Queda poco más de un mes para que termine el ciclo lectivo y todavía la gran mayoría de los alumnos no pudo volver a tener clases presenciales. De hecho, ya en noviembre, tan solo el 1% de la matrícula del país está asistiendo a la escuela en forma alternada, con los protocolos pertinentes. El resto, desde marzo, sigue con clases a distancia en el mejor de los casos.
En ese contexto, María José Navajas, madre de dos chicos en edad escolar, escribió una carta en la que es contundente: “Nuestros niños y adolescentes son, sin duda, los grandes perdedores de esta pandemia. Lo siguen siendo. Pero no tienen por qué serlo. No hay razón de salud pública lo suficientemente poderosa que justifique este sacrificio que les estamos imponiendo”.
Navajas es la vocera de Padres Organizados, un colectivo que se convocó a partir de la suspensión prolongada de las clases. “De a poco fuimos viendo para ver dónde ir, nos dimos cuenta de que teníamos que desarticular la idea de que contagio es igual a muerte. Cada vez hay más evidencia de que con los chicos no es así y la escuela cumple un rol esencial de contención y acompañamiento”, comentó.
En su carta, reprocha la falta de respuestas de las autoridades que, ante cada extensión de la cuarentena, evitaron la agenda educativa. “¿Hasta cuándo debemos sostener una situación así. El año se encamina a su fin y los chicos no pueden volver a la escuela”, plantea.
La carta completa
El 13 de marzo de 2020 fue el último día de clases presenciales para la inmensa mayoría de los chicos argentinos. Hoy, a casi 8 meses de la decisión presidencial refrendada por las autoridades provinciales, más del 90% de niños y niñas de todas las edades todavía no volvió a su escuela o jardín. A pesar de toda la evidencia científica, de las experiencias en otros países y de la voz de alarma de organismos como la Sociedad Argentina de Pediatría, la Unesco y Unicef, en la Argentina sólo han podido recuperar su lugar en las aulas unos pocos chicos y chicas.
Cuando a mediados de marzo, entre idas y vueltas, se resolvió la suspensión de las clases presenciales, muchos pensamos que sería una medida temporal y que paulatinamente se pondrían en práctica algunas estrategias para que los niños volvieran a la escuela. Sin embargo, pasó el tiempo y el tema de la educación desapareció de la agenda pública.
Los discursos de renovación de la cuarentena eludían por completo la situación de los chicos y su regreso a las aulas. Incluso, durante mucho tiempo, niños y adolescentes permanecieron confinados en sus hogares porque ni siquiera tenían permitidas las salidas recreativas (se podía pasear el perro, pero los chicos no tenían autorizada una caminata por el barrio).
Entretanto, lo que había empezado como una experiencia novedosa e incluso divertida se volvió algo tedioso y muy poco estimulante. Las clases por Zoom, los videos educativos, la conexión a través de pantallas fue apagando todo interés por el aprendizaje. ¿Hasta cuándo debíamos (y podíamos) sostener una situación así?
La falta de respuestas o peor, la idea de que solo con una vacuna aún inexistente los niños podían volver a la escuela nos convocó para trabajar en conjunto y buscar la manera de visibilizar lo que estaba pasando con nuestros hijos. Pero también quisimos exponer lo que intuíamos era un problema mucho más extendido y grave en un país con un 60% de pobreza infantil, en el cual la escuela es mucho más que un edificio donde se aprende matemática y lengua.
Como mamás y papás de niños en jardín y primaria, y también de adolescentes promediando la secundaria, en estos largos meses tratamos de contener y de acompañar. Fuimos testigos de enojos reiterados, llantos intempestivos, angustia y ansiedad creciente. La falta de un horizonte claro nos impulsó a buscar respuestas donde no las había.
El 16 de septiembre publicamos una carta que contó con acompañamiento de referentes importantes de la opinión pública (especialistas en salud, periodistas, intelectuales, docentes, que también son madres, padres y abuelos). A partir de entonces fueron llegando más adhesiones y testimonios de todo tipo desde diferentes lugares del país.
Nos describieron situaciones absurdas de pueblos pequeños sin circulación del virus que igualmente mantenían las escuelas cerradas. También, escenas desoladoras como la de una maestra de Concordia que se cruzaba con sus alumnos en la calle pidiendo limosna. El elemento común era el desconcierto por la falta de información y la desesperación por ver que el año se encaminaba a su fin y los chicos no podrían volver a la escuela.
Nuestros niños y adolescentes son, sin duda, los grandes perdedores de esta pandemia. Lo siguen siendo. Pero no tienen por qué serlo. No hay razón de salud pública lo suficientemente poderosa que justifique este sacrificio que les estamos imponiendo.
Mientras por una parte se pretende seguir agitando el discurso del miedo con la “segunda ola” de contagios en Europa, nosotros vemos que allí hubo un cambio fundamental: los chicos volvieron a las aulas y se reencontraron con sus amigos y maestros, ahora bajo la consigna que las escuelas son lo último que se cierra.
Las escuelas pueden ser un lugar seguro y los niños “no son bombas biológicas”, como lo viene diciendo hace tiempo la doctora Angela Gentile (pediatra, jefa del Departamento de Epidemiología del Hospital Gutiérrez). Estamos convencidos de que ese es el camino por seguir: el regreso a las aulas debe ser una tarea prioritaria que incluya a todos los niños y adolescentes de nuestro país. Y, en el eventual caso de rebrotes, las escuelas deben ser el último lugar que se cierre.
Nuestras convicciones y demandas están respaldadas por abundante evidencia científica y por las declaraciones públicas de expertos en salud infantil y adolescente.
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