El currículum Beatriz Bragoni es imponente: doctora en Historia y profesora de la Universidad Nacional de Cuyo, es, además, investigadora del Conicet y miembro de la Academia Nacional de la Historia; realizó estudios posdoctorales en la École des Hautes Etudes en Sciences Sociales de París, y dio clases y seminarios en diferentes universidades de América latina y Europa.
Bragoni es la autora de José de San Martín. Una biografía política del Libertador (Ed. Edhasa), en donde aborda un perfil poco estudiado del Padre de la Patria: el componente político que lo motivaba a él y quienes lo tomaron como el gran prócer en las diferentes etapas del país. En esta entrevista, la autora aporta diferentes visiones para pensar los conflictos que se anudan en torno a San Martín y a la identidad nacional
“La mejor manera de entender a San Martín”, dice, “es ubicándolo en un proceso. Es un actor central de las revoluciones latinoamericanas, pero, para entender su protagonismo es necesario conocer la sociedad, la política y la economía en la que se movió. San Martín aprendió a lidiar con las dificultades, a generar aliados ocasionales y gestionar políticamente los recursos. Practicó la política como negociación. Eso se puede ver cuando llega a Buenos Aires, consigue crecer en la carrera militar, tracciona para que el gobierno revolucionario redirija la estrategia de defensa a una de ofensiva, y es un activo promotor de la independencia”.
Ni un santo ni un bronce
—¿Por qué San Martín es todavía una figura tan presente?
—La actualidad de San Martín varía de acuerdo a las claves de lectura que se utilizan para interpelarlo. Fue colocado como héroe nacional a través de una serie de operaciones políticas e intelectuales de las élites argentinas y sudamericanas en el siglo XIX, en función de algo que todos los Estados nacionales necesitan, que es el mito de origen. La revolución es el gran numen de identificación colectiva y los héroes ocupan un lugar importante en la articulación de esas narrativas. En el caso de San Martín, esto se expresó en el ritual cívico que acompañó la repatriación de sus restos en 1880, y en una batería de iniciativas monumentales —como las estatuas— y documentales, que se extendió hasta el Centenario. Después, se operó un giro sobre su imagen de soldado, que está íntimamente vinculada al gobierno de Justo en los años 30, que es quien instituye el feriado nacional el día de su muerte. Y, luego, justamente en el centenario de su muerte, en 1950, el nacionalismo militar petrificó una imagen de San Martín que el Estado peronista llevó a la apoteosis. A partir de allí, y es lo que yo sostengo en el libro, San Martín va a tener otras lecturas, pero ya como un punto fijo.
—En la manera de pensar a San Martín entre la biografía que escribe Mitre y el gobierno de Perón hay una distancia enorme: ¿qué pasó en esos 70 años?
—Para Mitre, San Martín es un vector de la nación. Mitre proyecta la revolución rioplatense en el contexto internacional, con la excepcionalidad de no haber sido nunca derrotada por las fuerzas realistas, y San Martín, justamente, es el gran actor que lleva a cabo el plan continental. Pero Mitre no es el único que construye la imagen heroica de San Martín. Hay que tener en cuenta que Ricardo Rojas, otro escritor muy importante, lo santifica laicamente en 1933 con El santo de la espada. Ese San Martín es el que se difunde en los años 30 y 40 y que más tarde, cuando el Instituto Nacional Sanmartiniano pasa a depender del Ministerio de Guerra, el peronismo se convierte en el gran multiplicador de la imagen y la pedagogía patriótica con San Martín como héroe nacional. Después del 55 hay diferentes maneras de leer ese punto fijo y, con ese relato nacional tanto las izquierdas como las derechas van a tenerlo como pater fundamental. Hay una serie de operaciones y de iniciativas que buscan apropiarse de ese legado —como cuando la Juventud Peronista secuestra el sable corvo del Museo Histórico Nacional— y resignificar sustantivamente esa memoria.
—En torno a El santo de la espada, pero ya no el libro sino la película, hay una anécdota famosa: el gobierno militar censuró una escena en la que San Martín salía del baño. Tomando aquella película de Torre Nilsson y la de Leandro Ipiña, Revolución: ¿cómo se da el camino entre el héroe mármol de 1970 y el que sale del barro en 2010?
—El santo de la espada se estrena en 1970 y, en efecto, hay que ubicarla en esa larga genealogía que viene de Ricardo Rojas. En la revista Gente dijeron: “No satisfizo a muchos, pero había que hacerla”. Los héroes tienen sucesivas capas de bronce, y en 1970 podemos decir que es bronce se mantiene intacto. Pero no estoy tan segura de que Revolución haya descomprimido del todo la imagen del héroe. Si bien la película es muy atractiva en términos de paisaje y mantiene una cuestión épica —porque el cruce de los Andes fue realmente monumental—, desde mi punto de vista no demolió, no humanizó al héroe, no lo politizó. No se hace cargo del monarquismo sanmartiniano. No se hace cargo de las divisiones internas que había dentro de la conducción revolucionaria. No se hace cargo de los adversarios de San Martín. Todavía no hay una película que nos muestre los claroscuros de las revoluciones políticas.
—¿La cultura popular no acepta a un San Martín de carne y hueso y necesita al de bronce?
—La pregunta es por qué la narrativa nacional no se puede pensar de otro modo si no es sobre la base de la heroicidad. Ese fue el objetivo de mi libro: distinguir al personaje de carne y hueso del héroe del mito. La dificultad es que el lenguaje revolucionario impone al héroe. Por eso pensé que la estructura del libro tenía que tener dos partes. Primero, la del personaje que está en un mundo que cambia. En algunas cosas le fue muy bien y en otras no: su proyecto político de independencia fue conseguido, pero la intención de organizar estados independientes no fue acompañada por el azar o por la fortuna. La otra parte del libro es cómo se construye el héroe en la mitología nacional.
El héroe del futuro
—Rodolfo Terragno escribió sobre la misión política de San Martín en Europa. Pero, ¿se puede pensar en San Martín como una figura política?
—La obra de Terragno me resultó muy ilustrativa, sobre todo en el primer libro, Maitland y San Martín, donde presenta la manera en que San Martín se documentó y estudió para llegar a la mejor estrategia de la Independencia. Terragno señaló oportunamente que no podía haber independencia sin el reconocimiento de las cortes europeas y de los nuevos Estados. Lo que más me interesó de la dimensión política en San Martín es que era explícita. San Martín tenía una idea monárquica; es algo que suele ser opacado por Mitre, Sarmiento y otros: ¡cómo el héroe de la república va a tener como aspiración crear una monarquía y, más aún, con un príncipe europeo! Entramos un velo de olvido, que es algo muy clásico de todas las mitologías nacionales: el recuerdo es selectivo. Pero la maniobra de dejar en suspenso el monarquismo de San Martín fue una estrategia no solamente de quienes contaron su historia, sino también de él mismo. Con eso aprendí muchas cosas de él: su preocupación por la reputación patriótica y su atención puesta en cómo iba a ser recordado.
—¿De qué manera lo hizo?
—Primero, en cómo ordena su archivo. Mitre recibió el archivo de San Martín y se creía que era todo lo que había escrito, pero no fue así: lo ordenó y lo clasificó. Es decir: eligió cómo quería ser recordado. Hay otra controversia sobre el contacto que mantuvo con Gabriel Lafond, un capitán francés que se dispuso a contar sus viajes por América del Sur. Es un intercambio que se da cuando ya han comenzado los procesos de escritura de las revoluciones de Sudamérica, cuando la figura de Bolívar ha sido revalorada y se hace una gran ceremonia con su repatriación. Y hay que señalar que dos años antes ya había pasado con Napoleón: la procesión sobre el Sena no debe haber pasado desapercibida para San Martín. El tercer eslabón es lo que hizo su familia para el recuerdo de su padre. La hija lo hizo fotografiar con un daguerrotipo y cuando el padre murió contrató servicios para conservar el cadáver. Justamente, era el tratamiento que se hacía en el siglo XIX para quienes no eran un simple difunto.
Entrevista publicada en el blog de Ticmas.
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