En mis clases, suelo hacer reflexionar a los alumnos sobre la importancia de tener un plan alternativo de juego, lo que usualmente se conoce como plan B. La razón es sencilla. Me he cansado de verificar que individuos, equipos de alto rendimiento y organizaciones avanzan a gran velocidad por la vida guiados por un único plan de juego… hasta que las reglas cambian. Y en un abrir y cerrar de ojos, todo colapsa y se desmorona como un castillo de naipes: sueños, ahorros, proyectos, vínculos, productos, personal, aprendizajes. Hasta la experiencia se vuelve obsoleta, simplemente por desatender posibles escenarios disruptivos en diversos órdenes de la vida.
¿Por qué planificamos? En principio, para gestionar la incertidumbre que el futuro nos ofrece y depara. El futuro siempre se nos presenta como un territorio incierto de ocurrencias, frente al cual deseamos posicionarnos de determinada manera. Reconocemos que en un futuro próximo o lejano nuestro socio puede volverse un competidor, nuestra fortaleza una debilidad, nuestro anhelo un vacío, el entorno que cultivamos una amenaza, nuestras convenciones un mal diseño, y nuestras edificaciones una carga sin sentido. Refugiarnos en zonas de confort y protegernos a través de la reproducción refinada de hábitos y destrezas suele llevarnos, en muchos casos, a dominar parte de esa incertidumbre amenazante que el futuro nos presenta, pero solo una parte, sin ninguna garantía.
Aun cuando no planifiquemos de una manera formal, con escritos, gráficos e indicadores, los planes suponen la fijación de metas y objetivos, y todos nos movemos persiguiendo metas, y valiéndonos de recursos para ir tras ellas. No deambulamos por la vida en forma azarosa, como los animales, guiados por instintos primitivos. Aun cuando a veces improvisemos sobre la marcha, aun cuando nos reservemos espacios de esparcimiento y momentos de ‘mente en blanco’, siempre estamos implicados en la persecución de metas, siempre andamos detrás de la obtención de logros, buscando hacer de ese futuro incierto un territorio presente y fiable de realización.
Por supuesto que planificamos con distintos grados de elaboración, dependiendo de la complejidad y trascendencia de aquello que queremos lograr, o del temor que nos genera no alcanzar los logros que nos estamos fijando. No es lo mismo planificar una cena en casa con amigos, o mis vacaciones en la playa con la familia, que planificar la calidad de los aprendizajes de diez millones de alumnos, que es el tamaño del sistema escolar en Argentina. En mi casa ceno todos los días, así que planificar una con amigos me exige muy poco, la hago de memoria. Las vacaciones en familia ocurren una o dos veces al año, y suponen una complejidad superior, así que me exigen mayor logística familiar, consenso, financiamiento más sustancioso, papeleo, etc. Planificar, en cambio, un sistema educativo que garantice aprendizajes de calidad en todo un país demanda un plan intelectualmente sofisticado, normativamente complejo y políticamente viable.
Mas allá de la complejidad de cada formulación, y de la formalidad de cada ejercicio de planificación, es claro que un plan concentra la mayor parte de nuestra atención, energía y tiempo, es nuestra hoja de ruta principal, nuestro plan A. Si mis amigos vienen a cenar a casa, estaré enfocado en hacerles pasar un buen rato, abriré el mejor vino, asaré la carne más sabrosa y les propondré conversar de los temas que a ellos más interesan o divierten. Los recibiré con entusiasmo y afabilidad, y tendré mi hogar preparado para crearles una experiencia placentera, íntima y estimulante. Terminaré cansado, seguramente, pero feliz de haberles entregado una recepción equivalente al afecto que me une a ellos. Para eso son los planes, para eso nos enfocamos cuando deseamos lograr que las cosas ocurran de determinada manera, y no de otra.
Los individuos poseen planes en diferentes planos (profesional, espiritual, familiar, social, de salud, intelectual), de la misma manera que las organizaciones (comercial, financiero, de recursos humanos) y los Estados (políticas económicas, sociales, educativas) los poseen. En todos los casos, siempre hay planes dominantes y prioritarios, que terminan acaparando el grueso de nuestra atención e intención. De esta manera, las vidas de las personas y el transitar de las organizaciones y de los Estados son un gran plan A, individual y colectivo, en constante evolución y revisión. Un plan A plagado de estrategias, pensamientos y expectativas, un plan A que establece las jerarquías de atención y de preocupaciones, que ordena y enfoca, que exige y al que exigimos, un plan A que otorga sentido al transitar, que hace de la rutina una virtud y del desvío una anormalidad.
Curiosamente, el plan B es ese plan al que prestamos escasa atención, tanto porque no deseamos desviar atención y energía de nuestro plan principal, como porque desestimamos su probabilidad de ocurrencia. Es eso que creemos que no vale la pena ni considerar, aquello que imaginamos poco realista, ese plan de juego que pensamos que nunca tendremos la oportunidad de poner en funcionamiento, y que por ello no amerita ni pensamiento, ni diseño.
Es importante clarificar que un plan B no es un protocolo de gestión de crisis del plan A. El plan principal modeliza el futuro de determinada manera (mis amigos cenando en casa), y establece la forma en la cual uno desea posicionarse frente a la incertidumbre de ese futuro (deseo garantizar que la pasen bien). El plan A incluyen protocolos de gestión de crisis (¿si se corta la luz? ¿si se me quema la comida? ¿si se tapa un baño?), siempre dentro del mismo escenario de planificación. El plan B, por el contrario, es otro diseño, responde a otra modelización de futuro, es otra articulación de supuestos. Es un what if… (¿qué pasaría si…?) de los supuestos, no de los componentes del plan.
En general, desatendemos el plan B pues nunca le damos entidad a los supuestos que lo podrían disparar. Pensamos que nuestros hijos siempre vivirán en nuestros hogares, hasta que se van. Suponemos que siempre seremos jóvenes, hasta que no lo somos. Creemos que siempre estaremos empleados, hasta que nos despiden. Naturalizamos que nuestros vínculos íntimos siempre estarán a nuestro lado, hasta que no lo están más. Nos convencemos de que ya aprendimos todo lo que era necesario, hasta que no comprendemos lo que nos explican. Nos habituamos a avanzar por la vida casi sin reflexionar, en piloto automático, repitiéndonos y orgullosos de haber domesticado nuestra pequeña zona de confort, ciegos a la posibilidad de que las reglas de juego cambien, de que los supuestos de ese futuro incierto nos desafíen, mudos hacia la posibilidad de haber bosquejado aunque sea un borrador de plan alternativo.
El sistema educativo actual es un gran plan A, sin plan B, y la pandemia lo puso en evidencia de una manera brutal. Es un gran plan A, pues consume 6 puntos de producto interno bruto, involucra el trabajo de más de 1 millón de docentes, y alcanza un universo de aproximadamente 13 millones de alumnos de todos los niveles y unas 60 mil instituciones. La construcción de este gran plan A se inició en 1884, a partir de la ley 1420, y desde entonces se refinó, extendió y afianzó en su práctica. La ley 26.206, promulgada en el año 2006, es el último gran bloque de la misma edificación, del mismo plan, de la forma en la cual el Estado argentino está deseando posicionar a sus aprendices de cara a la era de la hiperconectividad y de la cultura digital. Y en esa edificación, la presencialidad y el sincronismo son dos supuestos que no están en discusión. Para que esta escolaridad y educación institucional realice su propósito, requiere de la concurrencia física de todos sus actores, y demanda una sincronización nacional, plasmada en el calendario académico anual y organizada alrededor de los núcleos de aprendizajes prioritarios.
¿Acaso no se podría haber imaginado un plan B, bajo los supuestos de la virtualidad? ¿Acaso no hubiese sido conveniente? ¿Acaso el mundo en los últimos 20 años no facilitó la utilización de herramientas, plataformas, recursos y canales como para poder desplegar un plan de juego alternativo? ¿Acaso era conveniente insistir en un único diseño de plan, que además venía mostrando rendimientos mediocres, aprendizajes dudosos y graduados mal preparados?
La pandemia sigue siendo una tragedia, de eso no hay discusión. Pero tampoco es discutible que la misma aparece en el momento más oportuno de la historia, un momento en el cual tenemos permitido utilizar todos los beneficios de la nube, de una conectividad sin precedentes, de la casi gratuidad total de la digitalización. El virus nos encontró mal preparados y desprevenidos, pero lo hizo en un momento en donde tenemos la oportunidad histórica de, por primera vez, avocarnos al diseño de ese plan B, de base virtual, que el sistema educativo podría utilizar.
Mientras anhelamos que la actual presencialidad atada con alambres e inundada de protocolos se mantenga, tal vez deberíamos en paralelo dedicar material gris para diseñar un sistema alternativa de base remota, bajo los supuestos de la nueva normalidad.