Uno de los grandes dilemas a los que se enfrentan los docentes este año es cómo evaluar los saberes de los estudiantes. Cómo interviene el movimiento de presencialidad, no presencialidad y las implementación de burbujas en los procesos de enseñanza y de aprendizaje.
Ticmas, la solución educativa para la nueva modalidad de la educación, organizó ayer un encuentro para pensar el alcance, los modos y objetivos de la evaluación en este año complejo.
La primera actividad de la tarde fue una entrevista a Rebeca Anijovich, especialista en Educación y autora de textos imprescindibles como La evaluación como oportunidad y El sentido de la educación secundaria (ambos escritos en coautoría con Graciela Cappelletti), Gestionar una escuela con aulas heterogéneas, Evaluar para aprender (escrito junto a Carlos González), etc.
Estos son algunos de los pasajes más destacados del encuentro, que se puede ver íntegramente en el canal de YouTube de Ticmas.
—¿Todavía en pandemia podemos a la evaluación como oportunidad?
—Más que nunca, si la miramos no solo desde la certificación. Si la miramos desde la posibilidad de que un estudiante reconozca su proceso, su recorrido, identifique cuáles son sus puntos fuertes y cuáles los débiles. Con Graciela Cappelletti siempre decimos que la evaluación tiene mala prensa: vos decís evaluación y nadie sonríe. Porque está asociada a situaciones no felices, al temor. Durante años se vinculó la evaluación a lo peor de la escena del control, al castigo, a lo punitivo. Si se la mira desde esa perspectiva, obviamente, no hay ninguna oportunidad. Pero si la miramos desde la evaluación formativa, desde el proceso, desde el acompañamiento, desde la retroalimentación de los estudiantes, desde el trabajo de autoevaluación de los estudiantes, ratifico ese concepto de evaluación como oportunidad.
—¿Cómo se puede pensar a la evaluación como instancia de aprendizaje y no como una barrera a saltar?
—Primero: la evaluación que técnicamente se llama “sumativa” puede ser diseñada con estrategias alternativas al examen. Es muy importante recuperar la función de integrar partes, tanto de forma parcial como final, y esa integración no tiene por qué adoptar el formato de examen con preguntas. Si se trabaja con proyectos, el producto final es lo que se hizo más todo el recorrido de investigación e indagación que fueron haciendo los estudiantes. La evaluación cobra un sentido diferente: se presentan los resultados del proyecto y, a la vez, se puede conversar y ofrecer retroalimentación de unos a otros, se puede indagar el recorrido y ver cómo podríamos mejorar. Esos son espacios de reflexión y, al mismo tiempo, de acreditación, porque yo, como docente, quiero saber si los estudiantes aprendieron. Pero lo que busco saber es si los estudiantes son capaces de usar la información para analizar un problema, para intervenir en su contexto, para generar soluciones, para formularse nuevas preguntas, no para repetirla de memoria.
La evaluación le es ajena al estudiante, es algo del profesor, del sistema.
—¿Se puede diferenciar entre evaluación y calificación? El año pasado, ante la suspensión de las clases presenciales, se planteó no calificar, y muchos estudiantes —y también muchos profesores— entendieron que no calificar era no evaluar.
—Durante años evaluación y calificación fueron casi sinónimos. La calificación es una de las funciones de la evaluación. Pero es una: no la única. Lo que pasa que tiene un peso enorme y se la ha utilizado como ejercicio de poder: “Saquen una hoja”, “Al que se porta mal le pongo un uno”. Tenemos una historia muy fuerte vinculada a la calificación y para cambiarla no alcanza con reemplazar un recurso por otro, sino que es un cambio de enfoque, de paradigma. Por supuesto, si la historia hace que al estudiante sólo le importe la nota, cuando no le ponen nota no le importa aprender. Aquí entra el concepto de ajenidad: la evaluación no es algo del estudiante, sino que es algo del profesor, del sistema. Si un estudiante se saca un 2 dice: “Me pusieron un dos”. Y si se saca un 8, por supuesto que dice “me saqué un 8”, pero cuando se le pregunta por qué piensa que se sacó esa nota, da respuestas que, otra vez, plantean la atribución de causas externas: “Me tocó el tema más fácil”, “Tuve suerte”. Esto nos lleva al concepto de apropiación. Queremos que los estudiantes se apropien tanto de su proceso de aprendizaje como de su proceso de evaluación.
—¿Como una posibilidad de mayor autonomía?
—Queremos generar estudiantes autónomos que puedan darse cuenta cómo están aprendiendo, qué estrategias les funcionan mejor, cómo se pueden organizar para aprender mejor. Son prácticas que hay que enseñar, a las que hay que dedicarle tiempo, a las que hay que sostener, y son prácticas que han entrado poco a las aulas. El año pasado se abrió una ventana maravillosa para trabajar con otro enfoque de evaluación, pero no hay historia, no hay prácticas. El cambio genera inseguridad. Sumado a que se está en un contexto de pandemia. Pero, al mismo tiempo, podemos decir que gracias a la pandemia estamos hablando de otro modo de encarar la evaluación. Gracias a la pandemia en todos los diarios se habla de educación y de la escuela y de las clases y de la importancia de los docentes. El cambio requiere de mucho tiempo y mucho esclarecimiento, de mucho tiempo para pensar diferentes procesos de evaluación y, al mismo tiempo, de pensar los procesos de enseñanza porque cuando pensás en la evaluación, inevitablemente llegás a la enseñanza. La pregunta es: dime cómo evalúas y te diré cómo enseñas.
—¿Qué rol juegan los padres? ¿Cómo hay que hablar con ellos para que comprendan el cambio de paradigma?
—El año pasado vivimos una situación bastante inédita con relación a la participación de la familia en la educación de los hijos. Yo creo que las familias habían depositado mucho de la educación de sus hijos en la escuela, confiando en las instituciones. Y, de alguna manera, cuando la escuela se instala en la casa, inevitablemente los padres miran las clases, las escuchan y, sobre todo con los chicos del nivel inicial o la escuela primaria, empiezan a tener una participación más activa. Hay una tarea para hacer y muchas escuelas la han encarado, que es compartir con las familias qué significa evaluar, cómo se evalúa, cuáles son los criterios de evaluación. Para que la evaluación deje de ser oculta. Son decisiones institucionales. Así como se comunica cuál va a ser el modo de enseñar en la modalidad sincrónica o asincrónica, también se deben comunicar las modalidades de evaluación y transparentar los criterios. Algunos autores que escriben sobre cómo será la escuela del 2050 dicen que los padres, en lugar de preguntar cuánto se sacó el hijo en una prueba, deberían preguntar qué capacidades tiene para trabajar en equipo. Eso es un aprendizaje que nosotros, educadores, también tenemos que trabajar con las familias.
El año pasado vimos cómo los estudiantes ayudaban a los docentes en el uso de la tecnología
—¿Qué podemos aprender nosotros de nuestros estudiantes? ¿Cómo podemos aprender de qué forma hay que evaluarlos?
—Primero hay que hacer el ejercicio de empatizar con los estudiantes para conocer mucho más de ellos. Ellos se manejan con otros lenguajes multimediales y en muchas cosas saben mucho más que nosotros; el año pasado vimos cómo los estudiantes ayudaban a los docentes en el uso de la tecnología. No alcanza con saber si un estudiante es buen alumno o cómo es su familia o en qué contexto vive. Esos son datos importantísimos, pero yo también quiero saber qué series miran, qué personajes de los juegos en red los atrapan, qué aprenden jugando. Segundo, tengo que dar espacio a la escucha, pero no con la pregunta “¿A ustedes qué les interesa?”. Nadie va a contestar esa pregunta. La pregunta es una actividad. Por ejemplo: que cada uno grabe un tutorial donde elija su juego en red preferido y explique tres aprendizajes que hace cuando juega lo juega. Eso me da muchísima información como docente. Es un ejemplo chiquitito, pero nos permite mirar desde otra perspectiva y conocer mejor a los estudiantes. Otra más: para una propuesta de enseñanza tengo que pensar qué opciones puedo ofrecerles. Si quiero enseñar el género de novelas de terror, no puedo elegir una única novela de terror. Tengo que dar cuatro o cinco novelas diferentes: lo que me importa trabajar es el género literario y que ellos elijan.
—Que puedan decidir su camino.
—Aparece el concepto de estudiante protagonista en lugar de estudiante activo. Queremos al protagonista que se meta en la propuesta y que, a partir de esa conexión, sugiera ideas, proponga lecturas, traiga la idea de entrevistar a alguien... No tenemos que saber todo lo que ellos saben, pero sí tenemos que abrir la cabeza para incluir sus ideas, sus lenguajes, sus propuestas. Sin perder nuestro propósito de enseñanza. Nosotros tenemos un rol muy importante. Tenemos que transmitir una parte de la cultura, pero no puede reducirse sólo a eso. Tenemos que mostrarles que hay otras cosas en el mundo: tenemos que trabajar con lo que les interesa y con el mundo de posibilidades, como dice Bruner, que puedo ofrecerles a los estudiantes. Esa es una tarea interesante. Más trabajosa, sí, pero fascinante como desafío.
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