Se llamaba Teodosio Muñoz Molina y daba Literatura en 5to. año. A los otros les decíamos Profesor, pero con él rompíamos el protocolo y le decíamos Teo. Un apodo que aceptaba con arrogancia teatral: Teo, por supuesto, es el prefijo griego que significa Dios.
Usaba unos anteojos culo de botella con un vidrio oscuro —marrón o verde— y marco cuadrado. Tenía un bigote tupido y canoso, con manchas de nicotina. Fumaba continuamente —en esa época se podía fumar en las aulas— y cuando se quedaba sin cigarrillos nos mandaba a comprar al kiosco de enfrente: Chester suaves largos. Era algo totalmente fuera de lugar, pero nosotros, en la inconsciencia de los 17 años, sentíamos esos cinco minutos afuera del colegio como una especie de libertad.
Por entonces había irrumpido un tipo de docente distinto con Robin Williams y La sociedad de los poetas muertos, pero los nuestros todavía pertenecían a la educación vertical, autoritaria —en algunos casos, represiva—, tradicional, siempre dispuesta a negar las diferencias. Nadie escapa de su época y Teo era un hombre de voz nasal que daba una clase expositiva sentado detrás de un escritorio, que ocasionalmente escribía en el pizarrón el apellido difícil de algún escritor europeo y rara vez abría el diálogo con los alumnos. Tenía, sin embargo, una característica singular, que hacía que lo respetáramos y, diría más, lo quisiéramos: nunca nos menospreció, nunca nos subestimó. Lo recuerdo, de hecho, como un tipo difícil —todos lo eran—, pero afable, erudito, accesible.
Teo era fanático de Borges y todo el tiempo encontraba excusas como para recitarnos sus poemas. Nos hizo aprender de memoria el “Poema de los dones” y la “Fundación mítica de Buenos Aires”, también “Un soldado de Urbina” —con la etimología de la palabra sórdido— y el “Poema conjetural”. Supe que hace algunos años, en otro colegio donde daba clases, le pusieron su nombre a la biblioteca: no se me ocurre mejor homenaje para un borgeano.
Algunas veces, para subrayar una idea, sacaba unas hojas amarillentas con las transcripciones de varias conversaciones que él mismo había tenido con Borges. Como sabemos, Borges era una persona abierta para el diálogo, pero, como todo escritor, muchas veces mantenía una conversación consigo mismo y el otro era apenas un espejo, alguien que lo ayudaba a sostenerse en el ritmo y el cauce. Con Teo, sin embargo, se notaba que había tenido un intercambio más amplio. Mostraba muy poco esas hojas, pero quienes llegamos a verlas encontramos ahí observaciones sobre poesía, sobre crítica, sobre Cervantes, sobre los helenistas. Teo las guardaba en una gaveta de la sala de profesores y nunca se le ocurrió publicarlas; supongo que con el tiempo se habrán perdido.
Además de Borges, leímos El matadero y La cautiva, Una excursión a los indios ranqueles y aprendimos de memoria una infinita cantidad de estrofas del Martín Fierro (“Y atiendan la relación / que hace un gaucho perseguido, / que padre y marido ha sido empeñoso y diligente / y, sin embargo, la gente lo tiene por un bandido”). Leímos pasajes de Juvenilia —nunca voy a entender la obsesión que profesores y académicos tienen con esta novela—, vimos a Lugones, al primer Cortázar, algo de Bioy, algo de Hugo Wast, nada de Walsh, nada de Conti, muy poco de Sábato, casi ninguna mujer. Parecía que la literatura argentina contemporánea había terminado veinte años antes.
Con todo, él sabía de los límites del programa —o los suyos propios— y nos desafiaba a leer otros autores. Lo que más recuerdo de las clases de Teo eran las largas horas de lectura. Para muchos de mis compañeros, aquellas, de hecho, fueron las únicas horas de lectura de la adolescencia. La escuela cumple ahí una función esencial. Borges alguna vez dijo que el verbo leer, como el verbo amar, no soporta el modo imperativo. Yo creo que la escuela tiene que hacerse cargo de su misión y, sin caer en imposiciones normalizadoras, debe dar herramientas para que los estudiantes experimenten con todos los materiales posibles —incluyendo a la lectura, por supuesto.
Leer en el aula implicaba, también, suspender la tarea desbocada de ver pasar a un docente detrás de otro y abordar un contenido detrás de otro. Era la oportunidad de entrar en un mundo diferente, distinto. Más de una vez, la página me dio la libertad que sentía cuando me tocó comprarle los Chester. Guardo esas horas de silencio y de lectura reconcentrada como las más felices de mi secundario.
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