Habría que comenzar diciendo que el primer libro de Stephen King no es una novela de terror —al menos, no en el sentido estricto del género—, ni es la historia de una chica con poderes incomprensibles, ni la tragedia de un pueblo asolado por una furia diabólica. Tampoco es una novela de misterio; aunque, como se encargó de destacar la elogiosa reseña del New York Times de 1974, “tiene acción, suspenso y, al final, un holocausto”.
En Carrie están prefigurados todos los temas que King va a desarrollar a lo largo de su obra: las máscaras de la maldad, el fanatismo religioso, el provincianismo de los rednecks, la desconfianza hacia la escuela como institución emancipadora, la venganza como destino irrevocable. Pero también: la necesidad de preservar la infancia, de aceptar las diferencias, de asumir los errores y buscar la redención.
A casi medio siglo de su publicación, Carrie es un clásico moderno. Con la estructura de los antiguos mitos, en donde la mujer humillada se revela como una poderosa hechicera, Carrie White es una adolescente que se convierte en el blanco del acoso continuo de sus compañeros de escuela y del frenesí místico de la madre, y que, llegado el momento, se desquita con una violencia inusitada.
Carrie no es una bruja, pero puede mover objetos con la mente. Lo curioso es que en el esfuerzo de King por hacer verosímil la telequinesis —lo que se sostiene a través de una profusión de materiales: testimonios, recortes periodísticos, artículos científicos, citas de libros, folletos, informes policiales, etc.— la novela se vuelve extrañamente realista.
El señor de las moscas
Hace unos años, casi una década, Esteban Castromán escribió un poema que se llama “Marcelino”. Alguna vez alguien —no recuerdo quién— me dijo con acierto que en ese poema estaba el germen de Carrie. Por ese entonces leímos el poema en clase con mis estudiantes de 5to. Año. Era un riesgo porque los padres podían venir a quejarse, pero antes lo había hablado con el rector, que bancó la decisión y yo me sentí más confiado.
Le pegábamos porque era un pelotudo.
Pero, también, Marcelino era el instrumento
que nos permitía discriminar de qué lado de la vida
uno se encontraba.
En los recreos corríamos tras él
para molestarlo.
“Tu mamá es una puta”,
le decíamos todo el tiempo.
Marcelino se escondía, corría y
se hacía amigo de las chicas.
Nosotros le bajábamos los pantalones
delante de ellas.
Mientras lloraba le pegábamos.
Y temíamos ser Marcelino.
No es casual que Carrie y “Marcelino” tengan como escenario a la escuela. Más allá del lugar común del bullying, la violencia encierra una pregunta moral y la escuela es el territorio natural para debatirla. Tampoco es casual que sean adolescentes: es el tiempo de los cambios y de la reafirmación de la identidad, cuando las decisiones parecen definitivas y la realidad se muestra con el peso monolítico de sus propias contradicciones.
Tercera no-casualidad, hay una evidente distancia entre los adolescentes y los adultos. Sin adultos, el aula se convierte en una versión privada de El señor de las moscas, donde es muy peligroso ser el débil. La imagen icónica de Carrie (Sissy Spacek) que desata un infierno de explosiones y muerte pertenece a la película de Brian de Palma, de 1976. En la peli —no en la novela—, es justamente una profesora la que desestima lo que está a punto de pasar y echa a la única persona que podría haber evitado el drama.
El camino de la destrucción
Anna Karenina y Vronsky se conocen en una estación de trenes, un día en que alguien ha sido atropellado. Al final de la novela, es Anna quien se tira a las vías. En Carrie, esta composición simétrica se da a través de la sangre: comienza con ella horrorizada —y ridiculizada— por su primera menstruación en el vestuario del colegio y termina con ella bañada en sangre —ridiculizada— en la fiesta de graduación.
En toda la novela, hay sólo dos personajes que son comprensivos con ella: Sue, la chica que le cede su lugar en el baile, y Tommy, el novio de aquella, que se convierte en su eventual compañero. Ella se salva de la masacre; él tiene una muerte incruenta. El resto, por acción u omisión, participa del plan de Chris Hargenson —que, antes que contrapeso de Carrie es la antagonista de Sue—. Todos eligen a Carrie como reina: es en el momento en que es coronada cuando le tiran el baldazo de sangre de cerdo. Es la humillación llevada al paroxismo. Así se desata la matanza.
Stephen King cuenta en Mientras escribo que Carrie White está basada en dos chicas que conoció cuando iba a la escuela: Sondra era la solitaria hija de una mujer patológicamente religiosa; Doddie era víctima del bullying sistemático de sus compañeros. “Yo, que compartí varias horas de clase”, escribe, “tuve ocasión de observar directamente la destrucción de Doddie. Vi apagarse su sonrisa, y parpadear y extinguirse la luz de sus ojos”.
En la escuela, yo nunca fui muy perspicaz, pero comprendí rápidamente que había que poner en práctica algunas tácticas de supervivencia. Jugar al fútbol medianamente bien o, en su defecto, ser un jugador sacrificado, daba un cierto estatus. Y, si uno era buen estudiante —yo lo era—, era preferible compartir las respuestas de las pruebas: si te pescaba el profe todavía tenías buenas chances de aprobar en el recuperatorio.
Pero me pregunto hasta dónde habría llegado. ¿Me habría reído de Carrie? ¿Le habría pegado a Marcelino?
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