“Cada vez que voy a publicar una foto en Instagram, tiemblo y transpiro”. No, no es una frase inventada. Es algo que me dijo un amigo muy cercano hace no mucho más de un mes. No trabaja con redes sociales; no necesita alcanzar a una audiencia determinada para obtener ingresos. Es una persona común y corriente, que utiliza Instagram como un entretenimiento. Y sin embargo, cuando va a publicar una foto, “tiembla y transpira”.
“¿Por qué?”, le pregunté. No me sorprendía su afirmación, pero me intrigaba el motivo. “Porque las últimas fotos que publiqué tuvieron bastantes likes, no quiero bajar de ahí”. Si extrapoláramos esa conversación a dos o tres décadas atrás, parecería absurda. Hasta irrisoria. Hoy, en junio del 2021, es casi tan normal como preguntarle a otra persona si va a llover.
Pocos usuarios de redes sociales lo admiten, pero muchos lo sienten: tenemos una presión constante por ser validados por personas que desconocemos. Queremos que cuando subimos una foto, los demás aprieten el famoso botón del corazoncito, que activa un corazón blanco y grande encima de nuestra publicación y hace crecer el contador de likes (“Me Gusta”) que hay unos píxeles más abajo. Y queremos que ese contador de likes no se frene nunca. Que crezca y crezca y alcance números inimaginables. Porque nos medimos por ese alcance: nos sentimos confortados cuando hay muchos likes y nos sentimos descartados cuando hay pocos.
Pero las mentes maestras que toman decisiones en las compañías de redes sociales que dominan el mundo, nos conocen un poquito más de lo que nosotros pensamos: ellos saben que, en el fondo, no nos preocupa tanto tener pocos likes. Nos preocupa más que otras personas puedan notarlo. Porque, solo entonces, esa sensación de descarte puede tornarse una realidad. Es por este motivo que recientemente Instagram incorporó la función de ocultar cuantos Me Gusta tienen nuestras fotos.
¿Queremos ser exitosos o queremos que los otros piensen que lo somos? ¿Cuál es la diferencia, si es que la hay? Hay personas que trabajamos con redes sociales y de nuestro “alcance” dependen nuestros ingresos. ¿Cómo es esto? Es sencillo. Funciona como un cartel publicitario en el medio de la ruta. No es lo mismo anunciar un producto en una cartelera al costado de una ruta perdida que en el medio de una autopista transitada. ¿Por qué? Porque en la segunda, el cartel publicitario va a estar expuesto a más personas y por ende, habrá más posibilidades de que alguien compre nuestro producto.
No nos preocupa tanto tener pocos likes. Nos preocupa más que otras personas puedan notarlo.
Con las redes sociales y los famosos “influencers”, pasa algo muy similar. Aquellas personas que tienen cuentas con más seguidores, tienen un valor más alto que aquellas cuentas con menos. Porque promocionar un producto en el Instagram de Tini Stoessel, que asciende a más de 15 millones de seguidores, te asegura un alcance mucho más alto que hacerlo en una cuenta con solo 50 mil.
Es entendible entonces, más no justificable, que una persona que trabaje con redes sociales pueda sentir una presión extra por mantener un buen número de Me Gusta en sus publicaciones. Pero, ¿por qué alguien que no busca sacar un beneficio económico de sus redes sentiría esta presión? Y más intrigante aún: ¿hasta dónde puede afectarle?
Me aventuro a pensar que la respuesta es sencilla: todos queremos ser queridos. Buscamos la aprobación del ojo ajeno con el fin de sentirnos mejor con nosotros mismos. Y estamos dispuestos a convertirnos en lo que otros quieren que seamos con el único objetivo de continuar sintiendo esa validación.
Pero los riesgos de vivir en esta postura son altísimos. Porque al depositar nuestra propia satisfacción en la decisión unilateral de desconocidos de apretar un “corazoncito” en nuestra foto, estamos cediendo el control de nuestro propio bienestar. Y mientras esos corazones sigan llegando, probablemente estaremos bien. Pero cuando los mismos no estén más: ¿con qué nos quedamos? Si moldeamos nuestra figura en pos de la aprobación de un tercero, cuando esté ya no esté… ¿qué somos nosotros?
Ésta invitación a reflexionar, si bien se planteó desde la perspectiva de las redes sociales y los tan ambicionados likes, es fácilmente aplicable a otras situaciones de la vida. ¿Cuántas veces escuchamos más la opinión de otros que la nuestra? ¿Por qué nos esforzamos tanto por conseguir el visto bueno de personas que no conocen nuestros procesos ni nuestros caminos?
Instagram, y el resto de las redes sociales, forman parte de nuestro día a día. Pasamos inmersos en ellas una cantidad de horas que, en mi caso, me da hasta vergüenza admitir. Y no, lo que pasa ahí no es irreal ni debe ser subestimado. Convivimos en esa atmósfera que nos pone al lado nuestro una etiqueta de precio, y ese precio lo definen los demás. Lo que nosotros hacemos frente a esa realidad dada es lo que puede marcar una diferencia.
¿Sucumbir ante la presión de mostrarnos exitosos, queridos y aprobados? ¿O restarle importancia a todo eso? ¿Es acaso posible? ¿Depende de nuestra propia voluntad?
Bueno, controlar cómo nos sentimos respecto a lo que otros dicen de nosotros puede ser un tanto difícil. Pero, ¿qué pasa si damos vuelta la ecuación? Salgamos por un minuto del lugar de protagonistas. Pongámonos en el lugar del público. Un público que charla constantemente sobre qué tan bien le va a uno, o qué tan mal le va a otro; con simples comentarios que alimentan una rueda infrenable de expectativas y presión. Una rueda que gira descontroladamente hasta dar la vuelta completa y pisarnos, alimentada de base por nuestras propias críticas.
Podemos cambiar la forma de sentirnos con nosotros mismos. Pero también podemos colaborar en hacerles ese proceso más fácil a los demás. Y, si ponemos en marcha este camino, quizás así logremos finalmente que la rueda deje de girar.
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