas a cargo de hacer las notas. En pocos meses hicimos notas con Jorge Consiglio, Selva Almada, Gustavo Nielsen, algunos más. También entrevistamos a Sergio Chejfec, aprovechando que estaba de visita en la ciudad. En aquel tiempo estaba radicado en Estados Unidos: daba clases en la maestría de escritura creativa de la Universidad de Nueva York, en la cátedra creada por Lila Zemborain y Sylvia Molloy.
Fuimos a su casa de Recoleta con Vito Rivelli y otro camarógrafo alto y cordial, de quien ya no recuerdo su nombre. La entrevista nos llevó toda la mañana. Sergio habló de sus libros, del oficio del escritor, eligió los diez libros más significativos de su biblioteca. Antes de terminar salimos a caminar por el barrio para hacer fotos y tomas de exteriores.
Era un día frío de invierno. Caminábamos despacio. Bajábamos por Larrea hacia Las Heras. Teníamos que simular que hablábamos mientras los chicos nos filmaban a la distancia. Hablar con Sergio siempre fue un motivo de alegría, pero esa vez él estaba tenso y parco. No es cómodo caminar microfoneado mientras dos personas te filman: uno siente que pierde naturalidad; empieza a controlar los movimientos, los gestos, el tono de voz. Pero, además, él me había dicho que estábamos en una zona que le era muy poco familiar. Llegamos a la plaza de Pueyrredón, la que está pegada a la facultad de Ingeniería. Nos paramos frente al colegio San Pablo, Sergio se sacó un gorro de lana, me miró y se rio. “No fui honesto con vos”, me dijo. “Aquí vivía cuando era chico”.
Zona Chejfec
No le pregunté por qué me lo había ocultado —hoy comprendo que fue por timidez— porque en ese momento sucedió algo excepcional. Chejfec tenía cincuenta y pico, y era un escritor importante. La palabra “consagrado” creo que no se ajusta porque, si bien lo era, él se movía como huyendo del centro, como si quisiera permanecer en los márgenes. Pero sí era ya un escritor importante.
Ese hombre, entonces, hizo un gesto, una mueca ligera con la que dejó entrever al chico travieso que había sido. Como si los recuerdos le hubieran llegado todos a la vez comenzó a describir un tramo desaparecido de Larrea, y también los árboles, los edificios, los negocios. Hablaba tomado por la experiencia, con seriedad y precisión por el detalle, pero también con humor y apasionamiento. Así, exactamente de esa manera, es como pienso su manera de escribir.
“Me gusta tener la ilusión de que los libros míos se recuerdan como quien recuerda un cuadro”, dijo en aquella entrevista. Decía que buscaba sostener una tensión entre narrativa y dramática que envolviera al lector: “La narración no se dirige a contar una historia, si no a producir un escenario donde hay muchas cosas a la vez; que uno, cuando termina de leer, se quede con el recuerdo de historia que se despliega de una sola vez”.
El mapa y el territorio
Las novelas de Chejfec avanzan a caballo entre la reflexión y el ensayo. Él decía que no planificaba ni armaba mapas antes de comenzar, sino que se dejaba llevar por el impulso de las palabras: la escritura como representación del pensamiento. Como en los textos no hay intrigas por resolver, él podía entregarse y perderse —como un flâneur— en nuevas acciones, escenas, pensamientos, digresiones. Todos esos elementos conforman un relato sin centro o, en todo caso, uno que queda en fuera de los límites de la narración. Lo que evita que la marca de estilo se convierta en una repetición —una de sus grandes preocupaciones— es el tono: a veces más narrativo como en Baroni, un viaje o en La experiencia dramática, a veces más lírico como en Modo linterna, a veces más ensayístico como en Mis dos mundos o en Últimas noticias de la escritura.
La idea de evitar planes y mapas es interesante porque, aún cuando la rechazaba como programa literario, los mapas aparecen tematizados en sus libros. En los cuentos de Modo Linterna, por ejemplo, la trama se ve intervenida por las marcas de cada ciudad en donde suceden los relatos. Y La experiencia dramática comienza con el sermón de un párroco que compara la visión de Dios con Google Maps: “Puede observar desde arriba y desde los costados, es capaz de abarcar con la mirada un continente o enfocarse en una casa, hasta hacer zoom sobre el patio de una casa”, escribió. En esta persistencia cartográfica creo ver la influencia de Juan José Saer, un escritor crucial en su obra.
Los mapas no solo aparecen en relación a terrenos concretos sino también como metáfora de la creación de universos literarios: en el ensayo No hablen de mí, un texto que Chejfec escribió para el Malba, construye una suerte de circuito alrededor de la obra autobiográfica de Darío Cantón, con calles, rotondas y desvíos. Algunos sin nombre y otros claramente identificados como Avenida Flaubert, Boulevard Pamuk, Cortada Borges. Y, como aquel hombre del epílogo de El Hacedor, Sergio Chejfec dibuja el mundo de Cantón para descubrir que “ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara”.
Por eso, a pesar de la brevedad, No hablen de mí es un libro muy paradigmático. Por un lado, porque es casi lo último que escribió Chejfec, pero sobre todo porque en ese texto está la realización de aquello que desde hace años venía elaborando en relación a la tensión que se da entre literatura y documentalidad.
“La relevancia de [la autobiografía de Cantón] no reside sólo en el valor descriptivo o testimonial, incluso paisajístico, al recuperar pedazos enteros de la vida cotidiana y cultural de buena parte del siglo XX argentino, sino también en las preguntas que proyecta —quizá sin proponérselo— sobre las escrituras autobiográficas o autoficcionales en general y, por encima de todo, sobre la tensa relación que muchas veces se establece entre narraciones y documentos, cuando los relatos se sirven de ellos para desestabilizar el propio estatuto discursivo”.
Recuerdo una conferencia que Sergio dio en la Fundación Tomás Eloy Martínez sobre el tema. Muchas de las ideas que aparecen puestas en práctica en No hablen de mí las había dicho en aquella oportunidad y aparecieron como ensayo teórico en Últimas noticias de la escritura, un libro que me parece imprescindible para entender la forma en que se escribe hoy.
“Hay una dimensión de lo literario que me parece muy productiva”, escribe en ese libro. “Es la del documento, entendido no como documentalismo, como el género documental en el cine, sino como documentalidad. Cierto choque o confrontación que se produce con lo narrativo que sólo tiende hacia la ficción o la fantasía. Es una especie de incrustación que se puede producir en los relatos, donde algunos elementos están exhibidos o mostrados y que aparecen como extraídos de lo real. En uno de los relatos de Modo linterna, por ejemplo, el narrador siente que su experiencia como invitado a un congreso de literatura está amenazada por la disolución cuando no puede tomarse una fotografía junto a dos guacamayas. La foto representa para él una prueba de verdad del relato. Los hechos documentables no son necesariamente reales, aunque poseen un estatuto documental. Tiendo a introducir elementos y destaco su condición extrapolada para confrontarla a la serie de los ‘hechos inventados’ y ver qué produce”.
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