Cuando mi hijo menor empezó la primaria, él y su mamá habían tomado la costumbre de leer antes de dormir. Fue un rito que mantuvieron durante meses. Se hacía la hora de ir a la cama, ella lo acompañaba, se ponían a leer y yo los escuchaba desde el living con el volumen de la televisión casi al mínimo. Era un momento para ellos dos, pero me gustaba pensar que yo, de alguna manera, también participaba: en esa época trabajaba en una librería —una de las más lindas de la ciudad— y todas las semanas traía nuevos libros a casa.
El recuerdo que quiero contar pasó en invierno. Leían Sopapo, de Leonardo Oyola; avanzaban de a un capítulo por noche, pero, como ya les quedaba poco para terminarlo, mi hijo quiso leer un par de capítulos más. “¿Sabías que tu papá conoce al escritor?”, le dijo ella. “¿En serio?”, se sorprendió él, pero no por lo que uno podría suponer. Inmediatamente dijo: “¡¿Está vivo?!”.
Algunos años después, Oyola presentó Kryptonita en el auditorio de BajaLibros y yo aproveché para ir con mi hijo. Cuando terminó el encuentro, nos acercamos y le contamos la anécdota. Nos reímos los tres y Oyola le firmó el ejemplar de Sopapo que había rescatado de la incipiente biblioteca de su dormitorio. Me gustan los momentos felices que están asociados a la lectura.
Hoy había pensado en escribir sobre Salinger: sobre cómo sentía yo que la escuela me hablaba del pasado remoto hasta que el profe de Literatura de 4to. año nos propuso dejar de lado el programa y leer “El hombre que ríe” y cómo después seguimos con El cazador oculto —lo leímos con ese título; creo que la traducción era de Jorge Pezzoni— y el mundo se me hizo anchísimo; Había pensado en recomendar El trabajo de mis sueños, una hermosa película salingeriana que Netflix estrenó hace poco, y me las iba a ingeniar como para vincularla con el inteligentísimo ensayo Por qué nos creemos los cuentos, de Pablo Maurette. Traje el recuerdo de mi hijo porque me pasó con Salinger a los 16 años lo que a mi hijo con Oyola a los 5: me sorprendí de estar leyendo en el colegio a un autor vivo.
Muchísimos escritores e intelectuales han tratado de responder por qué, para qué leemos. “Leo para que me consuelen, leo para que me conmuevan, leo para que me recuerden la gracia, la belleza y el amor, pero también el dolor y la pena” (Julian Barnes). “La lectura es el arte de construir una memoria personal a partir de experiencias y recuerdos ajenos” (Ricardo Piglia). “Leemos para aprender a preguntarnos por qué leemos” (Constantino Bértolo). “Somos lo que leemos”, (Borges).
Todas son definiciones precisas, pero creo que hay que agregar que la lectura es, sobre todo, vínculo: un diálogo extraño entre pares, entre amigos, entre desconocidos, entre estudiantes y docentes, entre padres e hijos.
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