Al principio, allá por mediados de marzo de 2020, parecía una medida razonable. Un cierre de las escuelas provisorio ante la amenaza de un virus desconocido que recién había arribado al país. Pasaron los meses y el calificativo de provisorio se estiró como un chicle: transcurrió todo un año sin clases presenciales, a excepción de un porcentaje ínfimo de chicos.
El martes pasado, el Ministerio de Educación nacional difundió los primeros datos de contagios en los colegios, que surgieron de la carga de los propios directores en el sistema Cuidar Escuelas durante el primer mes de clases. La muestra -que, aseguraron, era representativa- tomó 5.926 establecimientos abiertos a los que asisten un total de 1.429.190 estudiantes y 214.850 docentes y no docentes, y reflejó una muy baja incidencia.
Sobre el total de alumnos que concurren a la escuela, solo se contagió el 0,16%. Entre los docentes, se infectó el 1,03%. Más aún, desde la propia cartera educativa remarcaron que no hay forma de saber si esos contagios se produjeron al interior de las escuelas y que, por el contrario, los establecimientos se perfilan como detectores tempranos de los casos. En promedio, según los datos oficiales, la letalidad en la población en edad escolar (de 0 a 18 años) es 0,08%, treinta veces menos que la de la población general (2,4%).
Entonces, ¿por qué, si las escuelas no agudizan la pandemia, estuvieron tanto tiempo cerradas?
En rigor, durante los primeros meses de 2020, la gran mayoría de los países del mundo cerró sus escuelas. Según el ranking que elaboró el Observatorio Argentinos por la Educación, Argentina ocupa el puesto 44 sobre 156 en lo que respecta a mayor cantidad de tiempo de escuelas completamente cerradas. En Latinoamérica ese ratio lo lleva al puesto 14 sobre 22 naciones, por debajo de Brasil, Paraguay, México, Venezuela, entre otras.
Ahora, si se le cambia el calificativo totales por parciales, Argentina asciende al puesto 15 a nivel mundial y queda segunda en la región, solo por detrás de Bolivia. Según el informe, el cierre escolar total duró cinco meses y dos semanas hasta que abrieron las primeras escuelas. Sucede que la apertura, más que parcial, fue mínima. CIPPEC calculó que el año pasado solo volvió a clases presenciales el 1% de la matrícula nacional. Después, cerca de noviembre, un número indefinido de estudiantes se revinculó con la escuela a través de lo que llamaron “actividades educativas”, que cada institución interpretó como pudo.
Desde que comenzó el ciclo lectivo 2021, las escuelas argentinas transitan una modalidad combinada que, más allá de las disparidades, permitió a casi todos los chicos volver a la escuela al menos algunos días.
Pero los nuevos datos de contagios en la comunidad educativa reflotaron el interrogante: ¿no se perdió demasiado tiempo?
La primera respuesta oficial insiste en que el año pasado no había información que permitiera confirmar la baja incidencia. De hecho, al principio de la pandemia se barajaba la posibilidad de que los chicos fueran “supercontagiadores”, que apenas sufrieran el impacto del virus, pero sí funcionaran como grandes vectores. En realidad, la evidencia empezó a descartar tal presunción desde mayo.
En No esenciales. La infancia sacrificada (libros del Zorzal), Victoria Baratta recopiló la evidencia internacional que se pudo recabar el año pasado. Cuando muy pocos países sostenían la educación presencial, un estudio en China demostró que los niños no eran supercontagiadores y sugirió mantener la apertura escolar. Algunas semanas después, en Singapur se comprobó que la incidencia de contagios entre los chicos era muy baja.
Suecia fue una de las excepciones. Durante 2020, mantuvo las escuelas abiertas pese al avance de la pandemia. Una investigación comparó la tasa de contagios entre niños en edad escolar con su país vecino, Finlandia, que sí optó por un cierre transitorio. Pese a las diferencias en la estrategia, tanto Suecia como Finlandia tuvieron muy pocos chicos contagiados. Incluso, en comparación, los datos de los docentes suecos mostraron que el riesgo de contagio no era mayor al de otras profesiones. En ese momento, los taxistas y los cocineros aparecían entre los grupos de más alta incidencia.
Con el correr de las semanas y ya con un retorno masivo a las aulas en Europa, se multiplicó la evidencia. Alemania, Reino Unido, Irlanda, Francia, España, Italia, entre otros, verificaron que la escuela no era un espacio donde se expandía significativamente la circulación del virus.
Del otro lado del Río de La Plata, Uruguay también había emprendido un regreso paulatino desde fines de abril, que cursaron sin complicaciones. Ahora, que atraviesan su pico de contagios, sí suspendieron en forma provisoria las clases en todos los niveles. Desde este lado del charco, muchas provincias -o al menos un sinfín de departamentos- no registraban circulación comunitaria bien entrado 2020 y, aun así, prefirieron seguir con clases remotas.
Ya entre agosto y septiembre se podía asegurar que los colegios, protocolos mediante, eran lugares seguros. Sin embargo, se perdió tiempo. Por algún motivo, se asumió que las escuelas eran un campo minado de Covid, mientras nunca se miró con tanto esmero los efectos de otros espacios como restaurantes, gimnasios y hasta casinos que sí ya habían abierto sus puertas. La Argentina terminó aceptando las clases a distancia como una alternativa válida mientras 6 de cada 10 chicos eran -son- pobres.
La poca voluntad del gobierno nacional y de las provincias, sumado a las presiones gremiales, dilató el regreso. Sostener el cierre escolar era lo más fácil: en teoría, no generaba un perjuicio económico directo, aunque en realidad sí obligaba a las madres -que llevaron la continuidad en el 90% de los casos- a repartir su tiempo entre responsabilidades laborales y el rol de co-maestras. Ni hablar de las proyecciones de daño económico futuro por la pérdida de clases que reflejan, por ejemplo, caídas en los eventuales salarios de los hoy estudiantes.
En marzo de 2020, el presidente Alberto Fernández le restaba importancia a la suspensión escolar: “Las clases pueden esperar. Si algo que no me urge es el inicio de clases. Nadie sufrió por recibirse un año antes o un año después. Tampoco van a sufrir por terminar un mes antes o un mes después el colegio”.
En la segunda mitad del año, las encuestas empezaron a reflejar una masa crítica de padres que querían la vuelta a clases. La oposición levantó la bandera de la educación, aunque siendo oficialismo había discontinuado el programa Conectar Igualdad, que hubiera sido clave para surfear la ola de la pandemia. El Gobierno sintió que lo corrían por izquierda y dio un giro discursivo radical: entonces la educación pasó a ser prioridad.
¿Y ahora?
“Es importante sostener la presencialidad. Cerrar las escuelas es fácil, pero después volver a abrirlas es muy difícil”, fue una de las frases que se escuchó en la última sesión del Consejo Federal. Allí los ministros de Educación acordaron mantener las clases presenciales pese a la explosión de contagios de la segunda ola.
La frase esconde dos verdades ineludibles: por un lado, la comodidad del cierre para los gobiernos provinciales y, por otro, la dificultad para volver a generar consensos cuando se pretenda reanudar la actividad, a no ser que los indicadores sanitarios marquen una improbable mejora abrupta en pocas semanas.
Durante su segunda ola, la mayoría de los países europeos cambió la estrategia. Priorizó la continuidad educativa y el cierre de escuelas se convirtió en el último recurso. Argentina parece transitar ahora por ese mismo camino, aunque una medida restrictiva hizo tambalear esa pretensión.
El sábado pasado, Catamarca dispuso la suspensión de las clases por una semana en sus cuatros departamentos más comprometidos y generó un mal augurio. La sensación de posible efecto dominó fue desactivada rápidamente a través de un comunicado que firmaron todos los ministros de Educación del país.
Hoy las clases no corren riesgo, pero la situación -advierten- “es dinámica”. Los gremios docentes, que en un principio acompañaron el inicio del ciclo lectivo, hoy ya ponen algunos reparos. Piden que se monitoree “día a día” el aumento de los casos.
Si la presión sube y la pandemia no da tregua, será momento de verificar aquello de la educación como prioridad.
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