Era instantáneo. A la mañana, el termómetro podía marcar hasta 40 grados de temperatura, podía estar con dolores de panza insoportables, pero cuando su madre le decía que ese día podía faltar a la escuela se le pasaba todo, sin siquiera tomar un medicamento, y no se trataba de un engaño. Somatizaba. La pasaba tan mal en la escuela que el malestar se trasladaba a su salud.
Durante su niñez, fue una constante. B.R. -se preserva su identidad- se cansó de intentar encajar. Su madre la mandó a tres jardines diferentes, después pasó por seis primarias y otras tres secundarias. En cada reinicio renovaba las esperanzas, creía que por fin sería esa la institución que la haría sentir cómoda, pero el alivio recién llegó cuando su mamá la sacó de la escuela.
B.R. integra el grupo de chicos con altas capacidades intelectuales (ACI). Si bien no hay datos oficiales a nivel nacional, por los estudios internacionales se calcula que el 15% de los chicos las tiene. Dentro del grupo de las ACI, está la superdotación, el rendimiento intelectual superior, que comprende a alrededor del 2% de la población. Su caso tomó dimensión pública cuando, en un fallo inédito, la Justicia de Entre Ríos no hizo lugar a la presentación de la provincia y, de ese modo, ratificó que había terminado el secundario con solo 14 años.
“La Justicia en realidad no me permitió terminar antes el secundario. Lo terminé por mis propios medios y con validez nacional”, aclaró la joven en una entrevista con Infobae. “La Justicia se limitó a reconocer la ley vigente e impedir de ese modo que vulneren más mis derechos. Querer desconocer la ley para intentar manipular la vida de alguien es horrible. Más con todos los derechos vulnerados que tenemos las mujeres. Se termina volviendo incluso una situación de género, porque me he enterado de casos de chicos varones que pasaron por la misma situación escolar en la provincia y nunca tuvieron estos problemas, al contrario”.
El caso se mediatizó en octubre del año pasado, cuando la Sala III de la Cámara Segunda de Apelaciones en lo Civil y Comercial de Entre Ríos rechazó la presentación del Defensor Público. La adolescente había terminado sus estudios a distancia en la West River Academy de Estados Unidos, cuyo título está avalado por el ministerio nacional. Sin embargo, el Consejo General de Educación (CGE) provincial, a través de la Defensoría, apeló el fallo y en una tercera instancia, hace solo un mes, la justicia respaldó una vez más la posición familiar. La decisión marcó el punto final del caso que pudo haber llegado a la Corte Suprema.
Tras un proceso judicial de tres años que recién culminó, la adolescente y su madre accedieron por primera vez a dar una entrevista. “La idea es que sirva como ejemplo y que otros chicos no tengan que atravesar este camino. Hoy podemos decir que mi hija se siente una más. Nosotros no queremos hijos genios, queremos hijos felices, que no tengan que pasar toda la adultez en terapia angustiados por la infancia que vivieron”, dijo la madre de la joven, Romina Buttazzoni, quien también es la directora de Increa Paraná, un centro de diagnóstico y acompañamiento de las necesidades educativas especiales.
La historia hasta el juicio
Su hija, cuenta la madre, empezó a hablar a los 5 meses. Ya al año decía frases completas. En el jardín una maestra le dijo que creía que su hija tenía altas capacidades. Se aburría en clases, las consignas le demandaban un esfuerzo mínimo. Arrancó primer grado con entusiasmo, pero a los pocos días ya no quería ir más a la escuela. Atravesó la primaria como si estuviera en un hábitat extraño. Era callada y pasaba desapercibida, más allá de que sufría hostigamiento de parte de sus compañeros, mientras los docentes miraban para otro lado.
“Ella era muy tímida y sus compañeras aprovechaban y la agredían porque no reaccionaba. Un día la metieron en un cesto de basura y ella en vez de estar triste o furiosa, me dijo: “Por algo lo habrán hecho, mamá. Debían estar muy tristes o enojadas por algo”. Los chicos con altas capacidades tienen una sensibilidad especial, son muy empáticos”, comentó la madre.
-¿Qué sensaciones tenías en la escuela? -le preguntó Infobae a la adolescente-.
-Me aburría. No le encontraba sentido ir a la escuela. Más allá de tener altas capacidades, los contenidos son menos que básicos. Por eso, terminar la secundaria en otro lado me ayudó a aprender más que si hubiera terminado la escuela en mi ciudad, que me pedían definiciones de memoria de un manual. Cualquier chico con ganas de aprender se aburre en la escuela o le dan contenidos que no les sirven para nada y entonces se vuelve difícil, porque aprender algo que no tiene sentido es re complicado también.
-¿En qué dirías que tener altas capacidades te ayudó y en qué medida te resultó más bien una complicación?
-No sé si tener altas capacidades me ayudó en algo. Quizás en poder concentrarme y estudiar lo que me gustaba, fuera de la escuela. Me resultó siempre más una complicación porque no le encontraba sentido a la escuela, a lo que me enseñaban, no tenía punto de encuentro con mis compañeros, no podía relacionarme y muchas veces me hacían bullying hasta los mismos docentes. En primer año, el preceptor me prohibió juntarme en el recreo con chicos de otros cursos, porque decía que tenía que relacionarme con los de mi año. Y encima era también el profesor de educación física y me agrupaba en los juegos de la materia con las chicas que me hacían bullying, sabiendo que me agredían. Él me decía que tenía que aprender a relacionarme con todos y por eso me obligaba a practicar con ellas. La pasé muy mal. Ver que te maltraten incluso quienes te tendrían que ayudar te hace pasar por un doble bullying diría yo. Es muy feo.
¿Qué pensás de los prejuicios que habitualmente se tienen respecto a los chicos con altas capacidades intelectuales?
-A veces los docentes en secundaria creían que como tenía altas capacidades había nacido sabiendo y no se preocupaban por enseñarme. Entonces ni lo básico aprendía. Algunos creen que deberías ser el mejor alumno o tener las notas más altas. A un chico con discapacidad, si avanza y se desarrolla, nadie cuestiona que esté mintiendo o que no tenga la discapacidad. Pero si alguien con altas capacidades no se llega a sacar un diez, entonces es una especie de fraude. Eso es un peso muy grande y te hace cuestionarte incluso si será verdad lo de las altas capacidades. La presión es enorme.
Cuando empezó la secundaria fue “el quiebre”. El punto de desconexión era cada vez más grande: mientras B.R. pensaba, por ejemplo, en los efectos de la Segunda Guerra Mundial, sus compañeras imaginaban cómo serían sus fiestas de 15. El bullying se volvió extremo, imposible de soportar. Su mamá Romina optó por dejar de enviarla a la escuela. Cuando confirmaron por diagnóstico las altas capacidades, consensuaron que rendiría libre.
La adolescente sostuvo su educación a distancia, un poco en la academia norteamericana y otro poco siguiendo el currículo local. Para tener un espacio de socialización, siguió yendo a teatro, donde no tenía ningún problema para vincularse. En ese círculo, sus compañeros y ella compartían intereses. Su madre, en tanto, debió renunciar a sus cargos docentes y empezar a trabajar de manera autónoma para acompañarla.
Con 14 años, ya tenía el título de secundario en la mano. El sistema educativo, no obstante, volvió a poner palos en la rueda. El Defensor Público, a partir de una presentación del CGE entrerriano, pidió que se declarara la obligatoriedad de la educación secundaria presencial para la joven, que volviera a la escuela. Ahí empezó el juicio.
“El ministerio de Entre Ríos desconoció el título que Nación avala. Algo absurdo. Se la agarraron con mi hija y conmigo. Nos obligaron a pasar por un proceso sumamente invasivo, en el que mi hija tuvo que pasar por una especie de peritaje. Como madre soltera, yo tuve que cambiar mi vida. Di clases, vendí comida, dejé mi trabajo, me dediqué a educar a mi hija, pagué una escuela en dólares. Me acomodé para hacer todo lo que le corresponde al Estado y nunca hizo. El juicio, más allá del fallo favorable, puso patas arriba nuestras vidas. No creo que se hayan dado cuenta del daño que nos estaban haciendo”, expresó Buttazzoni.
La universidad
Cuando se enteró que su caso había salido en los medios, se angustió. Iba con su madre en el auto hacia Santa Fe para rendir una materia. Peor todavía, quedó pasmada cuando leyó los titulares: que le habían dado el secundario por terminado por “superdotada”, que la Justicia le había permitido finalizar la escuela antes, como si no contara con un título. Tanto le afectó que reprobó aquel examen.
Ese parcial fallido se trató más bien de una excepción. Con solo 15 años, B.R. ingresó en la licenciatura en Matemática Aplicada que ofrece la Universidad Nacional del Litoral. En su segundo año lleva un promedio de 9,50. Por primera vez, dice, siente que está yendo a “la escuela” con ganas.
-Por suerte en la facultad ya no la paso mal -dijo la joven-. Tengo profesores que entienden que aprender lleva esfuerzo. En primaria y secundaria se penaliza el error. Ahora nadie espera que aprenda por ósmosis. Si me equivoco, es el camino para aprender. Igual la presión es grande, porque siento que tengo que demostrar permanentemente que merezco estar estudiando en la facultad. Y una nota baja me hace sentir que soy una mentira y que es todo un invento. Los profesores sin saber esto me han ayudado mucho, como ayudan a todos mis compañeros, porque en realidad no me tratan diferente. Me siento normal, que es algo que no sentí antes en la escuela. Eso me está ayudando a sobreponerme, a no sentir que debo ser siempre perfecta para demostrarles a los demás que merezco el derecho a aprender. Ya no soy un bicho raro ni me hacen bullying.
-¿Cómo te pudiste acoplar al grupo, teniendo en cuenta que todos tus compañeros son más grandes?
-No tuve problemas en acoplarme al grupo. En realidad nadie sabía mi edad y me aceptaron como alguien más. Más adelante se enteraron, pero tampoco fue un problema. Me tratan igual que a cualquiera, no me siento diferente. La verdad es que estoy muy a gusto y este año que estamos cursando online por el Covid-19 extraño mucho poder asistir a las clases de manera presencial. Extraño la vida universitaria. La única complicación que hoy tengo respecto a mi edad es que no puedo acceder a ninguna beca porque todas son para mayores de 18 años y yo tengo 16. Entonces hacer este camino, que ya es difícil, se complica más porque no tengo acceso a los mismos derechos que todos tienen.
-¿Qué imaginás para tu futuro? ¿Qué anhelo tenés?
-Me gustaría ser investigadora. Me decidí por matemática porque siempre me sentí cómoda estudiándola. Puede ser que cambie, no lo sé, pero por ahora sería eso. Quería hacer matemática abstracta, pero me incliné por matemática aplicada, que era lo que tenía más cerca, aunque soy de Paraná y viajo a Santa Fe para cursar. Y como soy chica me llevan y me traen. Quizás en un futuro pueda hacer una maestría en matemática abstracta y ver realmente si es lo mío, quizás desconozco el tema y cuando lo estudie no me guste, no lo sé. Hay muchas cosas que no sé y que debo aprender para saber si me gustan realmente. Ahora sí tengo que estudiar de verdad, pero cualquiera que vaya a la facultad y curse una carrera debe dedicarse. En eso somos todos iguales, si no te sentás a estudiar, no aprendés.
Más que un caso aislado
El caso de B.R. tomó dimensión pública por lo inédito del fallo, pero la problemática es más habitual de lo que uno cree. Salvo excepciones, el sistema educativo no da respuestas a los chicos con altas capacidades y los padres, ante el menosprecio, llegan a desescolarizarlos.
El artículo 93 de la Ley Nacional de Educación, sancionada hace catorce años, hace una mención escueta: “Las autoridades educativas jurisdiccionales organizarán o facilitarán el diseño de programas para la identificación, evaluación temprana, seguimiento y orientación de los/as alumnos/as con capacidades o talentos especiales y la flexibilización o ampliación del proceso de escolarización”. En las legislaciones provinciales tampoco se suele abordar el tema.
Buttazzoni, además de madre, es docente y se dedica a la estimulación cognitiva y el enriquecimiento curricular. Cuenta que a su centro educativo los padres acuden por necesidad, después de muchas frustraciones, porque ya no saben cómo atender a sus hijos. “Los chicos brillantes y felices no vienen”, resume.
El diagnóstico es interdisciplinar. Comienza con un primer acercamiento general o screening, con entrevista a la familia y luego se inicia el protocolo en donde se toman diferentes tests. En base a los primeros resultados se profundiza en la particularidad del estudiante, evaluando no sólo la inteligencia, sino también la creatividad, su personalidad, su adaptación, intereses y estilo cognitivo, como así también el nivel de competencia curricular. La inteligencia no se mide solo a través de los tests famosos de coeficiente intelectual. Es mucho más que eso.
“Lamentablemente quedan muchos chicos sin diagnosticar que nunca terminan recibiendo una asistencia. Si mi hija hubiera tenido otra familia sin los recursos suficientes no solo para luchar por sus derechos sino para educarla, el desenlace habría sido muchísimo más terrible. Eso da miedo”, razonó. “Suena redundante, pero hay que repetirlo: queremos hijos felices, no genios”.
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