El cierre extenso de escuelas dejó un abanico de secuelas. Hoy el foco parece radicar en recuperar días de clase y contenidos. Suena lógico: la pérdida de aprendizajes, se sospecha, fue enorme. Pero hay otro aspecto a atender, quizás incluso de modo más urgente: el estado de ánimo de los chicos. Los primeros relevamientos dan cuenta de ansiedad, angustia y apatía.
Infobae accedió a un informe de la Asociación de Institutos de Enseñanza Privada de Buenos Aires (AIEPBA) y JUNEP, la cámara que la nuclea a nivel nacional. Alumnos de secundaria respondieron preguntas sobre su estado de ánimo y el impacto que se refleja es evidente. El 67,5% de los adolescentes que concurren a colegios privados bonaerenses aseguró que el aislamiento afectó su personalidad, expresaron que ya no se sienten la misma persona que eran antes de la pandemia y que tienen nuevas preocupaciones.
Casi 4 de cada 10 estudiantes reconocieron síntomas de ansiedad, el 41,4% dijo que no logra focalizar la atención y, peor aún, un 47,8% señaló estar atravesando un momento de apatía, de no tener ganas de hacer nada.
“Es llamativa la cantidad de estudiantes que reconocen los síntomas de ansiedad (37,8%) cuando el promedio para la población adolescente en 2018 era del 16,4%. Si bien en los últimos años la cantidad de casos tanto en adultos como en adolescentes ha ido en aumento, el incremento es más del doble” advierte el informe.
En cuanto a los vínculos dentro de la escuela, el 43% respondió que suele sentirse “nervioso” a la hora de establecer nuevos lazos y hablar con compañeros. En el terreno de las emociones, 7 de cada 10 chicos manifestó sentimientos de soledad. Entre ellos, el 48,9% contestó que “a veces” se sienten solos, mientras que el 19,1% dijo que eso les sucede “siempre”, que consideran que nadie los entiende.
“Sospechábamos que íbamos a tener estos resultados. Situaciones de apatía, de angustia y ansiedad, que con la presencialidad iban a salir a la luz. Eso obviamente trae aparejado consecuencias en los aprendizajes. Los mismos chicos reconocen tener dificultades para prestar atención, para recordar cosas, para planificar y organizarse. Se necesita reorganizar todas las rutinas familiares. Hubo desajustes muy grandes en los hábitos, tanto los horarios de sueño, de tareas, de ocio, higiene personal y comida. Además se necesita limitar el uso de la tecnología, que puede estar afectando la socialización de los adolescentes”, planteó la psicóloga Giselle Pitaro Hoffman, autora del informe.
Cuando les preguntaron a los alumnos cómo actuaban ante una situación de angustia, la mayoría respondió que se encierran, lloran, hablan con amigos o familiares cercanos. El dato más alarmante surge de lo que refleja el 8,6% de los jóvenes que participaron: deseos de hacerse daño (en 5,4% de los casos) o directamente conductas autolesivas (3,2%).
Los chicos también advierten cambios abruptos en sus estados de ánimo. El 27,9% manifiesta que la ciclotimia le ocurre “siempre’', mientras que el 44,1% respondió “a veces”. Como consecuencia de ello, el 42,7% llora, el 32,3% espera a recuperar la calma, el 15% admite deseos de golpear objetos o personas y el 10% se descarga rompiendo o tirando cosas.
Al respecto, Martín Zurita, secretario ejecutivo de AIEPBA, expresó: “Nosotros venimos preocupándonos y ocupándonos de las consecuencias emocionales que la pandemia y cuarentena provocaron en los niños y adolescentes porque la afectación va más allá de lo escolar. Los escuchamos, compartimos varios encuentros enriquecedores. Los adultos debemos estar atentos a estos procesos y colaborar cada uno desde el lugar que nos toca, sin mirar para el costado. Es fundamental también la capacitación docente, las clases como lugar de aprendizaje y formación deben contemplar estas situaciones a partir de actividades concretas”.
Es que la escuela aparece en la encuesta como un lugar central, donde además de aprender, los chicos se sienten seguros y contenidos, donde pueden socializar y ser escuchados por otros adultos. De ahí también el daño de un cierre tan extenso.
Las voces de las madres
Luciana es madre de tres chicos que van a una escuela en Vicente López. Apenas unos minutos antes de la consulta de este medio, le informaron que por un caso de Covid-19 su hija estará otras dos semanas sin clase. La noticia la volvió a angustiar. Durante el encierro, la niña somatizó el estrés: se le cayó el pelo, todavía se despierta a la noche con miedo, tiene vómitos recurrentes. Por su parte, su nene de 7 años mantiene los tics nerviosos incluso superado el aislamiento: se enrosca el pelo y tiene parpadeos violentos.
“Los tres tienen miedo. No quieren quedarse a dormir en la casa de los amigos, les da miedo si no estamos mi marido y yo. Están todos muy cambiantes de humor. En un momento están alegres y a los dos segundos se ponen a llorar. Yo consulté con psicólogas y me dijeron que es por el cierre que debieron pasar y por la inestabilidad que están viviendo, que no saben si mañana van al colegio. Les está costando tener que despegarse de nosotros”, comentó la madre.
Ianina Wolff sintió las consecuencias del encierro en su propio hogar, pero además de madre, es psicopedagoga. Ella observa dos grupos de chicos. Por un lado, los que muestran la necesidad de mantener un contacto con sus pares, de estar en el mismo espacio, de jugar. “Eso hace que haya una necesidad de lo social sobre lo académico. Un chico me contaba que se juntó con un compañero en una plaza, que estuvieron 3 horas y no pudieron hacer el trabajo. Hay poca disponibilidad psíquica para lo académico”, indicó.
Ese escenario, dijo, es el mejor de los dos. El otro implica alumnos con apatía, con ataques de pánico, fobias y miedos que antes no tenían, dificultades para dormir y temor a la hora de salir de casa. “Las consecuencias no son de la pandemia, sino del aislamiento y hoy se están viendo mucho”, remarcó.
Ángeles es mamá de P. (se preserva su nombre). A su único hijo lo diagnosticaron hace cuatro años con Trastorno del Espectro Autista (TEA) no verbal. En unos días cumplirá 7 y la cuarentena para él fue dramática. Primero el cierre de fronteras impidió que siguiera con el tratamiento con cannabis que había iniciado gracias a medicación traída desde Uruguay. Luego cerraron las escuelas, los juegos al aire libre. Todo lo que el niño necesitaba para “regularse sensorialemente” dejó de estar de un día para el otro.
“¿Qué transitamos?”, preguntó para sí misma la madre. “Procesos de crisis profundas, realmente inexplicable, insomnio, hiperactividad, desregulación de sueño. A pesar de la insistencia incansable, no había posibilidad alguna de que le permitieran a P. asistir al colegio presencial, al menos para que no perdiera el vínculo con sus pares. Eso hasta hoy lo perjudica”, se respondió.
Las clases por Zoom no fueron paliativo. Además de resultar forzadas, para la condición TEA no verbal se vuelven directamente inviables. Aunque se lo considera “matrícula priorizada”, en la práctica nunca lo fue, dice la madre. Hoy, tras varios meses, sigue sufriendo el impacto del encierro. “A nuestros chicos la repetición de acciones, las rutinas, la constancia, el estar más allá de no participar activamente con otros, logra calmarlos, brindarles la seguridad que necesitan para que puedan avanzar y desarrollar su potencial. El daño que han ocasionado es terrible”.
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