“Fue el primer profe que me dijo: No lo sé, te lo averiguo para la próxima”. Hace un par de días me encontré con Juan Gambarini, un ex compañero del colegio. Juan y yo íbamos a cursos diferentes, pero teníamos —y tenemos— amigos en común: Cristian, Nicolás, Ezequiel, Matías, Diego. Ellos todavía se encuentran los miércoles para jugar al fútbol.
El año que viene van a ser treinta años desde que terminamos la secundaria y supongo que a todos nos debe pasar más o menos lo mismo: la distancia va acomodando aquellos años en una burbuja intocada por el paso del tiempo, y, cuando nos encontramos con alguien de esa época, los recuerdos vuelven como si hubieran sucedido ayer. No necesariamente es nostalgia; más bien es algo del orden de lo mágico: vuelven las imágenes, los ruidos, incluso los olores. No puedo decir, entonces, que Juan tenga una memoria prodigiosa, pero sí que en los diez minutos que nos vimos, pasó la magia.
Juan hablaba como quien tira de las palabras. Hablamos del profe de Literatura Teo Muñoz Molina, hablamos de las clases de Matemática y Química, del régimen castrense que imponía el rector y de las trastadas que nos mandábamos nosotros. Hablamos también de Andrés Ravioli, que en 3er. año se sentaba al lado mío y hoy seguimos por los medios su carrera de músico consagrado; hablamos de Nacho Zambón, fana de Ferro que se dio el gusto de trabajar en el club. En estas charlas fortuitas, el pasado recupera una alegría que se acerca mucho a la felicidad.
También recordamos a Fernando Lenschen, profe de Historia que yo tuve en 2do. y él en 3ero. En mi memoria, Lenschen era un tipo no muy alto, flaco y mucho más joven que el resto de los profesores. Siempre se vestía de oscuro, con un suéter de cuello redondo. Él no fumaba —en esa época, los profesores podían fumar en el aula—, tenía barba y creo que usaba anteojos. Rara vez se levantaba del escritorio y gesticulaba mucho. Era incisivo, y, si uno le decía vaguedades, hacía un movimiento con las manos como tratando de unir dos bloques invisibles. “No encaja”, decía.
Lenschen, me hizo ver Juan, fue el primer profesor, que ante la pregunta de un estudiante, no tenía pudor en decir que no sabía la respuesta: “Decía: ‘No lo sé, te lo averiguo para la próxima’ y ¡la clase siguiente traía la respuesta!”. En una educación tradicional donde los profesores eran los dueños del saber —”Siempre fue igual, mi profesor, / siempre tuvo él la razón”—, Lenschen era alguien disruptivo. Hoy tenemos una mirada diferente sobre el rol del docente, pero en aquellos años primaba el verticalismo. El docente era una figura incuestionable, era un tótem. Y, sin embargo, que un profe admitiera sus propios límites era terriblemente positivo: te hacía pensar en cómo se accede el conocimiento.
En el camino de la deconstrucción del saber, me acuerdo de una anécdota muy chiquita pero significativa que se dio con el manual que usábamos. Comenzábamos una unidad y en el libro había un dibujo de Florencia. ¿Estaríamos estudiando el Renacimiento, tal vez? La imagen era casi un lugar común: una vista del río Arno y el Domo. Lo llamativo era cómo habían escrito el nombre de la ciudad: Fiorente. “El nombre nunca fue ese”, nos dijo, “no se escribe así”. ¡El libro estaba equivocado!
Y, ya que estamos en tren de recuerdos —me pasa lo que a Juan—, me acuerdo de un oral que me tomó Lenschen. No sé cuál era el tema, pero sí que estuve muy sólido. Tal vez la única vez en todo el secundario. Terminado el examen, me dijo: “¿Qué nota te pondrías?”. Me veo con catorce años, el pelo corto bien peinado con raya al costado, un saco de pana que me quedaba un poco grande y que me picaba en el cuello, la voz aflautada. Me veo tratando de mostrarme confiado, pero, en realidad, me estrujaba las manos atrás de la espalda. Me veo un nene grande, pero todavía un nene. No supe qué contestar. Me quedé en silencio, como mis treinta compañeros. En aquel momento se calificaba con letras: S (superó), AMS (aprobó muy satisfactoriamente), A (aprobó), etc. Empecé a decir que yo no podía calificarme, pero me interrumpió. Haciendo con las manos para arriba, repitió: “Qué nota te pondrías”. “Superó”, dije con la voz estrangulada. Fue la primera y única vez que me puse un diez.
Quizá Lenschen no fuera un docente tan excepcional. Quizá el recuerdo esté alterada por el diálogo entusiasmado de dos hombres que, durante diez minutos, se contaron historias perdidas. Me gusta pensar que fue un profesor que no tenía miedo de poner en crisis su figura de autoridad.
Nos saludamos con Juan y mandé un mensaje por WhatsApp a mi grupo de excompañeros. Ahí hablamos de fútbol, de política, nos mandamos fotos de nuestros hijos, saludos de cumpleaños. “Acabo de ver con Juan Gambarini y hablamos del colegio. ¿Se acuerdan de Lenschen?”, escribí. Inmediatamente llegaron varios mensajes; entre ellos, el de Sebastián Fernández Vilas: “Tenía seis o siete materias abajo y además tenía amonestaciones. Lenschen me agarró después de las vacaciones de invierno y me dijo: ‘¿Qué pasa? ¿Podemos hablar?’. Fue una charla serena y al punto: fue un cachetazo, un sacudón. Terminé muy bien ese año y fue un catalizador para los otros tres. No lo olvido ni lo voy a olvidar jamás”.
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