Por más que lo quieran resguardar, Benjamín lo palpa en el ambiente. Sabe, con sus 6 años, que es blanco de una batalla judicial. Desde hace medio año cursa tercer grado en un colegio privado de La Plata, pero el ministerio de educación bonaerense lo obliga a retroceder, a volver a hacer segundo grado pese a que ya lo acreditó a fines de 2020.
Benjamín -se preserva su nombre completo- ya se aburría en sala de 3. La maestra jardinera se dio cuenta de que su cabeza trabajaba distinto cuando leyó una fábula de lobos en clase y, en vez de interés, encontró racionalidad plena, como si no se permitiera una interpretación ajena a la lógica más pura: “No puede ser. Los lobos no hablan ni tampoco se ríen”, le dijo. Para entonces, el niño ya sabía los números y algunas operaciones matemáticas como sumar y restar. Había descifrado por su cuenta la tabla del 2 cuando le preguntó a sus padres cuánto era el doble de 80.
“Lo aprendió todo en forma autodidacta, sin ayuda de nadie. En general, la gente y buena parte del sistema educativo piensa que ser superdotado es un beneficio, pero los chicos la pasan mal. Nosotros nos acercamos por la parte fea. Benja se aburría muchísimo, no tenía intereses en común con los chicos de su edad y ya empezaba a somatizarlo. Tenía vómitos cíclicos por las noches, sin ninguna razón”, contó a Infobae Soledad Heit, la madre del chico.
Por recomendación del jardín, se trasladaron hasta la Ciudad de Buenos Aires para obtener un psicodiagnóstico. Ya en el consultorio, la especialista les confirmó que tenía altas capacidades intelectuales. Más puntualmente, superdotación con “múltiples potencialidades”. El diagnóstico destacaba su facilidad para las matemáticas, pero también mencionaba su “alto razonamiento verbal, su poder de abstracción y su inteligencia rica y muy creativa”.
Tras varias idas y venidas, en 2019, la Dirección General de de Educación Privada (DIEGEP), que está en la órbita del ministerio bonaerense, validó el diagnóstico. Le permitió a Benjamín adelantar un año: saltó de sala de 4 a primer grado. Si bien empezó entusiasmado, pronto se dio cuenta de que lo que enseñaban él ya lo sabía.
Una mañana se acercó a la dirección y preguntó: “¿Yo puedo renunciar a esto? Porque no estoy aprendiendo nada”. La directora tardó unos segundos en desglosar la frase. “¿Yo puedo renunciar?”, como si se tratara de un trabajo sufrido o un compromiso al que estuviera atado. Ese mismo día convocó a los padres para pensar alternativas. Quedaron en que iba a haber un “enriquecimiento”, que le darían actividades más complejas, aunque en los hechos se trató más bien de una acumulación de tareas que lo terminó agobiando.
Pandemia mediante, con el visto bueno de la inspectora, empezó a conectarse a través de Zoom con los chicos de segundo grado. Ahí sí se sintió por primera vez motivado, sintió que era parte de un grupo y, si bien las consignas no le resultaban un real desafío, sí compartía inquietudes con sus compañeros.
Durante 2020, Benjamín se preparó para rendir libre en la Ciudad de Buenos Aires, una de las pocas jurisdicciones que habilitan el examen. No tuvo demasiadas dificultades: ante un tribunal, en una escuela pública porteña, se sacó 100 sobre 100.
Su mamá, Soledad, solicitó de inmediato la aprobación del documento. Pasaron los meses, decenas de reclamos y mails, y la respuesta nunca llegó. El 1 de marzo, al inicio del ciclo lectivo, la inspectora llamó al colegio y quedaron en que, por ahora, ingresara a tercer grado tal como le correspondía. Pero el 8 de junio, ya con medio año cursado, llegó la respuesta oficial.
El revés oficial y la reacción de la familia
El caso de Benjamín es, quizás, el más avanzado a nivel jurídico pero no el único. Cientos de chicos con altas capacidades intelectuales sufren los obstáculos de un sistema que desconoce la propia Ley de Educación Nacional, que en su artículo 93 los ampara: “Las autoridades educativas jurisdiccionales organizarán o facilitarán el diseño de programas para la identificación, evaluación temprana, seguimiento y orientación de los/as alumnos/as con capacidades o talentos especiales y la flexibilización o ampliación del proceso de escolarización”, dice.
El 8 de junio finalmente la DIEGEP envió una nota sin número de expediente ni firma, en la que informaba que el certificado de CABA, que debería ser válido en todo el país, no alcanzaba para permitirle acelerar un grado. Tres días después la familia tuvo una reunión con Valeria Trajtenberg, la jefa de inspectores de la región I, en la que se les repitió que las normas eran “rígidas” y que el niño estaba obligado a pasar los seis años previstos en el plan de estudios en el nivel primario, que no había posibilidad de adelantarlo.
“El otro día Benja me dijo: ‘Si no van a valorar lo que hice, no voy más a la escuela’. Por más que tenga facilidad, abarcó dos años en uno, hizo paralelamente las tareas de primer y segundo grado, y rindió libre el examen. Él ya no quiere que lo muevan más de curso. Cuando por fin se siente contenido, otra vez vuelve a afrontar lo que para él es un calvario”, comentó la madre.
En medio de la disputa legal se da un hecho curioso. El año pasado, por la suspensión prolongada de las clases presenciales, los chicos de todo el país pasaron de grado sin haber rendido las materias. Con Benjamín sucede todo lo contrario: sí acreditó los aprendizajes, pero no le permiten promocionar.
La familia considera que se están vulnerando sus derechos. En los próximos días presentarán un amparo para que pueda matricularse en tercer grado, el curso que le corresponde. Para los padres, hay una mezcla de ineficiencia, de burocracia absurda y de tintes políticos detrás de la decisión. “Recibieron un documento, el diágnostico de altas capacidades, convalidado por el mismo ministerio pero de la gestión anterior. Un poco no saben y otro poco no quieren ejecutarlo”, piensan.
SEGUIR LEYENDO: