El sistema educativo no es una combinación azarosa de prácticas, políticas y actores, sino que es un diseño particular, un acuerdo de proporciones y ritmos, concebido para producir algo en particular. Es una sinfonía de actores, acordada para producir una melodía particular, vinculada con la calidad de aprendizajes de determinados saberes y disciplinas. No cualquier sonido, uno en particular. No cualquier aprendizaje, un conjunto en particular. No en cualquier momento, sino en tiempos específicos. En esta concepción y diseño, el sincronismo se vuelve crítico, al igual que en el funcionamiento de una orquesta. Timbales, violines y oboes están invitados a participar de una única manera, y si concurren fuera de tiempo, ritmo o proporción, la melodía se ‘ensucia’. Lo mismo ocurre con la calidad de los aprendizajes y con las capacidades de los egresados en este diseño de sistema escolar.
Esto nos lleva a reflexionar sobre la ‘fabricación’ de cada pieza de esta sinfonía que es el sistema educativo. El curricularista de matemáticas, al igual que el profesor de oboe, es una pieza incluida dentro de un todo que manda y que establece condiciones, una nota dentro de un pentagrama. Sin embargo, cada pieza representa mundos propios y complejos, universos sofisticados y profundos, de mucha práctica y estudio, interesados en que la orquesta siempre toque, y en que la escuela nunca cierre sus puertas. Interesados en el todo del mandato de cada supra diseño (pues eso mantiene al diseño de pie), pero principalmente interesados en sus propios minutos de aire. El violín disfruta escucharse, y por ello reclama mayor protagonismo, de la misma manera que las ciencias reclaman más horas en el cajón curricular escolar para contar sus verdades, o la geografía para mostrar sus relieves.
Si bien el sentido y el propósito de la escolaridad está en el todo, en el “sistema”, en la consistencia de su diseño y en la armonía de su movimiento, su preservación descansa principalmente en el activismo de sus piezas, y no en el mérito de su producido final. A diferencia de lo que ocurre con la orquesta, que tiene un solo director, que elige la partitura y dirige la concurrencia de los sonidos hacia una polifonía precisa, la escuela posee una gran cantidad de actores que llevan la batuta: directores, inspectores, docentes, auxiliares y preceptores, además de ministros, legisladores y todo tipo de funcionarios públicos y de dirigentes gremiales. Y es bien sabido que cuando mandan todos, no manda ninguno. Y que cuando no manda ninguno, nadie se hace responsable por el rendimiento del todo, y el propósito del sistema queda liberado a su suerte.
Si juntamos la acumulación de experiencia en una práctica y dominio por parte de cada una de sus piezas, con el desinterés por el todo que se desprende del propio diseño del sistema educativo, ello redunda en una estructural desconexión entre el funcionamiento de las piezas y el rendimiento agregado, medido como calidad de aprendizajes de los niños. Los actores del sistema educativo saben que no mandan, o al menos que no mandan del todo en ningún momento. Si el sistema funciona bien, no pueden apropiarse de sus logros, y si anda mal, nadie los puede inculpar. Si la orquesta suena mal en el concierto, ¿qué imagina que pasaría con su director? En el sistema educativo no ocurre de esa manera, y eso modifica por completo la conducta de todos sus actores.
Este rasgo del sistema, desprendido de su diseño, y motivante de la actitud adoptada por sus actores, abre la posibilidad de que la resistencia de cada pieza, de cada subconjunto de actores (los matemáticos, los agremiados a tal sindicato, el personal de portería, los de artística, las de inicial, etc.), se convierta en su nuevo propósito, desplazando al propósito central de todo el sistema. Ya no importa tanto favorecer aprendizajes, sino resistir, o al menos resistir más que los otros subconjuntos. ¿Le suena? Ese conservadurismo que muestra el sistema, ese apego por las colegiaturas, esa inflexibilidad, ese dogmatismo a ultranza, esa insensibilidad hacia resultados deficitarios de aprendizajes agregados, nace de la intención de resistir por la resistencia en sí misma.
La condición de resistente de sus actores no se vive con sobriedad, sino con un gran activismo ruidoso. Ese activismo, con sus marchas, paros, cortes de calles, tomas de escuelas, paritarias a todo a nada, conferencias de prensa y argumentaciones subidas de tono, es el conjunto de anticuerpos de la resistencia, representa la batería de acciones y estrategias diseñadas para preservar el estado de cosas, para que nada cambie. Es así como la condición docente se transforma en militancia, desdibujándose por completo la intención de que el sujeto de aprendizaje reciba algo útil. Es así como la sinfonía se transforma en una ruidosa y descoordinada combinación de sonidos, en donde el violín se autoproclama imprescindible, más allá de la partitura.
A esta degradación de comportamientos, perniciosa en sí misma, se agrega un problema adicional, que ha quedado de manifiesto en forma flagrante durante la pandemia: que el sistema se vuelve inmune hacia cualquier tipo de entorno. Desinteresado por su rendimiento agregado, el sistema se emancipa de su época, dando la espalda a evidencias, recursos y problemáticas novedosas. Abandonando el interés por favorecer el diálogo entre los aprendices y su época, los actores cierran sus mentes hacia los nuevos colores y sabores del entorno, volviéndose insensibles hacia los nuevos desafíos y oportunidades, abandonando su intención de permanecer competentes, alfabetizados, idóneos. Una inmunidad que, lejos de fortalecer, debilita.
Dentro de esta suerte de cuadro clínico, también existe sintomatología básica, y sobreactuaciones bien planificadas. El diseño y movimiento sincrónico del sistema marca momentos del año escolar en donde siempre, siempre, ocurren eventos similares: la negociación salarial, el inicio del ciclo escolar, el cambio de autoridades de gobierno, la publicación de resultados de aprendizaje, sean locales o internacionales, las efemérides de nuestros educadores del pasado. Cada uno invita a la sociedad a poner una lupa sobre el sistema, los niños y los aprendizajes, y cada uno demanda una anticipada y acalorada sobrerreacción de sus piezas, en el afán de combatir por preservarse, por permanecer reproduciendo sus rutinas, sin mayores cambios, sin hacerse responsables por los desvaríos.
¡Cómo cuesta cambiar! ¡Cuánta tensión y angustia genera la posibilidad de cambiar, particularmente en el campo de la educación! Con o sin plan B, el cambio desafía, descoloca, agrede de alguna manera, pone en duda los saberes y dominios imperantes, al igual que los diseños heredados, e invita, empuja, mejor dicho, a hacer lo que no se sabe, a prototipar nuevas combinaciones, a aventurarse fuera de territorios de confort.
Si el temor al cambio es el sentir intuitivo de los actores de un sistema conversador como el educativo, los hábitos y conductas de sus administradores, desprendidos de la manipulación de un diseño burocrático erróneo, ubican a la escuela en una situación sumamente inconveniente para la sociedad. No caben dudas de que la pandemia fortaleció las resistencias de sus actores, llenó de anticuerpos el sistema, y este se hizo aún más inmune a su entorno. Me pregunto si desde este sistema llegarán en algún momento los aprendizajes de calidad a escala que reclamamos. Permítanme desconfiar.
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