Para Borges, el tango era, sobre todo, nostalgia. Pero no por un antiguo amor, sino por una ciudad que se perdía en el olvido: la Buenos Aires orillera de casas bajas y calles empedradas, con terrenos baldíos donde pastaban colorados serenos, y arroyos que alternaban entre la sequía barrosa y el cauce desbocado. Una Buenos Aires —y, sobre todo, un barrio: Palermo— que se desvanecía en la frontera porosa de la realidad y el mito, un terreno en donde se movían como héroes legendarios el guapo, el malevo, la prostituta. También de ellos, al igual que del pélida Aquiles, la musa podría haberles cantar su cólera.
“Todo —la medianía de las casas, / las modestas balaustradas y llamadores, / tal vez una esperanza de niña en los balcones— / entró en mi vano corazón con limpidez de lágrima”, escribió Borges en su primer libro de poemas, que no casualmente se llama Fervor de Buenos Aires.
Y en el mismo libro, más adelante: “(Y pensar / que mientras juego con dudosas imágenes, / la ciudad que canto, persiste / en un lugar predestinado del mundo, / con su topografía precisa, / poblada como un sueño, / con hospitales y cuarteles / y lentas alamedas / y hombres de labios podridos / que siente frío en los dientes)”.
En 1929, Borges obtuvo el segundo lugar del Premio Municipal de Poesía con Cuaderno San Martín, que no hace referencia al Padre de la patria, sino a la marca del cuaderno en el que escribió los poemas, como si hoy dijéramos Cuaderno Gloria o Cuaderno Rivadavia. Todos los poemas, desde el primero hasta el último, desde “Fundación mítica de Buenos Aires” hasta “Paseo de Julio” —que era como se llamaba la Av. Alem hasta 1919—, son urbanos. Y allí, entre patios, cementerios, esquinas rosadas y portones, se escucha la música que aviva el coraje de tauras y cuchilleros: “Unas cuantas milongas para hacerte el valiente / y una baraja criolla para tapar la vida / y unas albas eternas para saber la muerte”.
Con los 3.000 pesos del premio —una pequeñísima fortuna—, Borges se tomó un año sabático para escribir la vida del poeta Evaristo Carriego. El libro resultó ser bastante más que una biografía. Como si fuera la puesta en práctica de aquel viejo precepto de León Tolstoi, “pinta tu aldea y pintarás el mundo”, Evaristo Carriego es el intento de preservar las cicatrices de un Palermo en proceso de cambio, la fisonomía de sus habitantes, el recuerdo familiar de un escritor de barrio. Y una búsqueda del tango.
En El idioma de los argentinos (1928), en Evaristo Carriego (1930) y en diferentes textos que más tarde decantarían en las conferencias que dio en 1965, Borges elabora la genealogía del tango. Parte de una operación de lector genial: comprueba la ausencia de la palabra “tango” en la gauchesca y en especial en el Martín Fierro —donde “chimango” rima con “fandango”—, y establece así que el origen es necesariamente posterior al poema de Hernández, que es de 1872. Y, de nuevo, con la ayuda de la literatura y de la poesía, señala que los primeros tangos se tocaban con piano, violín y flauta en las casas de mala vida . El bandoneón llegaría con el nuevo siglo.
“La morocha”, “El choclo”, “El entrerriano”, “El apache argentino”, “El pollito”, “Siete palabras”, “Una noche de garufa”: aquellos tangos no tenían letra, y, si la tenían, era indecente o traviesa. Era una música alegre que, lejos de ser popular, se rechazaba por inmoral y pendenciera. Dice Carriego en “El casamiento”: “El tío de la novia, que se ha creído / obligado a fijarse si el baile toma / buen carácter, afirma, medio ofendido, / que no se admiten cortes, ni aún en broma. / Que, la modestia a un lado, no se la pega / ninguno de esos vivos seguramente. / La casa será pobre, nadie lo niega: / todo lo que se quiera, pero decente”.
Según Borges, entonces, no fue el pueblo quien impuso al tango, sino que recién se lo aceptó cuando fue aprobado y adecentado en París. Hasta entonces esa era la música de quienes, como dice Borges justamente en el poema “El tango”, pertenecían a la “secta del cuchillo y del coraje”. (Como en un juego de espejos, París fue también el origen del reconocimiento de Borges en la Argentina: los lectores comenzaron a prestarle atención una vez que lo tradujo Roger Callois).
Borges no escribió sobre Gardel —aunque sí escribió el prólogo a un ensayo sobre Gardel de Carlos Zubillaga— y casi no lo menciona en las cuatro conferencias del 65; lo hace a desgano y en un breve pasaje del tercer encuentro con un movimiento tan característico que no puede más de borgiano: plantea sus objeciones a partir del relato de un otro —Bioy— que cuenta las opiniones de un tercero —Bioy padre—, de manera tal que cualquier desprevenido podría considerar que hasta lo está elogiando.
“Gardel”, dice en aquella conferencia, “además de su voz, además de su oído, hizo algo con el tango, algo que había sido intentado antes, pero de un modo parcial, por Maglio, y que Gardel llevó, no sé si a su perfección, pero sí a un ápice”. Y sigue: “Esa transformación producida por Gardel fue, según me dijo anoche Adolfo Bioy Casares, acaso la razón por la cual su padre, acostumbrado al modo criollo de cantar, no aprobaba a Gardel”.
Según esta idea, Gardel habría sido quien provocó que el tango abandonara una forma estoica en donde el cantor, a la manera de los payadores, se despegaba indiferente de la violencia de la letra, y se volviera una viñeta dramática: una escena en la cual un hombre abandonado se lamenta o habla —”y este es uno de los temas más tristes del tango”— de la decadencia física de la mujer.
La crítica parece injusta: no se puede juzgar a Gardel por sus epígonos y malos imitadores, de la misma manera que no se le puede caer a Borges por los laberintos y tigres con los que tantos escritores de los 60 y los 70 agobiaron a sus lectores. Pero, en un punto, resulta verosímil que con Gardel y no solo con él, el tango fuera cambiando de signo, se habilitara esa estética llorona —la palabra es de Borges— y el cantor actuara la letra. Podría ser, entonces, que a partir del éxito de este nuevo tipo de interpretación se diera aquello que para Borges es una consecuencia directa, y las letras de los tangos comenzaran a escribirse pensando en el énfasis teatral que él entendía como artificio.
Pablo Gianera dice en el ensayo La música en el grupo Sur que a Borges le gustaba el blues, algo que se confirma muchas veces en el diario de Bioy. Gianera dice que el gusto se debe en parte a la predilección tan de Borges de dejarse seducir por los géneros. Yo creo que a esto se le puede agregar el estilo de los bluseros, que se parece mucho al modo criollo que destacaba el padre de Bioy: storytellers que cuentan historias —las más de las veces sangrientas— sin disfraces ni emociones falsas. Estoy seguro de que por esta razón —y por varias otras más— Borges habría sido muy elogioso con Bob Dylan. Pero eso es para otra nota.
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